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Era agradable tener una habitación de verdad, ver la progresión de la luz del sol a la oscuridad; era agradable tener un poco más de intimidad, aunque las enfermeras tenían la fastidiosa costumbre de dejar la puerta abierta. Algún día, pronto, les diría que la cerrasen.

Pero ahora no. Hoy no. Decírselo implicaría hablar y no le salían las palabras. El hecho de hablar con Dina había sido por necesidad, y el esfuerzo la había agotado. Responder a las preguntas del cirujano no alcanzaba ese nivel de necesidad.

Además, le había retirado la medicación cuando aún necesitaba ayuda para luchar contra la Gran Zorra. Le haría sufrir un poquito.

– Puede que te interese saber lo que le ha ocurrido a Dina -le dijo.

¿Ah, sí? Se lo pensó durante un momento y decidió que sí, que le interesaba. Le había importado lo suficiente como para hablar, lo suficiente para hacer que las palabras viajasen desde el cerebro a la boca atravesando tierra de nadie. Poco a poco, desvió la mirada hacia él.

A pesar de lo cruel que había sido al quitarle los calmantes, le gustaba. Tenía una vocación, y para responder a su llamada era implacable. Entraba en batalla cada día, sumergía las manos en cavidades corporales sangrientas y trabajaba para ayudar a que la gente viviese, y luego hacía lo que tenía que hacerles, devolverlos a la realidad. A ella le hubiese gustado tener un par de días más de ayuda para luchar contra el dolor, aunque, de tener que elegir, prefería sentir dolor que desarrollar una dependencia a los calmantes. Tal vez se lo perdonase.

Por otro lado, tenía que dejar de ponerle los cuernos a su mujer.

– Dina bajó de todas formas por las escaleras -le dijo, observándola de cerca con su intensa mirada-, pero dijo que se sentía incómoda por lo que le habías dicho, así que bajó con muchísimo cuidado. Miró bien si había alguien que pudiese estar escondido en el hueco de la escalera y se agarró al pasamanos. Normalmente, baja las escaleras corriendo, pero esta vez las bajó agarrada al pasamanos. Iba por el tercer tramo cuando resbaló. Si no la hubieras advertido, si no hubiera estado agarrada, habría caído hasta el descansillo y se habría hecho mucho daño. Pero tal y como ocurrió sólo tuvo un esguince leve de tobillo.

Entonces había funcionado. Bien.

El doctor se quedó en silencio durante un rato, y ella suponía que era para darle la oportunidad de hablar si le apetecía. Pero no le apetecía.

Renunció a esa táctica y descruzó los brazos, se inclinó hacia delante y la miró fijamente. Abrió la boca para hablar pero volvió a cerrarla y se frotó la barbilla. Andie lo miraba, ligeramente desconcertada. Actuaba como si algo lo perturbase; seguro que no estaba molesto porque ella no hubiese hecho ese gran progreso en el habla.

– ¿Cómo fue? -le preguntó finalmente en voz muy baja, como si estuviese un poco inseguro.

Casi se le abrió la boca, esta vez a ella. Le parpadeó de estupefacción cuando sintió cómo una marea roja le invadía la cara.

– No importa -murmuró él poniéndose de pie.

¿Le estaba preguntando sobre el otro lugar? Seguro que no era tan vulgar como para preguntarle cómo era que te perforase el corazón un árbol. Además era cirujano, los traumatismos no eran nada nuevo para él.

Él sabía que había estado muerta, que los médicos no habían cometido ningún error. Aun así allí estaba, era un milagro viviente, que respiraba y caminaba -bueno, a veces, cuando la obligaban-, y lo que le había dicho a Dina le había hecho darse cuenta que había estado en ese otro lugar. Quizá él mismo lo hubiese visto antes. Quizá otro paciente le hubiese hablado de ello y sintiese curiosidad. Quizá quisiese que ella le dijese que no recordaba nada para poder poner toda su confianza en la ciencia, donde se sentía más cómodo.

Ella levantó la mano para evitar que saliese por la puerta y una sonrisa beatífica le iluminó la cara.

