Mierda, no, no lo estaba. Se dio una palmada en la frente mentalmente y fue corriendo hasta el armario para sacar la llave de su caja de seguridad del sitio donde la había guardado, pegada a la parte superior interna de una de sus zapatillas de casa de seda. Sin la llave no podía retirar las joyas que había atesorado en ella, ni los números de ruta bancaria ni los números de cuenta que también estaban en la caja. No se podía creer que hubiera estado a punto de marcharse sin la llave. Estaría indefensa, incapaz de hacer nada, y tendría que continuar adelante sin nada o arriesgarse a volver a por la llave, lo que significaría que Rafael podría descubrir lo que había hecho mientras todavía estaba a su alcance. La idea le hizo estremecerse. Aunque no lo hiciera, querría hacer el amor con ella esa noche, y sabía que no podría soportarlo. No sería capaz de fingir de nuevo, no sería capaz de ocultar lo que pensaba y sentía.
Yendo hacia la puerta, tosió varias veces para ocultar cualquier ruido mientras descorría el cerrojo, y la abrió. Fue hacia la sala y se detuvo en la puerta. Amado y Héctor la miraron.
– Ya me siento un poco mejor -dijo con la voz ronca-. ¿Puedo ir a la biblioteca?
Conocía sus órdenes, pero de todos modos lo planteó como una pregunta. Nunca había dado a los hombres de Rafael ninguna pista, actuando de la manera más sumisa y afable posible, y no quería cambiar su forma de actuar ahora.
– Cogeré el coche -dijo Amado con actitud resignada mientras se ponía en pie. Él y Héctor ya debían de haber estado discutiendo sobre esa posibilidad, y Amado debía de haber sacado el palito más corto. Héctor tendría que quedarse en el ático viendo los deportes, mientras el pobre Amado tendría que encontrar una plaza de aparcamiento cercana, quedarse en el coche y esperar su llamada.
– Me voy a cambiar de ropa y estaré abajo en un momento -prometió Drea. Sabía que no la creían, porque normalmente a ella le llevaba una eternidad arreglarse, pero hoy se arregló con una velocidad y un interés que hasta ahora nunca había mostrado. Se puso unos pantalones de seda color crema con una blusa sin mangas a juego, luego se puso una chaqueta de seda corta de color rosa fucsia. Ahora era tan reconocible y tan identificable que Amado no la reconocería cuando se cambiase de ropa, aunque pasara por delante de sus narices. Estaría buscando la chaqueta rosa y su mata de pelo rizado.
Deslizó las asas del bolso en su hombro, miró por última vez la habitación, diciendo adiós a Drea Rousseau. La representación había cumplido su función, aunque ya era hora.
– Adiós, Héctor -dijo mientras salía de su habitación y se dirigía hacia la puerta-. Nos vemos luego.
Él le dijo adiós con la mano como respuesta, sin dejar de mirar la televisión. Drea salió y se metió en el ascensor. Estaba sola. Cuando pulsó el botón de bajada y éste empezó a moverse, una sensación de ligereza y alivio empezó a invadirla, como si las cadenas estuvieran desapareciendo. Pronto, susurró su subconsciente. Pronto -dentro de sólo unos minutos- sería libre. Volvería a ser ella misma. Unos cuantos minutos más de fingimiento con Amado, y podría cerrar ese episodio de su vida.
Cuando salió al vestíbulo, dedicó su habitual amistosa y vacua sonrisa al portero. Amado se subió al bordillo mientras ella salía a la acera. Pareció sorprenderse ligeramente de verla aparecer tan pronto, pero saltó fuera del coche y abrió la puerta trasera del Lincoln Town Car negro para que ella entrase. Había miles de coches exactamente iguales a ése en Nueva York; todos los servicios de chóferes lo usaban. Rafael los usaba como coches personales porque se mezclaban con los otros, facilitándole despistar a cualquiera que lo siguiese.
Mientras Drea se subía al coche le pareció ver al asesino y el pánico congeló su corazón, su sangre. Tropezó y estuvo a punto de caerse, mientras sus pies se negaban a moverse. Amado la sujetó por el brazo.
– ¿Estás bien?
