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– No la tienes -le dijo Andie sin ni siquiera aminorar el paso. La siguiente vez que pasó por su lado, Cassie pidió la cuenta. El grupo se reía y bromeaba intercambiando historias sobre sus maridos, sus hijos o sus mascotas, aunque Andie no podría decir qué historia era sobre qué grupo. Cuando le llevó la cuenta, Cassie le dijo:

– ¿Qué quieres decir? ¿Que no tengo suerte? ¿Quieres decir que no me voy a casar con un tío rico y guapo y que no voy a tener una vida despreocupada?

Las otras mujeres se tronchaban, porque en su mundo ese tipo de cosas no ocurrían.

– Pues no -dijo Andie con tono pragmático-. Nunca serás rica. Pero si no empiezas a tomar mejores decisiones vas a acabar destrozada y comiendo comida de gato para sobrevivir.

– ¿Mejores decisiones? -preguntó Cassie después de dudar un poco-. ¿Como qué?

– ¡Andie, pedido listo!

– Tengo que largarme -dijo apresurándose hacia la barra. Tenía el brazo izquierdo dolorido después de cinco horas cargando con pesadas bandejas y aún le quedaban tres más. Tampoco había tenido tiempo para comer nada, así que no le apetecía malgastar ni un segundo de su precioso tiempo en intentar enseñarle lecciones vitales a Cassie. Joder, ¿cuánta inteligencia era necesaria para no tirarse a cada tío que venía por la autopista… en el caso de Cassie, casi literalmente? Además le cabreaba que Cassie le pidiese que le «dijese la buenaventura».

Andie no decía la buenaventura. No tenía una bola de cristal, no podía decir dónde había escondido su colección de monedas el loco del tío Harry ni qué caballo iba a ganar en qué carrera. Si pudiese hacerlo, ella misma apostaría. A veces la gente le transmitía sensaciones, eso era todo. Podía advertirle a alguien que fuese más despacio, o decirle que se mirase el nivel de colesterol, cosas así. Trabajar de camarera implicaba ver a gente haciendo cosas estúpidas que podían meterlos en líos, y si se lo advertía y no le hacían caso, ¿por qué se sorprendían tanto al tener problemas? Causa y efecto: haz algo estúpido y ocurrirán cosas malas. Era algo obvio.

Pero en los pocos meses que llevaba trabajando en Glenn's se había ganado fama de vidente, y nada de lo que pudiese decir podía quitarles eso de la cabeza. La única manera de desmentirlo, suponía, era no decirle a nadie lo que ella pensaba que debían de saber, pero su conciencia no le permitía dejar que un camionero se sentase allí devorando fritanga cuando estaba casi segura de que iba a tener un ataque al corazón al cabo de un par de semanas.

Había investigado algo sobre el más allá y las experiencias cercanas a la muerte, y había encontrado varias referencias en las que se decía que cuando una persona se moría y era reanimada, a veces regresaba con los dones de la profecía y la visión. Lo único parecido a una visión que había tenido fue cuando vio a aquella enfermera, Dina, cayéndose por las escaleras… y en ese momento tomaba calmantes, así que aquello pudo haber tenido algo que ver con el hecho de ver cosas. En cuanto a lo de las profecías… ¿no se suponía que debían estar relacionadas con cosas tan importantes como el fin del mundo, el 11-S o el asesinato de un presidente? Todavía no había experimentado nada parecido.

Pero, definitivamente, había vuelto con un don para algunas pequeñas cosas… para todos menos para ella misma. Cuando se trataba de ella misma, nunca tenía ni el menor ápice de premonición. Tenía que dar palos de ciego, y le parecía que la mayor parte del tiempo sus elecciones no eran las correctas, y tenía que quedarse con la menos mala del lote. Así no iba a acumular muchos puntos.

Como los dos millones de pavos. Por mucho que lo intentase no conseguía decidir qué hacer con ellos. Devolvérselos a Rafael era lo último que se le pasaba por la cabeza. Sí, se los había robado, pero él los había conseguido gracias al tráfico de drogas y luego los blanqueaba en sus negocios de poca monta. Devolvérselos, sencillamente, le haría más poderoso en el mundo de la droga.

