No estaba funcionando. Tenía que rehacer su plan. Está bien, le daría al banco más tiempo para reunir el dinero en efectivo, quizá hasta un día más… Dios, ¿a qué se arriesgaría si se quedaba en Elizabeth un día más?
Decidió que era un riesgo inaceptable. Necesitaba marcharse ese mismo día. Aunque no le quedaba mucho dinero en efectivo, así que tendría que conseguir algo de dinero inmediatamente. No necesitaba que le dieran los cien mil en efectivo; con veinte mil bastaría, y que le dieran el resto en un cheque de caja. Por diez mil podría comprarse un coche lo suficientemente en buen estado como para llegar a Kansas, los otros diez mil serían más que suficientes para pagar el alojamiento y la comida. ¿Cuánto tiempo le llevaría llegar a Kansas? ¿Dos días? ¿Tres? Tendría dinero más que suficiente para gastar.
La gerente de cuentas salió de la oficina con las cejas fruncidas, en un gesto que indicaba a Drea que no había ninguna posibilidad de que le diesen todo el dinero en efectivo.
– Lo siento -empezó, pero Drea sacudió la cabeza.
– No pasa nada. ¿Qué tal si me dan veinte mil en efectivo, o incluso cincuenta mil y el resto en un cheque de caja? Eso sería más que suficiente. No sé en qué estaba pensando; la verdad es que no quiero viajar con tanto dinero en efectivo.
La expresión de la mujer se suavizó.
– Me consta que podemos darle quince mil en efectivo, pero déjeme comprobar lo de los veinte…
Se le estaba haciendo demasiado tarde.
– Ya le he robado demasiado tiempo -dijo Drea-. Quince sería perfecto.
– ¿Está segura? No me llevaría ni un minuto comprobarlo…
– Gracias, pero no es necesario que se moleste.
Finalmente, tenía sus quince mil en efectivo, ciento cincuenta billetes de cien dólares, y un cheque de caja por valor de la cantidad restante. El dinero en efectivo abultaba muchísimo, lo que la hizo alegrarse de no haber podido obtener la cantidad total. Tendría que haber comprado una pequeña maleta sólo para guardar el dinero, y eso habría llamado demasiado la atención. Por lo menos los quince mil dólares le cabían en el bolso.
Firmó un par de recibos y finalmente terminaron las transacciones. «Muchas gracias», dijo, después miró su reloj y salió apresuradamente del banco.
Llegó casi veinte minutos tarde a la peluquería. El estilista estaba de un humor pésimo por el retraso, pero se animó cuando ella señaló su masa de largos tirabuzones y dijo:
– Córtemelo. Y quiero que quede más liso y oscuro.
Como a la mayoría de los estilistas, le encantaba cortar melenas y hacer cambios radicales.
Una hora y media más tarde, salió de la peluquería morena y con un corte de pelo enmarañado que quedaba un poco de punta en la parte de arriba. Parecía lista como el demonio, y le encantaba. Su rostro parecía diferente, más fuerte, la estructura ósea más evidente, una mujer que no estaría dispuesta a aguantar las gilipolleces de nadie.
Tendría que pensar en un nuevo nombre, un nombre que encajara con su nuevo yo. En algún lugar, durante el camino, tendría que conseguir un nuevo carné de conducir, pero ya se preocuparía de ello más tarde. Ahora, necesitaba ruedas.
Un poco más de cinco horas después, estaba entrando en Pensilvania de camino hacia el oeste. Su coche era un Camry granate, no tenía muy buena pinta porque los cromados estaban un poco oxidados y tenía una serie de abolladuras y golpes en los parachoques, pero los neumáticos eran buenos y el motor iba bien.
Pronto, pensó, estaría conduciendo un Cadillac. O tal vez un Mercedes. Al cabo de un par de días estaría en Kansas y, desde allí, nadie podía saberlo. Podría elegir el lugar que quisiera, y Rafael Salinas podría irse a la mierda.
