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Cualquier ladrón estúpido habría cogido el dinero y las tarjetas de crédito y se habría gastado hasta el último céntimo, lo que habría llevado a la poli directamente hasta él. Un ladrón inteligente se habría quedado con el dinero y habría dejado las tarjetas. Su carné de conducir también había desaparecido. La usurpación de identidad era un gran negocio, y un carné de conducir en regla era algo muy valioso. Cuando sumó la desaparición de Drea al hecho de que las tarjetas de crédito estuvieran todavía en la cartera, todas sin excepción, la posibilidad que le pareció más probable no era nada alentadora. Ni siquiera podía albergar la esperanza de que se la hubieran llevado los del FBI -aunque Drea no les hubiera servido para nada, a no ser que quisieran averiguar todo lo que sabía sobre ir de compras- porque ellos no le habrían robado el dinero ni habrían tirado la cartera.

Él tenía enemigos, y muchos. Si alguno de ellos había raptado a Drea, podía darla por muerta. La mantendrían con vida durante un tiempo para presionarlo a él, pero sólo volvería a verla hecha pedazos. En su mundo, la violencia era algo común; lo único valioso era el dinero y la supervivencia. Era un mundo que le hacía prosperar, un negocio en el que él destacaba, pero ahora se estaba poniendo enfermo al pensar en la dulce e ingenua Drea violada y torturada.

Había reunido a todos sus hombres en el ático, el único lugar en el que estaba seguro de que no podían escuchar sus conversaciones. Orlando sabía lo que hacía, así que Rafael había invertido en los sistemas de seguridad más avanzados para evitar que los agentes del FBI pudieran escuchar todo lo que decía.

– Alguien ha tenido que ver algo. Hay cámaras en todas las entradas y salidas, ¿no es así? -Dirigió esta última pregunta a Orlando.

– Podría ser, pero sabe Dios qué tipo de seguridad tienen. ¿Quién va a entrar a robar en una biblioteca? Veré qué puedo averiguar.

Obtener una orden de registro estaba fuera de toda consideración -nadie lo había sugerido siquiera-. ¿Llamar a la poli? Vaya gracia. Los polis lo joderían todo con su parafernalia legal -y eso si es que hacían algo-. Rafael no pensaba malgastar su tiempo en eso; haría las cosas a su manera. Descubriría quién había secuestrado a Drea y, entonces, golpearía a ese hijo de puta con todas sus fuerzas.

– A lo mejor cuando se dio cuenta de que había perdido la cartera, salió a buscarla -dijo Héctor.

– Tú eres gilipollas -respondió Amado con un gruñido avinagrado-. ¿Entonces por qué no contesta cuando la llamamos al móvil?

– Entonces a lo mejor alguien le robó el bolso y ella fue tras él y se perdió.

Héctor estaba intentando agarrarse a un clavo ardiendo, y la tristeza que se reflejaba en sus oscuros ojos revelaba que era consciente de ello. Aun así, continuaba sintiéndose obligado a dar cualquier posible alternativa a lo que todos sabían que probablemente había pasado.

– No pudo haber hecho eso -dijo Amado-. Se torció el tobillo al subir al coche y cojeaba. No habría sido capaz de perseguir a nadie. Además, si alguien le hubiera robado el bolso, ella habría puesto el grito en el cielo y todos los de la biblioteca se habrían enterado.

– Sea quien sea el que la ha secuestrado, sabía lo que hacía -dijo Orlando-. A lo mejor cuando salió la rodeó con un brazo como si fueran amigos y entonces le puso un arma en el costado con la otra mano. Ella se habría ido con él sin decir ni pío.

Si el secuestro había tenido lugar fuera, las cámaras de la biblioteca podían no haber grabado nada, pensó Rafael. Después se dio cuenta de que eso daba igual. Quienquiera que fuese el que había raptado a Drea, querría que él lo supiera porque lo habría hecho con alguna intención. Llevársela y asesinarla sin más no tenía ningún sentido; probablemente, el que lo había hecho se pondría en contacto con él muy pronto para pedirle dinero o tal vez algo más. Se puso a pensar concienzudamente, preguntándose si era posible que el que lo hubiera hecho se hubiera enterado de para qué había contratado los servicios del asesino y entonces se hubiese imaginado qué había detrás de ello. Estaba casi seguro de que eso era imposible. Y aunque alguien lo hubiera hecho y matar a Drea fuera su manera de vengarse, quienquiera que fuese querría igualmente que él se enterara, de lo contrario no tendría sentido.

