– Ella me quería -dijo Alban todavía sonriendo con esa sonrisa perfecta y radiante-, podía sentirlo y veis lo puro que era. Cuando la estaba abandonando y volviendo a casa, ella intentó salvarme ofreciendo su vida a cambio.
– Esa mierda nunca funciona -dijo el empresario de pompas fúnebres con el cansado y ligeramente cínico pero compasivo tono de alguien que había visto la misma escena del corazón roto muchas veces, siempre con el mismo resultado.
– ¡Gregory! -dijo la mujer en un tono entre divertido y de reproche, y le explicó a Drea-: Esta vez él no lleva aquí mucho tiempo, así que…
– Todavía recuerda muchas cosas -acabó Drea por ella. No podía evitar sonreír, porque Alban estaba sonriendo y cogiéndola de la mano, y no importaba lo que sucediera ahora que todo estaba bien.
– Ella lo decía en serio -dijo Alban, y ella repitió la acción de hacía un momento, acercando su mano a sus labios y besando ligeramente sus dedos-. Ella misma sólo era una niña, sólo tenía quince años, pero me quería lo suficiente para sacrificarse por mí. Por eso la traje aquí, porque aunque ha habido mucha oscuridad en su vida, también ha habido amor del más puro, y eso merece una segunda oportunidad. Yo soy testigo.
– Yo digo que sí -dijo una mujer rubia, alta y esbelta-. Había amor, todavía lo lleva. Yo soy testigo.
– Y yo -dijo un hombre. Sus capas decían que se había endurecido mucho, que su anterior cuerpo había sufrido una dolorosa deformidad que lo había confinado a una silla de ruedas durante casi toda su vida, pero ahí estaba, alto, fuerte y claro-. Yo soy testigo.
De las once personas que la rodeaban, tres de ellas pensaban que no tenía sentido darle una segunda oportunidad, pero incluso esas tres carecían de cualquier sentimiento de malicia. Ella no se lo reprochó, porque allí no había cabida para el resentimiento aunque obviamente sí había cabida para el desacuerdo.
La mujer permaneció allí de pie durante un momento con la cabeza ligeramente elevada hacia el cielo, los ojos entrecerrados como si estuviera escuchando alguna canción que sólo ella fuera capaz de oír. Entonces sonrió y se volvió hacia Drea.
– Tu amor de madre, el más puro de todos los amores, te ha salvado -dijo. Tocó la mano de Drea, la mano que todavía estaba agarrada a la de Alban-. Te has ganado una segunda oportunidad -dijo-. Ahora, vuelve y no la desaproveches.
El médico estaba guardando las cosas en su bolsa porque no había nada que pudiera hacer, no había nada que pudiera haber hecho incluso aunque hubiera estado allí en el momento del accidente. Las luces azules, rojas y amarillas parpadeaban arriba en la autovía, y habían puesto las cegadoramente brillantes luces de emergencia para iluminar el coche. La gente hablaba, las radios chisporroteaban y el ruido sordo del motor de la grúa de rescate aportaba un grave ruido de fondo a todos los otros sonidos. Aun así oyó algo extraño, algo que le hizo detenerse y elevar la cabeza, escuchando.
– ¿Qué? -preguntó su compañero, mientras se detenía también y miraba alrededor.
– Creo que he oído algo.
– ¿Cómo qué?
– No lo sé. Como… algo así como esto -imitó el sonido, inspirando de manera brusca y superficial por la boca.
– ¿Con todo este ruido, has oído algo así?
– Sí. Espera, ahí está otra vez. ¿No lo has oído?
– No, nada de nada.
Frustrado, el médico miró a su alrededor. Él sabía que había oído algo, dos veces, pero no sabía qué. Venía de su izquierda, de la dirección del coche siniestrado. Tal vez una rama había acabado de romperse por culpa de la presión, o algo así.
Habían cubierto el cuerpo de la mujer con una manta, poniéndosela por encima lo mejor que pudieron, teniendo en cuenta que estaba clavada al asiento con una jodida rama a través del pecho. Dios, era horrible. Trató de que no le afectara, pero sabía que era algo que nunca olvidaría. No quería ver de nuevo el penoso panorama pero, demonios, escuchó por tercera vez ese sonido y estaba seguro de que venía de esa dirección.
