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—Nada, realmente —dijo él pero continuó riéndose—, sólo te imaginé colgada de este lavabo. Hay que tener práctica para mantener el equilibrio y lavarse al mismo tiempo. Si te caes, te puedes romper una pierna.

Jeanne estaba furiosa, no porque él se divirtiera, sino porque lo expresaba. Había cosas sobre las que no se debía hablar. Se ruborizó y se volvió con rabia al espejo.

Paul decidió calmarla. La besó suavemente en los hombros y dijo:

—Bueno, no seas así.

—Nosotros somos distintos —dijo ella.

Ella lo miró por el espejo y vio que todavía estaba burlando. A él, sus reservas le parecían tan pequeñas. Después de todo, sólo se trataba de dos cuerpos que chocaban en el abismo del mundo contemporáneo donde un acto no era más condenable que otro. Únicamente el calor palpable de la carne le parecía real a Paul.

Sin embargo, aun así, trató de contemporizar, por el momento.

—Perdóname —dijo y la volvió a besar—. ¿Me perdonas?

Jeanne rectificó:

—Sí —dijo y le sonrió con la espontánea naturalidad de una niña.

Paul se dio cuenta de que era el momento apropiado para avanzar y empujarla aún más.

—Entonces, ven aquí y lávame —dijo.

La sonrisa de Jeanne desapareció.

—¿Estás bromeando? —dijo en un inglés irregular—. ¡Ni se te ocurra! ¿Qué te hace pensar que me puedes dar órdenes?

Tenía un tono en la voz, una mezcla de enojo y miedo, pero Paul la ignoró. Hizo correr el agua y comenzó a enjabonarse las manos y luego el pene. Y se sentó a horcajadas en la bañera.

—No sabes lo que te pierdes —dijo.

Jeanne movió la cabeza con aire de incredulidad.

—¿Sabes lo que eres? —preguntó. Eres un cerdo.

—¿Un cerdo? —Paul consideró la posibilidad. La idea era divertida.

—Un water es un water —explicó ella con burla condescendiente—; y el amor es el amor. Mezclas lo sagrado con lo profano.

Para Paul no existía ninguna diferencia entre esos dos términos y decidió hacérselo saber. Pero por el momento se quedó en silencio. Jeanne prosiguió su maquillaje.

Paul se secó, consciente de que lo invadía un creciente malestar. La escena tenía un dejo de cotidianidad: pasaron para el mundo exterior, como dos esposos excesivamente familiarizados con las costumbres mutuas. La escena resultó demasiado agradable. Paul decidió cambiar la tónica.

—Una vez vi una película sueca muy triste que mezclaba lo sagrado y lo profano —comenzó a decir, sentado en el borde de la bañera poniéndose las medias.

—Todas las películas pornográficas son tristes —dijo ella—. Son la muerte.

—No era pornografía; sólo se trataba de algo sueco. Se llamaba Estocolmo secreto; era la historia de un joven muy tímido que finalmente tuvo la valentía de invitar una chica a su casa. Entonces, mientras estaba esperando, muy excitado, muy emocionado, empezó a preguntarse si no tendría los pies sucios. Lo verifica. Dan asco. Entonces corre al cuarto de baño a lavárselos. Pero no hay agua. Se desespera y no sabe qué hacer. De pronto tiene una inspiración. Pone el pie en el water y tira la cadena. Se le ilumina el rostro; lo ha conseguido. Pero cuando trata de sacar el pie del water, no puede. Está atascado. Trata de nuevo, lo intenta de cualquier manera, pero no hay suerte. Llega la chica y lo encuentra en un estado de desesperación, llorando, apoyado contra la pared y con el pie metido en el water.

Paul parecía complacerse con los aspectos sádicos del cuento y continuó:

—El muchacho le dice a la chica que se vaya y que no regrese jamás. Pero ella insiste en que no puede dejarlo en esa situación porque se morirá de hambre. Va a conseguir un fontanero. El fontanero estudia el caso pero no quiere hacerse responsable. «No puedo romper el water», dice. «Puedo lastimarle el pie.» Llaman a una ambulancia. Los enfermeros llegan con una camilla y entre todos deciden arrancar el water del piso. Ponen al muchacho en la camilla con el water todavía en el pie como si fuera un zapato gigante. Los dos enfermeros empiezan a reírse. El primero resbala en las escaleras y el segundo cae bajo la camilla. El water se le cae en la cabeza y lo mata instantáneamente.

