Выбрать главу

Mientras iba saliendo poco a poco de la niebla provocada por la medicación, durante un momento no pudo pensar en otra cosa que no fuese la Gran Zorra y en cómo superar la siguiente hora porque, sin el poder de los calmantes, ella y la Zorra eran compañeras inseparables. Para entonces las enfermeras la levantaban de la cama un par de veces al día y la sentaban en una silla para que pudiera incorporarse. Ya, como si la cama del hospital no pudiese levantarse hasta dejarla sentada para no tener que contener los gritos de dolor cada vez que la movían. Lo único que tenían que hacer era pulsar un botón y la cabecera de la cama se levantaría y, ¡hola!, ella podía quedarse allí tumbada y simplemente dejarse llevar como si estuviese surcando una ola.

Pero no, tenía que levantarse. Tenía que caminar, si a lo que hacía se le podía llamar andar. Ella lo llamaba caminar encorvada por el dolor arrastrando los pies, acción que conseguía llevar a cabo deslizando los pies en lugar de levantarlos mientras se peleaba con los tubos, las vías, las agujas y los drenajes que tenía por todo el cuerpo. Al mismo tiempo intentaba que no se le viese el trasero, porque la única ropa que podía llevar puesta -por llamarlo de alguna manera- era uno de esos miserables camisones de algodón del hospital, y ni siquiera lo llevaba atado, estaba como envuelta en él y llevaba un solo brazo metido por la manga. Le quitaron de un plumazo cualquier tipo de pudor que pudiese tener; un hospital no era lugar para tener intimidad, de ninguna clase.

Las enfermeras le hablaban todo el rato, animándola a cada paso que daba tanto si conseguía dar los dos pasos hasta la silla en la que la hacían sentarse, como si se las arreglaba para beber un sorbo de agua por sí misma o si conseguía comer una cucharada de compota de manzana cuando empezaron a dejarle comer comida de verdad. No paraban de hacerle preguntas para intentar hacerle hablar, procurando sacarle información, pero le había ocurrido algo más que haber recibido una milagrosa segunda oportunidad: había dejado de hablar.

Cuando estaba consciente, su cerebro nunca dejaba de funcionar, lentamente, pero seguía funcionando. Después de que el cirujano empezara a quitarle los calmantes sintió como si la cabeza se le inundase con pensamientos, más de los que su cráneo podía contener. Al principio, la falta de conexión entre su cerebro y su lengua le molestaba, pero a medida que sus pensamientos se iban aclarando se dio cuenta de que la causa de su silencio no era un daño cerebral, era una especie de sobrecarga de información. Hasta que consiguiese comprenderlo todo por sí misma, este cortocircuito verbal era la forma que tenía su mente de protegerla.

Había muchas cosas en las que tenía que pensar. No parecían saber quién era porque en cada turno una enfermera le preguntaba cómo se llamaba. Pero ¿cómo es que no lo sabían? ¿Dónde estaba su bolso? Tenía el carné de conducir en la cartera. ¿Le habían robado el bolso? Creía que no. Tenía un recuerdo; creía que era un recuerdo de él, del hombre, del asesino, cogiéndole el bolso y luego tirándolo en el coche. ¿Le habría cogido el carné de conducir? ¿Para qué demonios lo querría? Pero aunque no se le ocurriese una razón para que se llevase su carné, ésa tenía que ser la causa de que nadie supiese quién era. ¿Le había hecho un favor sin querer?

No estaba segura de quién era ella misma, ya no. Drea, la criatura que se había inventado, estaba muerta. Ella había sido Drea, pero ya no lo era. Nombres… ¿qué significaba un nombre? Para Drea había significado mucho. Había tirado a la basura a la sencilla Andie, y la sofisticada Drea había ocupado su lugar.

No había nada de malo en ser sofisticada, pero Drea tenía muchas cosas malas. Tumbada en el cubículo sin ventanas, incapaz de decir si era de día o de noche y con la única noción del tiempo que le proporcionaban los cambios de turno de las enfermeras que la cuidaban, se miraba a sí misma, a su antiguo yo, bajo la cruda luz de una nueva realidad.

