Tenía que haber algún error. La mujer del hospital probablemente no fuese Drea. Sería una maravillosa coincidencia si hubiese dos «Jane Doe», una viva y una muerta, y la viva tendría más interés para la prensa que la muerta. El accidente de Drea había ocurrido bastante lejos de allí, en una zona mucho menos poblada. Podía ser que el informe de una víctima sin identificar de un accidente ni siquiera saliese en la prensa.
O, en el peor de los casos, los médicos habían reanimado a Drea pero sufría muerte cerebral o tenía unas funciones muy limitadas, quizá una actividad mínima en su tronco cerebral para mantener en funcionamiento los pulmones y el corazón, aunque no sabía cómo podía latirle el corazón después de lo que le había pasado. No podía imaginarse a ningún cirujano haciendo el inmenso trabajo de reparación que necesitaba, si es que era posible, a alguien que o bien sufría muerte cerebral o que estaba en un estado vegetativo profundo.
Por eso pensaba que aquella mujer no podía ser Drea. No quería que fuese Drea, no si había sufrido daño cerebral.
Pero si lo era, si aquella mujer de verdad era Drea y algún maldito estúpido había mantenido su cuerpo con vida aunque su cerebro hubiese muerto, él la cuidaría. Encontraría el mejor lugar del país para ella, algún lugar donde cuidasen con mimo su cuerpo. La visitaría de vez en cuando, aunque verla así fuese aún más duro que verla morir. No tenía ningún derecho legal para tomar decisiones sobre su cuidado, pero a la mierda con eso. Tenía dinero para hacerlo y si alguien se interponía en su camino se la llevaría sin más. Se ganaba la vida estando donde se suponía que no debía estar y haciendo cosas que se suponía que no tenía que hacer.
Se registró en un hotel para pasar la noche. Habría más gente rondando por el hospital durante el día y sería más fácil pasar desapercibido. Durante el día había mucha gente: pacientes externos haciéndose pruebas, visitantes entrando y saliendo todo el día, entregas de flores y de periódicos, recepción de suministros médicos y de comida… sería una cara más entre la multitud. Por su experiencia, la gente que trabajaba en el turno de noche vivía en un mundo más pequeño y solían fijarse más en los extraños.
Primero tendría que averiguar si «Jane Doe» todavía estaba en el hospital. Habían pasado más de dos semanas. Si la mujer en cuestión no era Drea podría ser que ya le hubiesen dado el alta, o sencillamente se hubiese marchado, porque normalmente la gente sin documentación tenía algo que ocultar. Si ya no estaba allí, entonces obviamente no era Drea y podría volver a casa. Si las heridas habían sido graves y seguía allí, entonces tendría que verla para comprobar si era Drea o no. Antes los hospitales eran tan poco meticulosos con la intimidad que con una llamada habría podido averiguar todo lo que necesitaba saber, pero ahora sólo daban información a los familiares directos. Aun así, eso no significaba que no pudiese averiguar cosas, sólo que sería un poco más difícil.
Llegó al hospital antes de las seis en punto de la mañana siguiente, para esperar el cambio de turno. Podría ser que algunos de los trabajadores del hospital tuviesen turnos de doce horas, lo que significaba que trabajarían de seis a seis, o de siete o siete, y no sabía quién sería su objetivo. Tendría que trabajar rápido. Podía ser que tuviese horas, dependiendo de lo alerta que estuviese su objetivo, aunque después de un largo turno de noche probablemente no lo estaría tanto; o podía ser que no tuviese más que media hora. Pero el cambio de turno era el momento de entrar, era cuando había más distracciones.
Entró por la puerta de la sala de urgencias, que siempre estaba llena de gente y luego localizó los ascensores y el directorio. La UCI estaba en la séptima planta. Una mujer que parecía tener prisa y cuya cara reflejaba cansancio y preocupación entró corriendo en el ascensor justo cuando se estaban cerrando las puertas. Probablemente venía de la cafetería, porque llevaba una gran taza de café. Pulsó el botón de la cuarta planta. Después de que la mujer se hubo bajado, hizo el resto del camino solo.