Por otro lado, no podía quedárselos sin más. No eran suyos. Había utilizado parte de ellos para sobrevivir después de salir del hospital porque, aunque había tenido un par de semanas de rehabilitación física antes de que el doctor Meecham le diese el alta, no se había encontrado en condiciones de buscar un empleo ni de trabajar. Podía lavarse y vestirse sola y dar paseos cortos, pero eso era todo. Le había llevado semanas de esfuerzo físico recuperar las fuerzas suficientes para buscar trabajo, ignorando las protestas de los músculos del pecho, que no querían hacer nada.

Se había dejado llevar por la necesidad de huir y no por ningún asunto legal. Su capacidad de mentir había aflorado por necesidad y había pasado sin problemas la entrevista con el detective Arrons. Una vez elegido un apellido -Pearson, en honor a la amable señora Pearson del banco de Grissom- el resto fue fácil. La mayor parte de lo que dijo era verdad. Había comprado el coche en Nueva Jersey pero no se había molestado en registrarlo allí porque se iba ese mismo día, venía hacia aquí, y pensó en esperar hasta asentarse y saber su nueva dirección antes de pedir una matrícula de Colorado.

De acuerdo, no era exactamente la verdad. Podía haber insistido en el tema porque tampoco tenía carné de conducir, pero hubo una serie de factores que influyeron en su decisión de dejarlo pasar: el primero, y más importante, es que no habían informado del robo de ningún coche; el segundo, que cuando aún estaba medio drogada había preguntado por su ordenador portátil, pero no habían encontrado ningún portátil, lo cual hizo surgir la posibilidad de que le hubieran robado sus pertenencias. Un hombre había llamado al servicio de emergencias, pero cuando el equipo llegó al lugar no había nadie, así que el desconocido podría fácilmente haberse llevado sus cosas. Además, había sufrido un terrible accidente de tráfico y el hecho de que hubiera sobrevivido era casi un milagro, así que al detective no le apetecía molestarla. Cuando ella le dijo su nombre y mediante una rápida comprobación él se cercioró de que no había ninguna orden judicial contra ella, consideró que todo cuadraba.

Lo que en realidad le ponía los pelos de punta era que alguien hubiese pagado la factura del hospital… y la factura del doctor Meecham. Y la del anestesiólogo, la del radiólogo y la de todos los ólogos que intervinieron en su cuidado. Cuando acribilló al doctor Meecham a preguntas él se encogió de hombros.

– El pago se realizó mediante un cheque de caja. No sé quién lo envió. Tiraron el sobre a la basura, así que ni siquiera le puedo decir desde dónde lo enviaron.

Andie supuso que alguien, por pura caridad, podría haberse emocionado por la breve mención de su accidente que habían hecho en los periódicos, pero nunca le habían dado ningún trato de interés humano a la historia, evidentemente porque había sobrevivido y no tenía amnesia. No había habido ninguna recaudación de fondos pública, y si alguien se hubiese molestado en preguntar, ella les habría dicho que podía pagar sus facturas… utilizando el dinero de Rafael, por supuesto, pero eso no le molestaba en absoluto. Le asustaba que alguien, salido de la nada, hubiese soltado tanta pasta.

No tenía ni idea de quién podía ser, pero tenía miedo de que él, o ella, supiese quién era. Su instinto le había dicho que se marchase a Denver lo antes posible, así que eso fue lo que hizo.

Compró un coche de segunda mano, se dirigió hacia el nordeste por la interestatal, hacia Nebraska, y cambió ese coche por otro en cuanto cruzó la frontera del estado. Conducir distancias tan largas fue todo un reto porque se cansaba con facilidad, pero siguió sin parar hacia el este hasta llegar a Kansas City. En esa zona confluían tres interestatales, lo cual le daba muchas opciones por si tenía que marcharse. Le gustó la idea y al final acabó trabajando en Glenn's. También desembolsó la pasta necesaria para obtener un nuevo carné de identidad para Andrea Pearson, así que ahora tenía un carné de conducir legal con ese nombre… bueno… todo lo legal que podía ser con un nombre falso. Su Ford Explorer rojo del 2003 estaba debidamente registrado a su nombre y tenía seguro y todo.