– No es necesario que comprobemos las grabaciones de las cámaras de seguridad de la biblioteca -dijo enérgicamente-. El que la haya secuestrado, llamará.

De una manera o de otra, estuviera Drea viva o muerta, llamarían. Hasta entonces, lo único que podía hacer era esperar.

Incapaz de permanecer allí durante más tiempo delante de sus hombres, Rafael se dio la vuelta bruscamente y dejó la habitación, bajando por la entrada hacia el dormitorio de ella. Abrió la puerta, entró y de repente se detuvo como si hubiera tropezado con una pared invisible. La presencia de ella era tan fuerte que casi podía tocarla. El aroma de su perfume flotaba en el aire. La televisión estaba encendida, como siempre, las voces del canal de compras eran tan alegres que le hicieron recordar el gorjeo de los pájaros. Su ordenador estaba encendido, ella nunca lo apagaba y, aunque la pantalla estaba en negro, la luz de encendido indicaba que estaba en el modo de hibernación y que podría volver a la vida con sólo tocar una tecla. La puerta del armario estaba entreabierta, la luz de dentro estaba encendida, así que el revoltijo de su ropa era claramente visible. La bisutería estaba esparcida por encima del tocador.

Drea era como una urraca, le encantaba todo lo brillante y colorido. Era desordenada, descuidada y entusiasta como una chiquilla. Se merecía algo mejor que tener una muerte brutal a manos de unos hombres para los que ella no significaba nada.

Se le nubló la vista y, para su sorpresa, se dio cuenta de que se le estaban llenando los ojos de lágrimas. No podía dejar que nadie lo viese en ese estado, así que se obligó a adentrarse en la habitación para mirar dentro del baño, donde el tocador estaba repleto de cosméticos y el aire era incluso más denso con su aroma, una femenina mezcla de gel de baño perfumado, velas, lociones y aerosoles. Drea adoraba -había adorado- todas las florituras intrínsecas al hecho de ser una mujer.

Notaba una gran presión en el pecho y una sensación de vacío interior. Apenas podía respirar por culpa de la presión, e incluso los latidos de su corazón parecían penosos, fuertes y lentos, por causa de su aflicción. Nunca antes había sentido tanto dolor, como si nunca más fuese a librarse de él. Ella se había ido. No era justo; se había dado cuenta de que la amaba sólo para perderla al día siguiente. Estaba resentido con ella por haberse enfadado con él el día anterior, por obligarlo a verla tal y como era, resentido por haberle hecho encontrar su punto débil, resentido porque se había marchado. La maldecía, y se maldecía a sí mismo por haber sido tan estúpido.

Drea se despertó en medio de la noche, jadeando en busca de aire, luchando con la sábana como si fuera una cuerda enroscada a su alrededor. Se irguió al instante, mirando ferozmente la habitación. Entraba la cantidad de luz suficiente por los lados de las cortinas para que la habitación no estuviese completamente a oscuras; de haber sido así, habría sufrido un ataque cardiaco, pero de esta manera simplemente podía ver que allí no había nadie. Gracias a Dios, estaba sola.

Había soñado con el asesino, había soñado que lograba encontrarla en ese motel y que entraba en la habitación y que, esta vez, después de practicar sexo con ella, finalmente iba a matarla. No podía verlo, pero había sentido su presencia entre las sombras, mirándola. Al extraño modo de los sueños, sabía que, mientras estuviera despierta, él no podría hacerle nada, pero a pesar del enorme esfuerzo que hizo para mantener los ojos abiertos se fue adormilando cada vez más hasta que finalmente no pudo aguantar más y se quedó dormida -eso era algo que nunca le había sucedido, soñar sobre intentar mantenerse despierta y en lugar de ello quedarse dormida- hasta que se despertó con él encima de ella, dentro de ella, y sus manos alrededor de su garganta.