Miró alrededor buscando lo que la había alarmado, lo que le había hecho pensar en él. Él no estaba allí. No lo había visto. Miles de personas marchaban arriba y abajo por las aceras, pero él no era ninguna de ellas. No veía a nadie con esa ágil forma de moverse, o con esa particular manera de colocar la cabeza. Cerró los ojos, tomando aliento profundamente mientras intentaba calmar las aceleradas palpitaciones de su corazón.
Se apoyó en Amado durante un instante.
– Me he torcido un poco el tobillo -dijo con un tono ligeramente indefenso-. Lo siento.
– ¿Te has hecho un esguince?
– No creo. No parece importante. -Giró su tobillo derecho con cautela-. Estoy bien.
Mientras se subía al coche echó otro rápido vistazo alrededor. Nada. Había muchos hombres con el pelo oscuro, pero ninguno como él. Una breve visión de algo, de alguien, le había hecho acordarse de él, pero eso era todo. Él no estaba allí. Si él estuviera allí, ella se habría dado cuenta.
Drea alejó sus pensamientos del asesino. No podía permitirse distraerse o cometería errores, alguno de los cuales podía ser fatal. Tenía que concentrarse, y tenía que moverse con rapidez.
Cuando Amado subió a la acera delante de la biblioteca, ya se había vuelto a centrar.
– Estaré más o menos una hora, supongo -dijo distraídamente mientras él la ayudaba a bajarse.
– Tómate tu tiempo. Llámame cuando quieras irte.
Intuía por su tono de resignación que esperaba que ella tardara mucho más de una hora. La Drea que él conocía, que todos conocían, no tenía mucho sentido del tiempo y normalmente llegaba tarde. Si pensaba que algo llevaría «sólo unos minutos», siempre le llevaría por lo menos una hora, fuera lo que fuera.
– ¿Me das tu número? -preguntó-. Creo que tengo un bolígrafo…
Dejó que su voz se fuera apagando mientras empezaba a revolver en el bolso.
– Déjame tu teléfono -dijo él mientras un par de conductores furiosos tocaban el claxon.
Ella sacó la BlackBerry de su pequeña funda y se la dio. Él tenía mucha paciencia; ni siquiera suspiró mientras guardaba con rapidez su número en el aparato.
– Sabes cómo usar la lista de contactos, ¿no? -le preguntó, sólo para asegurarse.
– Rafael me enseñó -dijo ella, asintiendo con la cabeza y elevando la mirada hacia el cielo mentalmente.
La cacofonía de las bocinas se estaba haciendo más insistente.
– Tómate tu tiempo -dijo Amado mientras volvía al asiento del conductor.
A pesar de que los conductores estaban cada vez más impacientes, todavía esperó hasta que ella cruzó hacia las escaleras y comenzó a subirlas. Cojeó un poco, sólo lo justo para que él se diese cuenta. Los detalles eran importantes. No sólo buscaría su chaqueta rosa fucsia, sino también aquella delatadora leve cojera.
Una vez dentro, se fue directamente hacia el baño de señoras. Se encerró en una cabina, se cambió rápidamente de ropa y de zapatos y guardó sus cosas en la bolsa para deshacerse de ellas más tarde. Cambió de billetera, sacando el carné de conducir y las monedas de la cartera de Gucci que Rafael le había regalado y metiéndolo en la cartera sin marca que se había comprado en Macy's. Dejó las tarjetas de crédito en la de marca. No sólo porque usar las tarjetas sería un suicidio, sino porque si alguien poco menos que honrado encontraba su cartera y usaba sus tarjetas, enturbiaría su rastro mucho más.
Sin embargo no podía dejarla fuera al aire libre; eso sería demasiado fácil, demasiado obvio. Metió la cartera en la bolsa, tiró de la cisterna como si hubiese utilizado el inodoro y salió de la cabina.
Otras dos mujeres estaban en la hilera de lavabos. Drea se entretuvo lavándose las manos, retocándose los labios y acicalándose en general hasta que se marcharon. Rápidamente, se humedeció las manos y empezó a mojarse el pelo, el agua oscurecía el color y alisaba sus rizos. Cuando su pelo hubo estado lo suficientemente húmedo, se lo peinó hacia atrás, pegándolo a la cabeza, y lo enroscó en un tirante moño que sujetó de cualquier modo con un lápiz. El moño no tenía que durar mucho, sólo lo suficiente.