Jeanne se rió nerviosamente. Paul se puso de pie bruscamente y salió del cuarto de baño, dejándola sola. Por lo menos podrían haber compartido el humor negro, pero él no estaba dispuesto a hacerlo.

Ya completamente vestido, Paul empezó a caminar por el living circular inspeccionándolo con ojo clínico. Pasó la mesa y las sillas al comedor. Y arrastró el pesado colchón desde el cuarto pequeño. Lo que antes había sido una especie de tabernáculo que los separaba del mundo exterior, ahora parecía tener el aspecto de un campo de enfrentamiento. Abrió un poco las persianas para permitir el paso de la luz.

Jeanne salió del cuarto de baño maquillada y lista para marcharse. Tenía el cabello cepillado y brillante, cuidadosamente recogido en un rodete en la nuca. Se miraron. Jeanne sonrió, vaciló e hizo un gesto impreciso dirigiéndose a la puerta. Pero Paul aún no había terminado con ella y de alguna manera ella se dio cuenta: Paul no tenía necesidad de llamarla.

Regresó al living room. Paul estaba bajo los rayos del sol, con el mentón levantado, mirándola con un frío desinterés. Ella le devolvió la mirada. Ahora eran dos combatientes que medían sus fuerzas.

—¿Vamos a empezar de nuevo? —preguntó ella.

Paul no le contestó, pero comenzó a desabrocharse la camisa lentamente. Imitándolo, Jeanne dejó a un lado el abrigo y el bolso, se sacó la blusa y los pantalones y por último quedó desnuda y orgullosa ante él.

—Queremos contemplarnos —dijo ella—. ¿No es cierto?

—Sí —dijo y por primera vez se fijó en ella como mujer—. Eso es.

Se sentaron en el colchón, uno frente al otro y entrelazaron las piernas. El le tocó el rostro con ambas manos, como si acabara de descubrirlo, luego, el cuello y los hombros, los pechos —donde se demoró maravillándose de su plenitud.

—¿No es hermoso de este modo? —preguntó él creyéndolo—. ¿Sin saber nada?

—Adán y Eva no sabían nada uno del otro —dijo ella.

—Somos como ellos pero al revés. Ellos vieron que estaban desnudos y tuvieron vergüenza. Nosotros vimos que teníamos ropa puesta y vinimos aquí para estar desnudos.

Entrelazaron las piernas en una posición sentada como en el Kama Sutra, cada uno con un muslo encima del muslo del otro. Jeanne le tomó el pene con las manos y lo puso dentro suyo. Paul pasó los dedos por las caderas de Jeanne y acarició la cálida abertura en su pelo púbico.

—Creo que podemos acabar sin tocarnos —dijo ella.

Echaron las espaldas hacia atrás, apoyándose en los brazos y se miraron.

—Con nuestros ojos —dijo ella— y nuestros cuerpos. El preguntó en tono de broma:

—¿Ya has acabado?

—No.

Paul se movió hacia adelante y hacia atrás.

Jeanne gimió:

—Es difícil.

—Tampoco yo todavía. No haces lo suficiente.

Sus movimientos se aceleraron. Paul acabó primero y se separó de ella. Pero Jeanne jamás había estado tan satisfecha. Por primera vez ambos empezaron a sentir algo aparte de la lascivia y de la excitación de una aventura ilícita: era una especie de lazo. Ella quiso decirle algo, pero no supo qué.

—Sé lo que voy a hacer —dijo ella de improviso—. Tendré que inventarte un nombre.

—¡Un nombre! ¡Por Dios! —dijo Paul riéndose y moviendo la cabeza—. Me han puesto ese nombre un millón de veces en mi vida. No quiero un nombre. Me siento mejor con un gemido o un gruñido. ¿Quieres saber mi nombre?

Se puso a cuatro patas. Hizo una especie de hocico con los labios y emitió un fuerte gruñido. Luego siguió gruñendo con un sonido que salía de lo profundo de su garganta, un sonido primitivo que los excitó a los dos. Jeanne le pasó los brazos por el cuello y puso un pie entre sus piernas.

—Es tan masculino —dijo ella—. Ahora escucha el mío.