Llegó al borde de la cama, la soltó y la tiró sobre el colchón. Para cuando ella dejó de botar, él ya se había quitado casi toda la ropa y ella aguantó la respiración mientras se quitaba el resto. Desnudo, parecía fuerte y musculado, casi delgado. Tenía poco pelo en el pecho y había estado desnudo bajo el sol porque estaba completamente moreno. Por alguna razón, el hecho de pensar en él desnudo y relajado, adormilado al sol, hizo que su estómago y sus nervios se echaran a temblar.
Se inclinó sobre ella y tiró de su blusa hacia arriba, quitándosela y dejándole sólo puestos los letales tacones. Su oscura mirada opalescente se clavó rápidamente en sus pechos, una mirada tan cargada de interés viril que sus pezones se irguieron como si se los hubiera lamido. Ella se sacudió, luchando contra una inexplicable necesidad de cerrar los brazos sobre sus pechos para protegerlos. En cierto modo se sentía más expuesta, más vulnerable, más desnuda, cuando él la miraba.
Extendiendo la mano, hizo un trazo suave alrededor de cada uno de sus pezones, a continuación puso una mano a cada lado de ella y se inclinó para lamerle los pechos por turnos, su boca tocándola tan suavemente que sentía más el calor que la presión.
Su aliento se entrecortó y su cuerpo se arqueó hacia arriba, buscando más que lo que él le estaba dando.
Con desesperación, buscó a tientas su erección, queriendo, necesitando hacerse con parte del poder, equilibrar las balanzas. Sus dedos se cerraron alrededor de su gruesa verga y una décima de segundo después su férrea mano sujetaba su muñeca, separando con firmeza su mano de él.
– No -dijo tan tranquilamente como si ella le hubiera ofrecido una tostada.
– Sí -insistió ella imprudentemente, buscándolo de nuevo-. Quiero tenerte en mi boca. -Según su experiencia, ningún hombre podía resistirse a esa oferta.
Pero la dura línea de sus labios se curvó, sonriendo levemente mientras agarraba su mano y la anclaba a la cama con su férreo agarre.
– ¿Quieres hacer que me corra? Tienes prisa por librarte de mí.
Drea alzó la mirada hacia él, con sus sentimientos enredados en un torbellino tal de lujuria e ira, unidos al omnipresente miedo, que la hacía temblar.
Le sujetó también la otra mano, asiéndola con firmeza mientras se ponía encima de ella y obtenía lo que quería.
Las horas siguientes eran una imagen borrosa de lujuria y sexo y fatiga, aunque algunos momentos eran claros como el cristal. Tras el tercer orgasmo intentó zafarse de él, exhausta y sobreestimulada e incapaz de aguantar más.
– Déjame en paz -dijo enfadada, pegándole en las manos mientras él la atraía de nuevo hacia él, y él se rió.
Se rió de verdad.
Ella se quedó mirando fijamente la curva de su boca, el fogonazo de sus dientes blancos, anticipando la manera en que los músculos de su estómago se contraerían y sus nalgas descenderían y ella regresaría rápidamente al oscuro pozo de ardiente deseo que había descubierto. Ningún otro hombre había prestado jamás tanta atención a sus necesidades antes que a sí mismo, ninguno había estado tanto rato sobre su cuerpo como él, con sus lentas caricias y sus calientes besos. Para ella, los orgasmos eran algo que fingía con los hombres y que se proporcionaba a sí misma cuando estaba sola, y eso había sido en parte elección propia porque no podía concentrarse en proporcionar el máximo placer al tipo si estaba distraída con sus propias reacciones.
Él había hecho con ella lo que ella habitualmente hacía, había asumido su rol, centrándose en ella y proporcionándole tanto placer que se sentía ligeramente borracha de satisfacción. Él se había contenido, deteniéndose varias veces cuando estaba a punto de correrse y, finalmente, la tensión se notaba. Su pelo estaba empapado en sudor, su cara tenía una expresión dura y concentrada; sus ojos brillaban con una intención tan ardiente que su piel se podría haber abrasado mientras la miraba.