– Hermoso -consiguió decir. Le costó tanto pronunciar aquella sola palabra que sintió que le faltaba el aliento.

Él se detuvo en seco. Tragó saliva y se puso al lado de la cama.

– ¿Qué recuerda? ¿Me lo puede decir?

Parecía destrozado, como si quisiese escuchar algo que le hiciese ignorar lo que acababa de oír de un cerebro privado de oxígeno que produce alucinaciones, pero al mismo tiempo quería creer en algo más.

Ella necesitaba hablar. Necesitaba atravesar esa barrera, conectar una vez más el mundo que tenía dentro de la cabeza con el exterior. La brecha había sido de gran ayuda, le había dado el tiempo que necesitaba para adaptarse, pero ahora había llegado el momento de volver a unirse a este mundo porque era el único que tenía.

Al pensar eso, de repente lo que la rodeaba se perfiló con intensa nitidez, como si todo hubiese estado borroso mientras había permanecido entre ambos lugares. Se dio cuenta de que había tomado la decisión final de quedarse. Hasta ahora, mientras pensaba, había estado en una especie de limbo, pero ahora se había decidido: se quedaría aquí e intentaría ganarse un lugar en ese otro mundo.

De repente, hablar se hizo más fácil, una Misión Posible, aunque aún le costaba mucho.

– Me acuerdo de todo.

Y una expresión de alivio inundó la cara de él.

– ¿Había un túnel? ¿Con luz al final?

Describir el otro lugar no iba a ser fácil porque las palabras no podían expresar literalmente la total tranquilidad y alegría y la silenciosa belleza. Pero ahora mismo no le estaba preguntando sobre adónde había ido, sólo sobre el proceso hasta llegar hasta allí.

– Luz. No había túnel. -¿Se había perdido algo o había ido demasiado rápido?

– ¿Sólo luz? Mmm…

Ahí estaba, la duda, la alternativa instintiva de la ciencia que conocía. La luz brillante podía explicarse por un cerebro que está fallando, muriéndose. Se preguntó cómo podía conciliar eso con la falta de daño cerebral. Como no quería que pensase lo que no era y sentía rencor hacia él, soltó el pensamiento al azar que le había venido antes a la cabeza.

– Deje de ponerle los cuernos a su mujer.

Él se puso pálido y luego colorado.

– ¿Cómo?

– Si no deja de hacerlo se enterará. -De repente, molesta, tiró de la sábana de arriba como si quisiera rechazarlo-. Si no la quiere, divórciese, pero hasta entonces mantenga la cremallera bien cerrada. Compórtese como un adulto.

– ¿Cómo…? ¿Cómo? -dijo la misma palabra por tercera vez abriendo y cerrando la boca como si fuera un pez.

– ¿Me cree ahora? -le dijo frunciendo el ceño. Le habría dado la espalda de indignación, pero eso era impensable. En lugar de eso lo miró con los ojos entrecerrados y lo retó en silencio a que negase su acusación, aunque lo más probable era que le dijese que se metiera en sus propios asuntos.

Podía verlo luchar para no hacer exactamente eso. Tenía cincuenta y pocos, era un hombre que llevaba toda su vida adulta perfeccionando la ciencia y la habilidad con la que salvaba vidas. Como la mayoría de los cirujanos, tenía un ego considerable, que es una manera educada de decir que era monstruosamente gigante. Hacer lo que él hacía requería una gran cantidad de confianza en uno mismo y estaba acostumbrado a ser el jefe. Verse de repente reprendido por una mujer a quien le había salvado la vida y que, sin duda, le debía una gran cantidad de dinero por sus servicios, no era fácil de asimilar.

Entonces él empezó a replicarle. Ella se dio cuenta y le dijo frunciendo el ceño:

– No empiece a dudar sólo porque no haya visto un túnel. Supongo que alguna gente lo ve. Yo no. Me atravesó un árbol, uno pequeño, pero un árbol al fin y al cabo y pasó rápido. Así que demándeme.

Él volvió a cruzarse de brazos y se balanceó sobre los talones; era un hombre que no que estaba dispuesto a rendirse sin luchar.