Se obligó a ponerse de espaldas a la ventana como si no hubiese visto nada fuera de lo normal. Quería salir corriendo y gritar, pero ser presa del pánico era lo último que necesitaba; sólo había que ver lo que había ocurrido antes.
La forma en la que estaba allí de pie, mirando hacia dentro, le recordó la descripción que le hizo Cassie del hombre que había visto hacía un mes. ¿Ya la estaba vigilando entonces? ¿Cuánto tiempo hacía que sabía de su paradero? Al menos un mes, estaba segura. Entonces, ¿a qué estaba esperando? ¿Por qué no había dado el paso?
No acertaba ni a adivinar lo que estaba haciendo. Tal vez estuviese jugando con ella, como un gato con un ratón. Tal vez estuviese jugando a alguna especie de juego, esperando a ver cuánto tardaba en verlo. Si salía corriendo, se abalanzaría sobre ella.
Cuando cayó el siguiente relámpago no pudo evitar escabullirse para mirar por la ventana, pero la figura oscura había desaparecido. No había nadie fuera observándola bajo la lluvia, como desafiando a los relámpagos a que le cayesen encima.
Si no fuese porque Cassie lo había visto, por lo nerviosa que estaba y porque el corazón le había dado un vuelco, habría podido llegar a pensar que estaba viendo visiones.
Se obligó a sí misma a terminar el turno. Se obligó a sí misma a coger pedidos, a rellenar tazas y vasos y a limpiar las sobras. Mientras lo hacía, pensaba en lo que significaba el hecho de que él hubiese aparecido y se enfrentó a una serie de hechos que llevaba evitando ocho meses.
Cuando acabó el turno buscó a Glenn, que trabajaba más horas que cualquiera de ellos. Era difícil encontrar cocineros rápidos y buenos, y Glenn no quería contratar a nadie que simplemente fuese aceptable; trabajaba demasiado para eso. Si no encontraba otros dos camareros que siguiesen sus exigentes pautas, entonces doblaba su turno sin rechistar.
– Tengo que hablar contigo -dijo mientras se quitaba el mandil y lo tiraba en el cesto de la ropa sucia-. En privado, si tienes un minuto.
– ¿Te parece que tengo un minuto? -refunfuñó, con su robusta cara empapada en sudor. Echó una mirada de experto a las dos hojas de pedido que tenía colgadas con pinzas de la ropa en una cuerda delante de él-. Estas dos sólo me llevarán un minuto, así que relájate un poco hasta entonces. Espérame en mi oficina.
Entró en su oficina y se dejó caer en una de las sillas con respaldo recto, suspirando de alivio mientras libraba a sus pies de su propio peso. Estiró las piernas e inclinó los pies hacia ella todo lo que pudo y al hacerlo sintió el tirón de los tendones de Aquiles al relajarse. Luego giró los tobillos, después los hombros y el cuello. Dios, qué cansada estaba; estaba cansada de correr, cansada de mirar por encima del hombro y sólo había una manera de ser realmente libre para siempre.
Glenn entró en la oficina apurado y cerró la puerta.
– Vale, ¿qué pasa?
– Esta noche he visto a un hombre en el aparcamiento -dijo yendo directamente al grano-. Lleva casi un año acechándome y ahora me ha vuelto a encontrar. Tengo que marcharme.
La cara de Glenn se puso granate.
– Dime quién es y me aseguraré de que nunca más te vuelva a molestar -gruñó.
– No puedes protegerme de él -le dijo amablemente-. No se detendría ni aunque estuviese escoltada las veinticuatro horas del día. Lo único que puedo hacer es ir un paso por delante de él.
– ¿Has ido a la policía?
– Glenn, sabes que las órdenes de alejamiento no valen ni el papel en el que están escritas -le reprochó-. Si lo pillan violando la orden entonces lo acusarán de delito mayor o algo así, no sé cuál es el término correcto, pero una orden de alejamiento nunca evita que alguien haga algo que realmente quiere hacer.
Caviló en lo cierto que era lo que acababa de decir y frunció el ceño mientras por fin admitió que tenía razón.
– Maldita sea, odio que tengas que irte. Te has convertido en una buena camarera. Además también nos entretenías bastante por aquí. ¿Tienes idea de a dónde vas a ir?