Hasta que se rió y, durante un instante, lo vio relajado e incluso por un momento -un momento muy breve- con la guardia baja.
No la había besado en la boca. Había besado prácticamente todas las otras partes de su cuerpo pero no su boca y, de repente, lo deseó más que cualquier otra de las cosas que le había hecho. Impulsivamente, extendió la mano y le tocó la cara, sus dedos se deslizaron con suavidad por la dura línea de su mandíbula sintiendo la casi imperceptible aspereza de su vello y el calor de su piel. Sus oscuras cejas se arquearon ligeramente, interrogantes, como si su caricia le pareciera extraña. Drea se rindió al deseo, irguiéndose y acercando su cara a la de él.
Durante otro de esos gélidos instantes, lo sintió tan inmóvil como una piedra, como si se estuviera obligando a sí mismo a no separarla, y sintió que algo le oprimía el pecho, como si estuviera esperando el momento en que él rechazara su beso.
Pero no lo hizo y ella, vacilando, inclinó la cabeza para hacer el contacto más estrecho. Sus labios eran suaves y cálidos; su cálida fragancia la invadió, la incitó, la hizo pasar de la satisfacción a la necesidad. Él no había abierto su boca para ella y ella lo deseaba, pero casi le daba miedo pedir más. Se atrevió a rozar levemente con su lengua aquellos suaves labios.
De repente, él le estaba devolviendo el beso, arrebatándole el control y presionándola de nuevo contra el colchón, con su pesado cuerpo sobre ella. La besó como si una bestia primigenia dentro de él se hubiese soltado de su correa y quisiera devorarla, su boca hambrienta y caliente pidiendo más, su lengua danzando con la de ella y obligándola a darle más. Ella se aferró a él rodeándolo con los brazos y las piernas y se abandonó a la tormenta que había provocado.
En otro momento, tendida exhausta y medio desnuda, se dio cuenta de que no sabía su nombre. Ese desconocimiento le dolió en algún lugar profundo dentro de ella que no dejaba tocar a nadie. La forma en que él la había besado la envalentonó, dejó reposar su mano sobre el pecho de él mientras estaba tendido cómodamente a su lado. El ritmo de su corazón se aceleró y se hizo más fuerte bajo sus dedos y ella aplastó su mano sobre él como si pudiera conectarse a ese latido de vida.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó con una voz dulce y somnolienta.
Tras unos instantes de silencio, como si él estuviera sopesando las razones de la pregunta, dijo tranquila y desdeñosamente:
– No necesitas saberlo.
En silencio, ella retiró la mano de su pecho y se acurrucó en su sitio. Deseaba saltar a horcajadas sobre él y provocarlo, darle la lata, sacarle la información, pero una de las reglas que había desarrollado con los años era la de no dar la lata, la de ser siempre agradable, y esa forma de actuar, o de no actuar, estaba tan arraigada dentro de ella que no fue capaz de insistir.
Sin embargo, su falta de confianza le sentó mal. Se sentía como si se hubiera creado entre ellos algún extraño vínculo aunque era obvio que él no sentía lo mismo. Él era un asesino, simple y llanamente, y permanecía en la cima de su profesión a base de no confiar en nadie.
Poco después, levantó la cabeza para mirar el reloj, y Drea hizo lo mismo. Ya casi habían pasado cuatro horas.
– Ya -dijo con un tono más áspero y profundo mientras se ponía encima de ella, separando sus rodillas y colocándose sobre ella, dentro de ella.
Sus músculos se tensaron y un gemido sofocado retumbó en su garganta, en su pecho. Se estremeció, como si poder dejar a un lado su autocontrol fuera un placer tan intenso que rozase el dolor.
Ella se quedó sin respiración por la energía de su invasión. Estaba inflamada y bastante dolorida por todo lo que le había hecho y eso era lo que le faltaba.
– Todavía nos queda una hora -se oyó decir a sí misma y se avergonzó para sus adentros del leve tono de súplica de su voz.