La sala de espera de la UCI, rodeada de paneles de vidrio, estaba llena de gente con los ojos hinchados que acampaba en la estrecha habitación, algunos literalmente, que llevaban sacos de dormir, algo para picar, libros y cualquier cosa que hiciese las pesadas horas más confortables. Sobre una mesa había una cafetera, que emitía ruiditos mientras expelía con fuerza café recién hecho. Varios montones de vasos de poliestireno permanecían como centinelas junto a la jarra.
Las pesadas puertas de la UCI, que funcionaban por medio de un plato de presión sobre la pared, estaban justo al otro lado de la sala de espera. Las paredes de cristal le permitían observar las puertas desde dentro de la sala de espera, y mientras esperaba por el cambio de turno podría deducir alguna información de los familiares que habían mantenido vigilancia durante la noche, esperando con todas sus fuerzas que sus seres queridos viviesen, o bien, esperando estoicamente el final. Compartir una sala de espera de la UCI era como compartir una trinchera: todo el mundo estaba en una situación de crisis y la información fluía como el agua.
Encontró una silla vacía desde donde podía ver la UCI, luego se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas, con la cabeza colgando hacia abajo. Su lenguaje corporal sugería desesperación, un sentimiento que conocían muy bien todos los que estaban en esa sala. Mantenía la cabeza lo suficientemente levantada para ver las puertas de la UCI.
No tenía contacto visual con nadie, no miraba a su alrededor; simplemente se sentó allí como la auténtica imagen de la desgracia. Un minuto después, la mujer de pelo gris de su izquierda le preguntó con tono comprensivo:
– ¿Tiene aquí a algún miembro de su familia?
Se refería a la unidad, por supuesto.
– A mi madre -dijo con una voz tensa. La UCI siempre estaba llena de gente mayor, así que era una elección segura, y actuar como un hijo devoto siempre hacía sentirse cómoda a la gente-. Un ataque al corazón -dijo trabando con dificultad-, grave. Creen… creen que puede sufrir muerte cerebral.
– Vaya, eso es duro. Lo siento muchísimo -dijo ella-. Pero no pierdas la esperanza todavía. Mi marido trabaja en la construcción. Hace un mes se cayó de un cuarto piso y se rompió casi todos los huesos del cuerpo. Pensé que lo iba a perder. -Le temblaba la voz al recordar la desesperación-. Llevaba tiempo intentando hablar con él para que se retirase y finalmente me prometió que lo haría el año que viene, y luego ocurrió esto. Entonces supe que nunca llegaría a disfrutar de los viajes de caza y pesca que había planeado con nuestro hijo. Nadie pensaba que lo conseguiría, pero todavía aguanta y ahora creen que la próxima semana podrían trasladarlo a planta.
– Eso es bueno -murmuró él mirándose las manos-. Me alegro. Pero mi madre… -se desmoronó, agitando la cabeza-. La encontré demasiado tarde -dijo añadiendo un poco de culpa para hacer aquello más interesante-. Ahora le están haciendo pruebas, pero si sufre muerte cerebral…
– Ni siquiera el mejor médico sabe todo lo que hay que saber sobre el cuerpo humano -interrumpió un hombre corpulento con la cara roja, sentado al otro lado de la mujer de pelo gris-. Hace un par de semanas trajeron a una mujer que sufrió un accidente de coche, se salió de la carretera y chocó contra un árbol. Una rama le atravesó el pecho.
Ahí estaba, era exactamente lo que necesitaba saber y ni siquiera había tenido que entrar en la UCI. Simon intentó controlar la mueca de dolor que le provocó el comentario. Era Drea. No cabía duda de que era ella. Sintió el alivio que le invadía el estómago como una montaña rusa, pero inmediatamente el temor volvió a paralizarlo. Debía de haber sobrevivido al accidente pero ¿en qué estado? ¿Estaría en uso de sus facultades? ¿Podría caminar, hablar, reconocer a alguien? Intentó hablar pero no pudo, tenía la garganta tan tensa que apenas podía respirar.