Había una pequeña cafetería y un restaurante de comida rápida atendida por adolescentes aburridos. Para ir de compras estaban la tienda de herramientas, la tienda de alimentación, la tienda de productos agrícolas y una tienda de todo a cien. Para una oferta más amplia, los ciudadanos iban en coche a un pueblo vecino situado a treinta kilómetros que tenía un Wal-Mart. ¡Vaya!
Recordaba la época en la que ir a un Wal-Mart era un gran acontecimiento para ella, porque allí era donde se compraba la mayoría de su ropa. Si se las arreglaba para reunir el dinero suficiente para comprarse algo en Sears, estaba tan orgullosa como si lo hubiera comprado en el Saks de la Quinta Avenida.
Y aquí estaba de nuevo, vestida con ropa de Wal-Mart. La diferencia era que tenía dos millones de pavos en el banco, y que sabía que pronto podría ponerse lo que quisiera. Pero mientras tanto, volver a vivir en el quinto infierno la estaba volviendo loca. Tal vez no hubiera hecho muchas cosas cuando vivía en Nueva York, pero por lo menos podía haberlas hecho.
Los nervios la estaban consumiendo; se sentía como si la espera le estuviera arrancando la piel a tiras. Después de haber pasado una noche en Grissom, se fue del motel y condujo casi cincuenta kilómetros hasta el pueblo que alardeaba de tener un pequeño centro comercial, pero se lo pensó mejor y siguió hasta el siguiente pueblo. Estar más lejos de Grissom haría mucho más difícil que alguien diera con ella.
Al día siguiente, se fue de ese motel y condujo un poco más.
Hizo lo mismo durante las siguientes tres noches. Vivir de una maleta barata, sin tener que preocuparse de deshacerla porque sólo pasaba una noche en cada lugar, la molestaba sobremanera. Cada una de las decisiones que había tomado desde el día en que había dejado su hogar, si se podía llamar así, habían sido tomadas con el objetivo de tener dinero, seguridad, y un hogar. Ahora tenía dinero, aunque todavía no lo había conseguido. ¿Un hogar? Tenía miedo de estar en un sitio el tiempo suficiente como para deshacer su maleta. Había tenido algún sitio para quedarse pero no era suyo, un lugar que le perteneciera y donde pudiera bajar la guardia. Tal vez «hogar» y «seguridad» significaran en realidad lo mismo… En cualquier caso, sabía que todavía no lo había encontrado.
Estaba conteniendo la respiración, esperando para empezar a vivir.
El miércoles se encontró conduciendo en un vasto círculo, vagando alrededor de Grissom, como si estuviera rodeando un desagüe. No había nada que ver excepto kilómetros y kilómetros de tierra plana, verde por los cereales del verano, y la gran cuenca del cielo sobre su cabeza. Había poco tráfico porque la I-70 era una larga carretera en dirección al norte y, aquí abajo, en la región agrícola, los únicos que conducían eran los lugareños, y no había muchos.
Tal vez fueran los largos días de soledad o la carretera, generalmente vacía, lo que hacía que no se sintiera en grave peligro si se ponía a divagar, pero el hecho de no tener nada en que ocupar su tiempo libre excepto en sus pensamientos había empezado a hacerla sentirse… insegura. Esa era la única manera de explicarlo. Cometería un error en algún lugar, de alguna manera.
Recorrió mentalmente todos los pasos que había dado y los analizó uno por uno. Intentó pensar en qué podría haber hecho de manera diferente y en otra alternativa que no fuera la de transferir todo el dinero al banco de Elizabeth ateniéndose al riesgo que implicaba pasar tanto tiempo en la zona, pero se quedó en blanco. Por otra parte, ¿se estaba arriesgando más por quedarse en la zona de Grissom durante tanto tiempo?
¿Se estaba confiando demasiado al suponer que Rafael no recurriría a la policía? No lo creía. Rafael querría encargarse de ella a su manera, a su manera de siempre, lo que descartaba a la poli. Otra cosa que había dado por hecho era que Rafael, que había vivido toda su vida en Los Ángeles y Nueva York, no tendría ni idea de cómo seguirle la pista por la zona centro de Estados Unidos. Este era su territorio, no el de él. Pero ¿y si estaba equivocada?