Capítulo 9
Rafael estuvo a punto de no coger el teléfono cuando vio que la llamada era de su banco. Había permanecido despierto toda la noche estimulado por el café y la ansiedad, pero las horas pasaban una detrás de otra sin noticias de los secuestradores de Drea. Había perdido la pequeña esperanza que albergaba, que nunca había sido mucha, de poder rescatarla o intercambiarla de alguna manera.
– Salinas -dijo secamente-. ¿Qué quiere?
– Sr. Salinas, soy Manuel Flores, de…
– Sí, ya sé quién es, he visto la llamada entrante.
Sólo quería que el tipo fuera directo al grano y que colgara de una vez. Ese día no estaba de humor para tratar con peseteros, no cuando sabía que Drea probablemente estaba muerta en algún lugar y ni siquiera podía expresar su tristeza delante de sus hombres sin parecer un blando.
– Ehh… sí, vale. El banco le envió ayer un correo electrónico para certificar la transferencia que realizó, pero yo quería saber si…
– ¿Transferencia?
Rafael estaba agotado, pero no tan agotado como para que eso no le llamara la atención. Se irguió y chasqueó los dedos hacia Orlando, señalando el teléfono y luego su habitación.
– ¿Qué transferencia?
Orlando entró a grandes zancadas en la habitación y un segundo después se oyó un clic mientras cogía el teléfono.
– Ehh… la transferencia de su cuenta a la cuenta de la Srta. Butts. La… La cuenta que fue abierta a nombre de Drea Rousseau.
– Sí, sí.
Como si él no supiera el verdadero apellido de Drea. A él no le importaba que ella usara Rousseau como apellido en lugar de Butts. ¿Demonios, cómo iba a importarle? Jamás habría querido presentarla como Drea Butts.
– Yo no hice ninguna transferencia ayer.
La voz de Flores adquirió un tono de clara preocupación.
– Ayer por la tarde se efectuó la transferencia de una considerable suma de dinero, y aunque en el momento de la verificación certificamos que procedía de su dirección IP, con su contraseña, al tratarse de una cantidad fuera de lo normal se le envió una notificación por correo electrónico para informarle de dicha transacción. Por eso esta mañana, cuando observé que todos los fondos habían sido transferidos a la cuenta de la Srta. Butts ayer a última hora de la tarde, me pareció oportuno llamarlo por teléfono…
– ¡Ayer yo no transferí nada a su cuenta! -gritó Rafael poniéndose en pie y dirigiéndose hacia su habitación, donde Orlando ya estaba sentado delante del ordenador portátil de Rafael, comprobando su cuenta de correo electrónico. Con todo lo sucedido ayer, Rafael no se había preocupado por mierdas como ésa.
Orlando comprobó rápidamente todos los mensajes, a continuación levantó la vista hacia Rafael y negó con la cabeza.
– Aquí no hay ningún mensaje del banco -dijo.
– No tengo ningún correo electrónico -dijo bruscamente Rafael-. Si lo tuviese les habría llamado, porque ayer yo no hice ninguna transferencia. ¿De cuánto estamos hablando?
– Ehh… de dos millones cien mil dólares.
Rafael tuvo la sensación de que la cabeza le iba a explotar.
– ¿Qué?
¿Qué demonios estaba pasando? ¿Habrían obligado los secuestradores a Drea a darles el dinero a través de su cuenta? Pero ¿quién diablos lo había transferido primero de su cuenta a la de ella? Drea no sabía su contraseña, y él no la había escrito en ningún sitio donde ella la pudiera haber visto, y aun así ella no se habría dado cuenta de que se trataba de algo más que de su número de teléfono, de todos modos.
– Ehh…
– Como vuelva a decir «ehh» una vez más, me meto por el teléfono y le rajo ese maldito cuello -dijo Rafael atropelladamente-. Yo no hice ninguna transferencia ayer y tengo la maldita certeza de que no transferí ningún millón de dólares y no tengo ningún maldito correo electrónico. ¡Así que devuelvan el dinero a mi cuenta!