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Pero no se sentía como si esto no fuera nada del otro mundo. Se sentía… Dios, no sabía qué sentía. Pánico, tal vez. O dolor, aunque la razón por la cual estaba sintiendo eso se le escapaba.

Se abrió paso entre la maleza, perdió el equilibrio y recorrió los últimos seis metros arrastrándose sobre su trasero. El coche estaba a su derecha, medio escondido entre las ramas rotas de los árboles y arbustos, un montón de metal enmarañado del cual todavía salía polvo. Los cristales rotos de los faros delanteros y traseros estaban por todas partes, fragmentos rojos, blancos y ámbar, brillando bajo el sol. Una rueda se había salido completamente, el neumático había reventado por la fuerza del impacto. Otros trozos de metal retorcido y cortado estaban por aquí y por allá.

Llegó primero a la parte trasera del coche. Podía ver la parte superior de su cabeza, justo sobre el reposacabezas; ella todavía estaba en su asiento. La puerta del conductor se había separado por completo y podía ver su brazo izquierdo colgando mustio, con la sangre goteando lentamente de las yemas de sus dedos.

– Drea -dijo con más suavidad.

No hubo respuesta. Se abrió camino entre la maleza y los restos del accidente hasta que llegó a su lado, entonces se quedó helado unos instantes.

Dios. Un pino joven se había metido por el parabrisas -o mejor dicho, por donde solía estar el parabrisas- y se le había clavado en el pecho. Estaba sentada erguida sólo porque estaba clavada al asiento, que ya estaba empapado de negro por su sangre. Extendió la mano, después la dejó caer. No podía hacer nada.

Una brisa agitó los árboles a su alrededor, y unos pájaros entonaron sus cánticos vespertinos. El calor del sol poniente le abrasaba la espalda y los hombros y bañaba todo con una clara y dorada luz. Los detalles eran nítidos, pero extrañamente distantes. El tiempo pasaba alrededor de ellos, pero él se sentía como si estuviera encerrado en una burbuja donde todo permanecía inmóvil. Tenía que asegurarse por sí mismo. Introdujo la mitad de su cuerpo en el coche, intentando sentir el pulso de su cuello.

De la extraña manera en que las cosas suceden, su bello rostro sólo tenía unos pequeños cortes. Sus puros ojos azules estaban abiertos, su cabeza girada hacia él como si lo estuviese mirando.

Su pecho se elevó en una lenta y leve respiración y, con una sacudida que lo recorrió hasta los pies, se dio cuenta de que ella lo estaba mirando. Se estaba yendo, y rápidamente, pero por ahora lo veía, lo reconocía.

– Dios, cariño -susurró recordando bruscamente su sabor, lo suaves y sedosos que eran sus pechos, el dulce aroma de mujer bajo el caro perfume que ella usaba. Recordó cómo se había sentido ella en sus brazos, lo sedienta de afecto que estaba, el tenso y resbaladizo calor de su cuerpo cuando se deslizaba dentro de ella, y la mirada perdida en esos ojos azules cuando la dejó. Recordó que su risa era tan musical como las campanas y el hecho de darse cuenta de que nunca la volvería a oír fue como un puñetazo en el pecho que lo dejó sin aliento.

No creía que lo oyera. Su expresión era tan tranquila y serena como si ya se hubiera ido, su cara, blanca porcelana. Su mirada todavía permaneció clavada en su rostro y lentamente su expresión cambió como si se suavizara y se llenara de asombro. Sus labios se movieron, formaron una sola palabra… y luego se fue. Los ojos azules se quedaron fijos, empezaron a apagarse. Automáticamente, su cuerpo tomó otra vez aliento, todavía luchando por una vida que ya se había ido, entonces eso también se detuvo.

La brisa coqueteó con un mechón de su cabello, acercándolo a su pálida mejilla. Dulcemente, Simon estiró un dedo y tocó el mechón, ahora oscuro y lacio, pero tan sedoso como lo había sido cuando era rubio y rizado. Se lo echó hacia atrás, sujetándoselo tras la oreja, entonces acarició su mejilla. Había cosas que necesitaba hacer, pero por ahora no podía hacer nada excepto quedarse justo donde estaba, mirándola y acariciándola, sintiéndose como si la tierra cediese bajo sus pies. La miró, esperando, con la esperanza de otra respiración, pero ella se había ido y él lo sabía. No había nada.

