Hasta ahora.
Hasta Drea.
La habitación estaba oscura, había apliques en las paredes laterales y en la pared del fondo había un panel de vidrios de colores iluminado desde atrás que bañaba de color la pequeña habitación. El aire era fresco y su aroma provenía de un ramo de flores frescas que estaba sobre una mesa situada delante del pequeño altar. Había tres bancos acolchados lo suficientemente largos como para albergar a unas cuatro personas, pero allí sólo estaba él. Se sentó en el banco del medio y cerró los ojos, dejando que el silencio se apoderase de él y lo calmase. No había música. Si hubiese empezado a sonar música de coro probablemente se hubiese marchado, pero lo único que había era paz y silencio.
Drea estaba viva. Todavía no había podido asimilar lo que eso significaba, todavía no había sido capaz de aceptar que el suelo que había bajo sus pies se había hundido y que estaba arañando el aire. Se relajó durante un momento y sintió la brillante y suave luz de la vidriera colorear el interior de sus párpados. El aroma de las flores le hacía querer inspirar más profundamente, conduciendo el aire fresco hasta sus pulmones, aflojando la constricción de su pecho.
La impiedad formaba parte de él igual que su piel. Su propio carácter hacía imposible restarle importancia a lo que había visto, a lo que sabía. Drea había muerto. Había sentido su último aliento, había visto cómo se le apagaba la mirada. Había sentido la diferencia en su carne al tocarla, porque los cuerpos muertos pronto comienzan a enfriarse. Su suave piel había perdido el calor, la energía. En un nivel aún más profundo, había sentido su ausencia, la ausencia de la persona, del espíritu, del alma o como se le quiera llamar. Sin esa chispa estimulante el cuerpo es diferente, y ya deja de ser aquella persona.
Se había quedado con ella demasiado tiempo como para pensar que se había equivocado sobre su muerte. No tenía pulso y no respiraba. Para cuando llegaron los servicios de emergencia ya había pasado al menos media hora, o quizá más. No les había dado tiempo a reanimarla; el cerebro empieza a morir después de cuatro minutos. Tendría que haber sufrido muerte cerebral, a pesar de los heroicos esfuerzos por reanimarla. El tío de la sala de espera había dicho que los médicos estaban guardando su instrumental cuando empezó a respirar por sí misma. ¿Es que habían intentado reanimarla? A eso había que añadirle el tiempo que había estado muerta.
Y aun así estaba en una cama de hospital, obviamente viva y hablando con normalidad, regocijándose con el hecho de que le hubiesen dado de comer gelatina de naranja.
Que estuviese viva, en las condiciones que fuesen, era un milagro. Que hubiese superado aquella horrible experiencia sin sufrir aparentemente ningún daño cerebral, un milagro aún mayor. Él no creía en los milagros. Si hubiese tenido alguna filosofía de vida sería del tipo «hay que joderse». Normalmente, eran cosas malas, a veces buenas, pero siempre era algo aleatorio. Uno vivía su vida y cuando el viaje acababa pues eso era lo que había. Nada.
Pero esto… esto era algo que no podía explicar. Lo tenía cogido por la garganta y por las pelotas y no lo soltaba, tenía que enfrentarse a ello.
Algo la había devuelto a la vida.
Abrió los ojos y miró fijamente la vidriera, mirando pero sin ver.
¿Podría haber algo entre el nacimiento y la muerte, algo más que un organismo alcanzando el fin de su supervivencia? ¿Podría haber algo con el suficiente poder como para devolverle la vida a un cuerpo ya frío? De ser así, eso significaba… eso significaba que había algo después de la muerte, que la muerte en este mundo no era el fin.
Si había vida después de la muerte entonces tenía que haber otro lugar, otro cuándo y otro dónde. Si en realidad la muerte era un paso hacia otro lugar, la forma en la que uno vivía su vida realmente importaba.
