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Fue en ese momento cuando se despertó de verdad, luchando contra un fantasma, congelada por culpa del pánico que la inmovilizaba con su abrazo de hielo.

Incluso soñando, incluso sabiendo que él la iba a matar, la sensación de su penetración había sido tan real que había estado a punto de tener un orgasmo. Ahora, completamente despierta, enfadada y humillada aunque nadie supiera lo estúpida que era, Drea se levantó de la cama y fue hacia el lavabo para beber un trago de agua.

Encendió la luz y se quedó mirándose a sí misma bajo el intenso resplandor fluorescente. Estaba desnuda porque no tenía más ropa que la que había llevado puesta. Había lavado la ropa interior a mano y la había colgado en una percha para que se secara.

Normalmente usaba pijamas; ¿sería el hecho de dormir de una forma diferente lo que había provocado la pesadilla? Porque eso era lo que había sido, una pesadilla. Incluso sabiendo que estaba sola, miró detrás de ella en el espejo, como esperando que él apareciese allí.

La distribución de la habitación era la típica de los moteles, con el lavabo y el tocador situados en un espacio abierto al fondo de la habitación, y el inodoro y la bañera/ducha solos en un pequeño cuarto. Se dio cuenta de que no había puerta de atrás; si la pillaban allí no tendría escapatoria. Darse cuenta de ello avivó un intenso deseo de salir corriendo, pero el sentido común se impuso. Allí estaba relativamente a salvo; incluso aunque Rafael hubiera descubierto lo de su cuenta bancaria tan pronto, lo que habría sido una mala suerte increíble, y hubiera conseguido de alguna manera la grabación de la cámara de seguridad de la biblioteca y, por lo tanto, tuviera una descripción reciente de ella, había cambiado de taxi lo suficientemente a menudo y había hecho los suficientes zigzags a pie por el medio de la ciudad para que le llevase bastante tiempo encajar las piezas y seguirle el rastro.

Podía permitirse esperar hasta tener su dinero, hasta cortarse y teñirse el pelo, hasta que tuviera oportunidad de comprarse más ropa y un coche de segunda mano. No se permitiría caer presa del pánico. El sueño la había asustado, eso era todo.

Aun así, aunque había encendido la luz, no fue capaz de volverse a dormir. No quería volver a soñar con él, no lo quería sentir cerca, ni siquiera en su subconsciente. Tendida con los ojos abiertos en la oscuridad, soportó el lento tictac de los minutos pasando, acercando cada vez más la hora del amanecer y su nueva vida. Pensar en el pasado era inútil, en lugar de ello se centró en lo que tenía por delante. Ahora era millonaria; tal vez se comprara una casa, su propia casa. Nunca antes había tenido un hogar propio. Pensándolo bien, no había ningún lugar que considerase su hogar, por lo menos no desde hacía bastante tiempo.

Se hizo de día y Drea se aventuró a salir para conseguir algo para comer. Estaba hambrienta; la noche anterior sólo había cenado unas galletas y unas patatas fritas de la máquina expendedora situada al lado de las escaleras. Encontró una pequeña cafetería que estaba tan llena que tuvo que esperar de pie hasta conseguir un taburete en la barra, en lugar de ocupar una mesa para ella sola. Finalmente se sentó, encajada entre dos fornidos tipos que parecían obreros de la construcción, o tal vez camioneros. Ella no los miró y ellos no dijeron nada, simplemente se dedicaron a vaciar sus platos.

Pidió huevos con salchichas y una tostada, algo que nunca habría pedido estando con Rafael por miedo a engordar unos gramos. Una vez que se hubo metido el primer trozo en la boca, Drea se olvidó de mirar el reloj y se perdió en lo que tal vez fuera la primera comida como Dios manda que había hecho desde… no recordaba desde cuando. Desde antes de haber conocido a Rafael, es decir… años. No había comido como Dios manda desde hacía años.

A la mierda los hombres. Ahora ya no necesitaba a ningún hombre. Era rica, y podía comer lo que le diera la santa gana.