¿Y si le encargaba el trabajo a alguien?
Sintió un escalofrío. Eso era lo que había pasado por alto. Rafael no intentaría darle caza él mismo, no enviaría a sus hombres a otra cosa que no fuera golpear los arbustos de hormigón de Nueva York. Le había robado dos millones de dólares, había destrozado su ego, y le había dado con su recién descubierto «amor» en las narices. Para él, las últimas dos razones serían incluso más importantes que la primera. Para reparar tamaña ofensa, contrataría al mejor.
Y el mejor era… él.
Su corazón empezó a latir aceleradamente y su respiración se volvió demasiado rápida. Bruscamente, se hizo a un lado de la carretera y se aferró al volante intentando luchar contra el ataque de pánico. No podía dejarse llevar por el pánico, no se pedía permitir perder el tiempo. Tenía que pensar.
A ver. El banco no le daría a nadie ningún tipo de información sobre su cuenta sin una orden de busca y captura, algo que obviamente Rafael no podría conseguir. Pero… ¿y un pirata informático? El asesino se ganaba la vida persiguiendo a gente y era realmente bueno en su trabajo, o de otra manera no cobraría lo que cobraba. Se ganaba el dinero a base de resultados. Por lo tanto, la consiguiente conclusión era que se le debía dar realmente bien acceder a sitios informáticos supuestamente seguros, o que conocía a alguien que lo hacía.
Drea respiró profundamente y retuvo el aire durante unos segundos. Era algo que hacía a menudo para hacer que su corazón latiera más lentamente. Reflexiona, reflexiona.
Para entrar ilegalmente en el sistema de un banco, primero tendría que saber de qué banco se trataba aunque, mierda, tendría el punto de partida porque sabría cuál era el banco de Rafael. O podía haber entrado en el sistema de Hacienda, ya que cada vez que se hacía una transacción de más de diez mil dólares se enviaba una notificación a la Agencia Tributaria y, según había leído, la Agencia Tributaria no tenía el mejor sistema informático del mundo. Asimismo, el banco de Rafael era uno de esos bancos nacionales con miles y miles de millones en activos, así que, consecuentemente, el banco tendría un sistema de seguridad infalible en su red de ordenadores.
Mientras ella había estado perdiendo el tiempo vagando en coche, mirando los campos y el cielo y no mucho más, él podía haber rastreado las transferencias bancarias y podría estar esperándola en Grissom.
Lo mejor que podía hacer era olvidarse de los dos millones, al menos por ahora, y ponerse a salvo. Todavía tenía el cheque de caja por valor de ochenta y cinco mil dólares del banco de Elizabeth, así que no estaba precisamente en la ruina.
Aunque ella sabía que, en cuanto lo depositara en algún lugar, se generaría otra de esas malditas notificaciones de transacción que lo guiarían directamente al banco donde había hecho el ingreso.
Tenía que haber un periodo de demora, sin embargo, aunque fuera pequeño, entre el banco y la Agencia Tributaria. Jugaba con la ventaja del cheque de caja que le abonarían al momento. Necesitaba ir a una ciudad grande, usar el cheque de caja para abrir una cuenta en un banco nacional grande, hacerles saber con antelación que iba a ingresar dos millones de dólares y hacer las gestiones necesarias para obtener al menos parte del dinero en efectivo.
De repente se le ocurrió cómo hacerlo. Podía abrir diferentes cuentas con el dinero en metálico, en diferentes pueblos cercanos unos de otros, siempre inferiores a diez mil dólares para que el banco no tuviera que enviar esas malditas notificaciones. Después, en una actividad frenética, podría ir retirando pequeñas cantidades del banco de Grissom e ingresarlas en todos esos bancos recorriéndolos a continuación uno por uno cerrando las cuentas y obteniendo el dinero en efectivo. Pasaría desapercibida. Hacerse con los dos millones le llevaría más tiempo -mucho más- pero, a menos que él pudiera introducirse ilegalmente en el sistema informático del banco, estaría fuera de peligro.