Bueno, malo… esos conceptos nunca habían significado demasiado para él. Él era quien era y hacía lo que hacía. La gente normal de la calle estaba totalmente a salvo de él. No pretendía hacerles daño ni sentía desprecio hacia ellos. En ocasiones incluso había sentido una especie de cariño distante por la sociedad en general, porque sus integrantes seguían con sus vidas pasara lo que pasara. Trabajaban, se iban a casa, cenaban, veían un poco la televisión, se iban a dormir, se levantaban y volvían a trabajar. Había ejércitos de personas que seguían esa rutina, y la rutina era lo que hacía funcionar el mundo.
Él sentía desprecio por los que se dedicaban a acosar a la gente normal. Pensaban que podían llevarse aquello por lo que las personas habían trabajado, que sólo los tontos y los idiotas trabajaban para vivir. En cuanto a él, creía que matar escoria estaba bien.
Y aun así, si reflexionaba sobre ello, su vida era mucho peor que las suyas… no en el aspecto material, sino en el desierto que era su alma.
El negro abismo que se abría bajo sus pies era lo que le esperaba, lo que se había ganado, y ahora tenía esta oportunidad para cambiar el curso de su vida. Gracias a Drea, vio cosas que nunca antes había visto, aceptó que había algo más. ¿De verdad había un Dios? ¿De eso se trataba esto?
Gracias a Drea, vio que la Muerte caminaba rodeándolo con su brazo. Si continuaba como hasta ahora, ya sabía lo que le esperaba. Pero si fuera capaz de autocensurarse, de dejar esa vida, ¿cambiaría el resultado?
Sonaba bastante simple, pero el concepto era un cambio radical.
De pronto sintió un intenso y asfixiante dolor y su garganta emitió un sonido como el de un animal herido, indefenso y dolorido.
Se abrió una puerta situada en el lateral de la pequeña habitación. Simon no se había dado cuenta de que estaba allí, un lapsus increíble por su parte y también imperdonable, porque tal falta de atención podía ser mortal.
– No quiero entrometerme -dijo una tranquila voz de hombre-, pero he oído…
Había oído el grito ahogado de dolor. Simon aún no se había dado la vuelta.
– Si le apetece hablar… -volvió a decir el hombre al no responderle Simon.
Simon se puso de pie lentamente, tan cansado como si llevase despierto días, tan molido como si se hubiese caído por un acantilado. Se giró y miró al hombre bajito de mediana edad que llevaba un traje normal, ni sotana ni alzacuellos blanco. Físicamente era poco atractivo, menudo y con poco pelo, pero en él había una energía que hacía que no fuese insignificante.
– Estoy agradeciendo un milagro -dijo simplemente, y se enjugó las lágrimas.
Capítulo 22
Siete meses después
– ¡Andie, pedido listo!
Andrea Pearson echó un vistazo rápido por encima del hombro hacia la cocina, donde Glenn llenaba la barra que le llegaba al hombro con platos repletos de hamburguesas y patatas fritas hirviendo, y luego siguió descargando los pesados platos de la bandeja que llevaba. Glenn, el propietario y cocinero de Glenn's Truck Stop, cargaba los platos con comida lo más rápido que podía. Era viernes por la noche, los camioneros volvían a casa y el sitio estaba lleno. El trabajo era extenuante pero las propinas eran muy buenas y Glenn le pagaba en negro, lo que era aún mejor.
– Ahora vuelvo con más -les dijo a los tres camioneros de la mesa, y se fue corriendo a buscar unos pedidos recién hechos mientras la comida estaba aún caliente. Después de servirlos en la mesa correspondiente, cargó su bandeja con la cafetera y la jarra del té e hizo la ronda rellenando tazas y vasos. El resto de las camareras iban tan rápido como ella y hacían equilibrios con las bandejas llenas entre la maraña de sillas y mesas.
– Oye, Andie -le dijo al pasar una camionera-, dime la buenaventura.
Se llamaba Cassie, tenía el pelo rubio con las raíces oscuras y llevaba mucho maquillaje, además de vaqueros ajustados y tacones. Era muy popular en ciertos círculos de camioneros; los más tranquilos la dejaban en paz. Sin embargo, esa noche estaba con otras camioneras y estaban ignorando a los tíos en una reunión exclusiva para chicas.