Respiró varias veces profunda e irregularmente, luego se obligó a sí mismo a salir del coche. El sentimentalismo no tenía cabida en su vida; no podía permitirse que nada ni nadie le preocupara, que atravesara su coraza emocional y mental.

Ágilmente, hizo lo que debía. Miró alrededor hasta que encontró su bolso, tirado a unos cuantos metros de allí. Rápidamente sacó su teléfono móvil y su carné de conducir de su cartera, y se los metió en el bolsillo. Ella no tenía ninguna tarjeta de crédito ni ninguna otra identificación, así que metió de nuevo su cartera en el bolso y lo puso en el salpicadero delantero. Su ordenador fue más fácil de encontrar porque estaba en el asiento trasero, aunque llegar hasta él fue bastante más difícil. Finalmente, logró llegar hasta él y sacarlo de allí.

Una cosa más: la factura de la compra del coche. Se abrió camino alrededor hasta el otro lado del coche y utilizó su navaja para hacer palanca y abrir la guantera rota. Extrajo la factura de compra, se detuvo un momento para pensar si había algo más que pudiera revelar su identidad. No, lo tenía todo.

Lo último que hizo fue usar su teléfono móvil para hacerle una fotografía. Era macabro, pero necesario.

Llevándose el ordenador portátil, volvió a subir a la carretera. No habían pasado más de cinco minutos desde el accidente, como mucho. No había pasado ningún otro vehículo, pero ésta no era exactamente una autovía interestatal. Abrió la puerta de la furgoneta, todavía en marcha, puso el ordenador portátil sobre el asiento del copiloto y sacó el teléfono móvil de Drea de su bolsillo para comprobar si había cobertura. Había, pero no demasiada; tal vez podría hacerse entender. Marcó el 911 y cuando la operadora respondió dijo:

– Quiero informar de un accidente de coche con una víctima mortal en la autovía…

Les dio la información pertinente y, cuando la operadora empezó a hacerle preguntas, cerró el teléfono y cortó la llamada.

Esperaría hasta que oyera las sirenas. Se quedaría vigilando su cuerpo, protegiéndola y haciéndole compañía hasta que supiera que alguien venía para encargarse de ella.

De pie con una bota sobre el estribo lateral y un brazo sobre el techo de la furgoneta, vio ponerse el sol tras las lejanas montañas, vio el crepúsculo color púrpura comenzar su rápida progresión. Finalmente, un débil lamento llegó hasta él, transportado por el claro y seco aire, y a varios kilómetros pudo ver el parpadeo de las luces rojas.

Se metió en la furgoneta y permaneció un momento sentado, con los brazos cruzados sobre el volante, recordando la manera en que ella lo había mirado y la forma en que su expresión se había suavizado, entonces había pronunciado una palabra: «Ángel…».

Y se murió.

Maldijo y golpeó una vez el volante con el puño. A continuación, puso en marcha la furgoneta y se fue.

Capítulo 14

No sentía dolor. Drea pensó que probablemente debería estar sintiendo dolor, pero no era así. Eso estaba bien, porque ella no era una fan del dolor.

Todo parecía distante e irreal. Sabía que debería estar intentando levantarse, que había una razón urgente por la que debería correr, aunque no le apetecía moverse. Moverse no parecía ser una opción, de todos modos. Tal vez al cabo de un rato se levantaría.

No, no, no podía mentirse a sí misma, ni siquiera ahora. Especialmente ahora. Se estaba muriendo. Lo sabía, y no le importaba. Si hubiera tenido alguna opción, sí, lo habría seguido intentando, pero la opción había desaparecido y dejarla ir era casi un alivio. Podía sentir cómo se moría, sentía cada respiración más y más lenta. Los latidos de su corazón; ¿su corazón todavía latía? No lo sentía. Tal vez se hubiese parado. Eso tampoco le importaba porque sólo había continuado latiendo mecánicamente desde que su bebé se había muerto; se habría cansado de fingir.