Había sido increíblemente estúpida. En lugar de utilizar a hombres como Rafael y sentirse orgullosa de ello, ellos la habían utilizado a ella. Sólo habían querido su cuerpo y eso es lo que les había dado. Entonces, ¿cómo los había estado utilizando exactamente? Habían accedido a pagarle y ella había aceptado el dinero, así que eso la había convertido en lo que siempre había jurado que no era: una puta. Ninguno de ellos, especialmente Rafael, se había preocupado ni una pizca de lo que se le podía pasar por la cabeza, de sus sentimientos o sus intereses, de lo que le gustaba o lo que no. Ninguno la había visto como una persona porque a ninguno de ellos les había importado en absoluto. Había estado a su entera disposición. El único valor que había tenido para ellos era sexual.

Pero habían tenido un bajo concepto de ella porque ella misma lo tenía. No recordaba un solo momento de su vida en que se hubiese valorado a sí misma, en el que hubiese tenido un mayor nivel de autoestima. Durante su vida adulta nunca había tomado una decisión basándose en si era la correcta, si era lo que debería hacer; en lugar de ello, se había ido con el mejor postor, con el que más beneficioso fuese para ella. Ese había sido su único criterio. Tal vez la mayoría de la gente también utilizaba este criterio la mayor parte del tiempo, pero también se tomaba molestias para ayudar a sus amigos, sacrificaba sus necesidades materiales para proporcionárselas a sus hijos o a sus padres ancianos, o lo donaba a la beneficencia, o algo. Ella no había hecho nada de eso. Sólo le había importado Drea: al principio, al final y siempre.

Ahora, la severa mirada con la que se analizaba a sí misma era implacable. Veía todos sus fallos, la básica falta de honradez con la que había vivido su vida. La única vez -la única- que no había interpretado un papel, fue cuando estuvo con él, pero entonces estaba demasiado asustada para mantener el tipo y, en cualquier caso, él ya la había calado. Él había sido el único. ¿Era por eso por lo que había respondido de esa manera tan exagerada ante él, tanto emocional como físicamente? No podía decir que le hubiese roto el corazón, porque obviamente ella no lo amaba, no lo había amado, no podía amarlo; joder, ¡si ni siquiera sabía su nombre! Pero, al mismo tiempo, su rechazo la había herido más que nada en el mundo, excepto la pérdida de su bebé, así que, obviamente, algo había habido. Pero no sabía qué, simplemente algo.

Alban, qué nombre tan tonto. Ella nunca le habría llamado Alban. Pero para allí, para ese lugar, el nombre encajaba perfectamente. Sin saber cómo, sabía que era un nombre antiguo, de siglos atrás. Y la mujer… no se había presentado, pero se llamaba… Gloria. Revisó mentalmente una a una a las once personas que la habían mirado y habían decidido si merecía o no una segunda oportunidad; sabía sus nombres tan bien como si llevasen carteles. Gregory, el enterrador. Gloria había utilizado su nombre, así que ése era obvio. Pero ¿y Thaddeus? ¿Y Leila? ¿Y todos aquellos cuyos nombres resonaron tan dulcemente en su cabeza cuando vio sus caras?

Su mente vagaba entre aquel mundo y éste. No quería dejar aquel mundo y estaba segura de que no quería estar en éste, con su fiel compañera, la Gran Zorra. Su segunda oportunidad no estaba en esta vida, era una segunda oportunidad para ganarse aquella vida. Si quería aquello entonces tendría que hacer esto.

Era cuestión de tomar una buena o una mala decisión, pensó mientras dejaba divagar su mente. Las malas decisiones estaban por todas partes. Tomarla era fácil, como recoger una fruta del suelo. Las decisiones buenas eran, la mayor parte del tiempo, las que eran difíciles, como subir a un árbol para coger la fruta que está en lo más alto. Aunque la buena decisión a veces estaba ahí, en el suelo, justo delante de ella, y lo único que tenía que hacer era inclinarse y recogerla. Pero en lugar de eso ella miraba a su alrededor y cogía una de las malas, aunque a veces tuviese que salirse de su camino para hacerlo. Así de desacertada había estado.