Andie se tomó un minuto para olvidar la idea de que había entretenido bastante, aunque supuso que podría haber considerado bastante entretenida su amenaza de pincharle las pelotas a un tío con un tenedor.
– No, iré conduciendo hasta que encuentre algún sitio que parezca seguro. Lo marearé un poco, pero él sabe cómo encontrar a la gente.
Andie sabía exactamente a donde se dirigía, pero era mejor ocultárselo a Glenn.
Se levantó de la silla y fue hacia la caja fuerte electrónica que estaba detrás de su escritorio. Colocó su cuerpo entre ella y la pantallita y pulsó los números. Se oyó como un zumbido y luego un clic al abrirse la cerradura.
– Aquí está lo que te debo -le dijo contando algo de dinero de la recaudación del día-. Conduce con cuidado y buen viaje. -Se volvió a poner rojo, luego se inclinó hacia adelante y le dio un beso en la mejilla-. Eres una buena mujer, Andie. Si algún día ves que quieres volver, aquí tendrás un trabajo esperándote.
Andie sonrió y de forma impulsiva le dio un cariñoso y rápido abrazo, y luego se enjugó las lágrimas.
– Lo recordaré. Cuídate tú también. -De repente se detuvo y su mirada se desenfocó mientras lo miraba, a él y a través de él-. Necesitas cambiar tu rutina -le soltó-. Deja de llevarte el dinero por la noche al depósito nocturno cuando vuelves a casa.
– Maldita sea, ¿cuándo si no, se supone que voy a llevarlo? -le preguntó irritado-. El banco está de camino a casa y no es que tenga mucho tiempo…
– Pues búscalo. Y durante una o dos semanas utiliza una sucursal diferente.
Se le abrió la boca y luego apretó los labios con una mueca hosca.
– ¿Estás teniendo una de tus visiones? -le preguntó receloso.
– Yo no tengo visiones -negó con un tono tan irritado como el de él-. Es sentido común. Te has estado arriesgando yendo al depósito nocturno y a la misma oficina cada noche, y lo sabes. Toma mejor tus decisiones y no te pegarán un tiro.
En realidad pensaba que lo golpearían en la cabeza y que tendría una pequeña conmoción cerebral, pero recibir un tiro sonaba más dramático y serio, y así quizá la escuchase. Todavía parecía reacio, así que le murmuró:
– Adelante, sigue con tu cabezonería. -Y salió de la oficina antes de empezar a llorar. En realidad le tenía cariño a aquel bruto testarudo y no soportaba la idea de que le ocurriese nada malo, pero al final la decisión era suya, no de ella.
Ella ya tenía suficientes decisiones que tomar, pensó mientras caminaba con pesadez hacia el Explorer. El resto de las camareras del segundo turno se marchaban a la misma hora, así que no estaba sola y supuso que estaba todo lo segura que podía estar. No lo vio, pero tampoco esperaba verlo. Se había ido. Igual que sentía su presencia también sentía su ausencia. Él no sabía que lo había visto y el gato había ido a echar una siesta a alguna parte, confiado en que el ratón se quedaría en su agujero.
Se sentía extrañamente… tranquila, ahora que había tomado la decisión. Lo primero que haría sería asegurarse de desperdigar esos dos millones de dólares, porque si la mataban antes de que hiciese algo el dinero se quedaría allí, sin hacer ningún bien. Saint Jude siempre podía utilizar la pasta y así estaría ayudando a los niños enfermos. Ya estaba. Decisión tomada. Fue tan fácil que se preguntó por qué se había peleado con ese problema durante tanto tiempo.
La segunda decisión que tomó fue que nunca sería libre mientras Rafael estuviese vivo. Tendría a un asesino persiguiéndola y mientras tanto seguiría metiendo droga en el país, arruinando vidas, matando a gente, mientras él se forraba. No podía permitírselo.
Había sido una cobarde mientras había vivido con él; se había asegurado de no excavar demasiado profundamente como para encontrar una prueba irrefutable que pudiera ser utilizada en su contra, ignorando deliberadamente la oportunidad que había tenido para averiguar más cosas sobre lo que estaba haciendo. No había querido saber, y el resultado de ello era que no sabía qué pruebas podía presentar ante el FBI para que lo arrestasen. De todos modos, Rafael tenía dinero suficiente para enfrentarse al sistema legal. Aunque lo procesaran, podía alargar el caso en los tribunales durante mucho tiempo.