Se quedó de pie, acercándose más a los restos, esforzándose por escuchar. Sí, ahí estaba. Lo oyó, y vio moverse la manta, como si hubieran agarrado ligeramente el tejido y luego lo hubieran soltado.
Se quedó helado, tan sorprendido que literalmente no fue capaz de moverse durante unos largos, muy largos, segundos.
– ¡Mierda! -dijo de repente, cuando fue capaz de moverse de nuevo, cuando pudo articular palabra, y separó la manta de su cara.
– ¿Qué? -preguntó de nuevo su compañero, dando un brinco alarmado.
Era imposible. Era absolutamente imposible. Aun así, presionó con los dedos el lateral de su cuello, buscando su pulso. Y ahí estaba, aunque habría apostado la cabeza a que hacía unos minutos no lo tenía, ahora podía sentir el latido de la vida bajo sus dedos, débil y acelerado, pero presente.
– ¡Está viva! -gritó-. ¡Dios mío! ¡Traed una sierra! ¡Tenemos una superviviente!
Capítulo 18
Perdía y recuperaba el conocimiento. Prefería perderlo porque así no era consciente del dolor. El dolor era una zorra. Era la mayor zorra con la que jamás se había encontrado y la mayor parte del tiempo le superaba. A veces, cuando la medicación dejaba de hacerle efecto lo suficiente como para permitirle pensar pero para mantener el dolor a raya, o cuando la medicación se adueñaba de ella provocándole exactamente el mismo efecto, era cuando se daba cuenta de que ése era el precio que tenía que pagar por una segunda oportunidad. No había una curación mágica, no había un viaje fácil para volver a la tierra de los vivos. Tenía que sonreír y aguantar, aunque no había sonrisa y sí mucho que aguantar.
Todas las decisiones que había tomado en la vida, cada uno de los pasos que había dado, la habían llevado directamente a esa carretera desierta y al accidente. Ése era el punto en el que había salido y el punto al que la habían devuelto. No había ni desvíos ni atajos que la llevasen de la muerte a una curación total.
Con una claridad que ni siquiera las medicinas podían empañar, recordaba cada instante de lo que había ocurrido después de morir. Sin embargo, el momento actual era más confuso. A veces oía hablar a las enfermeras cuando estaban en su cubículo de la UCI; las palabras entraban y salían de su mente y a veces tenían sentido, pero otras veces no. Cuando entendía las palabras sentía un distante asombro: ¿un árbol clavado en su pecho? Era ridículo. Pero ¿no había visto algo así al mirar hacia abajo? Sus recuerdos de antes o durante ese momento estaban borrosos. Aunque el hecho de que la hubiese atravesado un árbol explicaría cómo se sentía físicamente, y por qué el dolor que sentía en el pecho se extendía a cada célula de su cuerpo. No tenía noción del tiempo, de qué día era, ni de nada más allá de la cama en la que estaba y de la incesante batalla que estaba librando con la Gran Zorra del Dolor.
Las enfermeras también le hablaban y le explicaban una y otra vez lo que le había ocurrido, lo que estaban haciendo y por qué lo estaban haciendo. No le importaba, siempre y cuando le suministrasen los calmantes que mantuviesen a raya a la Gran Zorra. Por supuesto, llegó un momento -demasiado pronto, a su entender- en que el cirujano ordenó que le redujesen los calmantes. Él no era el que sentía aquel dolor con el esternón partido a la mitad, así que, ¿por qué iba a importarle? Él era el que blandía la sierra y el escalpelo, no el blanco de aquello. Sólo tenía una ligera idea de cuál de sus visitantes era el cirujano, pero cuando se le empezó a aclarar la mente memorizó unas cuantas cosillas que quería decirle. De acuerdo, había tenido que cortarle el esternón por la mitad, pero, ¿hacer lo mismo con la medicación? Cabrón.
Si se suponía que todo lo que había visto y experimentado tenía que volverla dulce e indulgente, ahora que tenía una segunda oportunidad, no lo había conseguido. No se sentía ni dulce ni indulgente. Se sentía como alguien a quien le habían abierto el esternón por la mitad, le habían arrancado el corazón y lo habían utilizado como un balón de fútbol.