– Pero ya estuviste allí -señaló Cassie confundida-. ¿Por qué tendrías que cambiar?
– Porque se suponía que yo no tenía que estar allí. Era temporal, para que pudiese hacer una especie de… repaso, supongo. Entonces votaron para darme otra oportunidad, pero si esta vez la jodía no habría más.
– Vaya, vaya. Qué movida tan profunda. -Cassie reflexionó durante un momento, quizá incluso pensando en su propia vida y en algunos cambios que podría hacer. Agarró la manilla de la puerta-. Supongo que eso te haría replantearte algunas cosas, ¿no? -Dudó otro instante y luego sacudió la cabeza y abrió la puerta-. Podría marearte a preguntas pero tengo que irme a casa. Ten mucho cuidado. Aunque ese tío que vi no sea el que te está siguiendo, deberías tener cuidado porque te estaba observando. Lo sé a ciencia cierta. Daba un poco de repelús.
– Tendré mucho cuidado -le prometió Andie, y lo haría. Que volviesen a matarla no era lo único malo que le podía ocurrir. Incluso era posible que en ese momento sintiese un pequeño deseo de morir, si estuviese segura de que había cambiado lo suficiente o de que había ganado bastantes puntos, o lo que fuese. Pero no quería que la violasen, no quería que la agrediesen ni muchas otras cosas más, así que, decididamente, tendría cuidado.
Después de que Cassie se hubo bajado, Andie esperó a que la que podría ser su nueva amiga llegase sana y salva a su tráiler y luego se fue a casa. Con todos los sentidos alerta, observaba cualquier coche que pareciese estar siguiéndola, pero a esas horas de una noche de viernes con nieve el tráfico era fluido y durante casi todo el tiempo condujo sin nadie detrás.
Cuando llegó a casa, el subidón de adrenalina provocado por el miedo había desaparecido y el cansancio la hizo bostezar. La luz del porche estaba encendida, justo como la había dejado, un acogedor remanso de luz amarilla en la helada oscuridad. En la esquina había una farola pero los árboles tapaban casi toda la luz procedente de su casa y odiaba llegar a casa a oscuras. Además, siempre dejaba encendida una lamparita para que pareciese que había alguien dentro.
El dúplex no tenía garaje ni zona de aparcamiento, así que aparcó junto al porche y se arropó bien con el abrigo y la bufanda antes de salir del Ford. La nieve se le coló de inmediato en los zapatos; aquí la capa de nieve era más densa que en la interestatal, permanecía intacta sin cientos de camiones circulando de arriba abajo. Suspirando a medida que la helada humedad le alcanzaba los pies ya fríos, abrió la puerta y entró en la calidez de su desvencijado santuario.
Estaba a salvo y en casa. Desde el final de la calle, donde estaba aparcado, Simon la observó entrar. Llevaba esperándola allí desde que aquella camionera lo había visto vigilándola. La camionera no podía haberlo visto bien, no con la capucha del abrigo de borreguillo puesta, pero aun así no se había rendido.
No había perdido de vista a Drea -que ahora se hacía llamar Andie- desde que había salido del hospital. Había hecho todo lo que estaba en su mano, como pagar todas las facturas del hospital, y durante un tiempo se quedó cerca de ella por si necesitaba ayuda en algo, pero sólo habría intervenido en circunstancias extremas. Ella le tenía demasiado miedo; no podía predecir lo que haría si lo veía.
Cuando se fue de Denver, él la siguió. Cuando contactó con alguien para conseguir un documento de identidad nuevo, él le había echado una mano… primero, porque así tenía información interna sobre su nuevo nombre y número de la Seguridad Social y, segundo, porque no le gustaba la pinta del cabrón con el que se había puesto en contacto. Se aseguró de que no la timasen y de que el tipo supiese que estaba protegida.
Ella se había comprado un móvil nuevo y el único riesgo que corrió fue entrar en el dúplex e instalar un localizador GPS en el teléfono en cuanto estuvo instalada. También tenía uno en el Explorer, pero lo más seguro era que se quedase con el teléfono aunque cambiase el Explorer por otro coche.
Después de eso, prácticamente la dejó en paz. La controlaba una vez al mes, más o menos, sólo para asegurarse de que estuviera bien, y estaba alerta para asegurarse de que Salinas no se enterase de que seguía viva, pero eso era todo.
Encendió el coche y se alejó de la acera, sin prisa. Aunque oyese encenderse un motor, ya había pasado el tiempo suficiente como para que no pensara que alguien había estado sentado en un coche aparcado cuando llegó a casa.
Tenía buen aspecto, pensó, mucho mejor que hacía dos meses. Cuando salió del hospital estaba tan débil que estuvo tentado de raptarla en la calle sólo para evitar que condujese. Estaba tan delgada como un cadáver y pálida como un muerto. Al principio podía conducir una media hora o así antes de cansarse y verse obligada a parar en el motel más cercano. A veces pasaba más de un día antes de que se aventurase a volver a salir y él temía que estuviese sin comer durante todo ese tiempo.
En varías ocasiones pensó en hacer que le llevasen una pizza a su habitación, pero eso la habría asustado de verdad.
Se resistiría a hacerlo y observaría con la esperanza de que llegase a donde iba y que se estableciese antes de perder las fuerzas por completo.
Entonces llegó a Kansas City; no sabía si había sido su destino durante todo ese tiempo, o si había llegado hasta allí sólo con la intención de descansar una temporada y luego había decidido quedarse. Cuando alquiló aquella ratonera de dúplex, él suspiró aliviado.
El peso que había cogido le sentaba bien. Ahora pesaba incluso más que cuando estaba en Nueva York, pero seguía estando demasiado delgada y los kilos que había perdido después del accidente eran algo que no se podía permitir. La había observado trabajar y sabía que llevaba un ritmo frenético, pero ganaba lo suficiente como para comer y en sus brazos se veía el músculo que se había formado como consecuencia de estar levantando pesadas bandejas durante todo el día.
Tenía dos millones de pavos en el banco de Grissom y vivía en un barrio que estaba al límite de calificarse de barriada mientras trabajaba en un restaurante de carretera. Lo más irónico era que no se preguntaba por qué. Sabía por qué no estaba utilizando ese dinero.
Salinas se había vuelto a poner en contacto con él, así que supuso que era hora de dar el próximo golpe del plan que Salinas estuviese urdiendo. No había respondido a las llamadas. Llevaba siete meses sin aceptar ningún trabajo, aunque a veces se preguntaba, con las manos cruzadas, si no habría por ahí algún «trabajito» más para él, porque le jodía que Salinas siguiese respirando.
Tendría que pensárselo. Mientras tanto, todo iba bien en Kansas City.
Capítulo 24
– ¿La comida de perro es mala para los niños?
Andie se detuvo en seco y miró fijamente a las dos mujeres que estaban sentadas en los bancos del restaurante. Ambas eran mujeres más bien jóvenes e iban enfundadas en vaqueros y sudaderas, con el pelo recogido hacia atrás en colas de caballo y expresiones de cansancio. No se parecían en nada pero estaban en la misma situación: madres jóvenes, varios hijos y horarios imposibles. El hecho de que estuviesen aquí en Glenn's una tarde de martes a las tres de la tarde sugería que se habían tomado un tiempo para ellas mismas mientras los niños estaban en la guardería o bien con sus abuelas.
– Como si yo no estuviese -dijo sin vergüenza escuchando la conversación. Las camareras oían sin querer muchos chismes, pero éste, precisamente, le dio ganas de reír.
La mujer cogió una patata frita y la mojó en kétchup antes de suspirar.