Finalmente, invadida por una sensación de bienestar como consecuencia de la comida, caminó de vuelta al motel. El banco estaba a punto de abrir. Sentada en la vieja y pequeña habitación, esperó hasta las nueve y cuarto. Entonces encendió su BlackBerry, que inmediatamente zumbó como señal de que tenía mensajes nuevos. Ella la ignoró y accedió a su cuenta. Nada. La transferencia todavía no había sido notificada. Las transferencias deberían ser lo primero de lo que tratasen. No tenía sentido que comprobara su cuenta de Kansas porque allí tenían el huso horario de la zona central y todavía faltaba una hora antes de que pudiera esperar de forma realista que hubieran hecho algo.

¿Habría ido algo mal? Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Legalmente, no había manera de que Rafael hubiese impedido la transferencia, pero ilegalmente… Sí, ponerle una pistola en la cabeza al director del banco. Y quizá Rafael habría sido capaz de hacerlo si hubiera descubierto al momento lo que ella había hecho.

Normalmente, él no extendía cheques para pagar sus compras; usaba la tarjeta de crédito. De hecho, normalmente no extendía ningún cheque, ni siquiera para pagar facturas. Orlando le había recomendado que no tuviera tarjeta de débito, ya que alguien podía conseguir la clave y desplumarlo, así que Rafael pagaba las facturas a la antigua usanza, aunque en realidad no lo hacía él mismo. Su contable, el legal, lo hacía por él.

No, estaba casi segura de que Rafael no podía haberse enterado de nada.

Diez minutos después, lo intentó de nuevo. Esta vez, su cuenta reflejaba la transferencia de cien mil dólares.

Sin fuerzas por el alivio que sintió, Drea se volvió a tirar sobre la cama, apretando la BlackBerry contra su pecho. Miró de nuevo la cantidad, y empezó a reírse. Allí estaba, y era todo suyo, hasta el último penique.

E iba a llegar tarde a su cita en la peluquería si no se daba prisa. Saltó de la cama, llamó un taxi y dejó la llave de la habitación junto con un par de dólares en la mesilla de noche antes de salir a esperar al taxi.

Las cosas iban rodadas hasta que llegó al banco y se dispuso a cancelar su cuenta. Después de facilitarles su identificación y la información necesaria para el papeleo, pidió que le dieran los cien mil dólares en metálico. La gerente de cuentas, una mujer de mediana edad con el pelo color vino, dejó de hacer lo que estaba haciendo y se quedó mirando a Drea por encima del mostrador.

– No sé si será posible, al menos no la cantidad total -dijo disculpándose-. Normalmente, damos a los clientes un cheque de caja cuando cancelan sus cuentas. Obviamente, no tenemos disponible una gran reserva de dinero en efectivo. Si nos hubiera avisado podríamos haber tenido esos fondos adicionales a mano, pero… déjeme hablar con el director del banco. Veré lo que puedo hacer.

Drea se calló la punzante observación que había estado a punto de hacer. ¿Un banco que no tenía mucho dinero a mano? ¿Qué mierda de banco no tenía efectivo? Contrariar a la mujer no ayudaría, sin embargo, a evitar que se fuera sin ningún dinero en efectivo, así que en lugar de ello dijo:

– Lo siento. Todo ha sido tan rápido… no me había parado a pensar en eso.

No especificó qué era lo que había pasado tan rápidamente, pero su disculpa pareció funcionar porque la mujer dijo:

– Tal vez podamos hacer algo. Ahora mismo vuelvo.

Mientras la mujer desaparecía en otra oficina, Drea se puso a pensar concienzudamente. ¿Qué demonios iba a hacer ella con un cheque de caja de cien mil dólares? Todo lo que podía hacer con él era abrir otra cuenta. Necesitaba dinero en efectivo, dinero en efectivo no rastreable.

Echó un vistazo a su reloj, se le estaba haciendo tarde si quería acudir a la cita de la peluquería. Podía saltarse la cita, cortarse el pelo más tarde por el camino, pero quería cambiar de aspecto antes de comprar un coche. Tal vez si le daba un poco de tiempo al banco y volvía después de la cita en la peluquería podrían conseguir más efectivo, pero eso implicaría que la gerente de cuentas se diera cuenta de que había cambiado de corte de pelo, lo que facilitaría a Rafael la tarea de localizarla.