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Tom le tomó las manos.

—Cierra los ojos —dijo—. Marcha atrás, anda, vuelve a encontrar tu infancia.

—Veo a papá dijo ella cooperando— con su uniforme...

—No temas. Supera los obstáculos.

—Papá en Argelia...

—Tienes quince años —dijo él—, catorce, trece, doce, once, diez, nueve...

—Veo mi calle preferida cuando tenía ocho...

Jeanne abrió los ojos, levantó de la mesa un cuaderno forrado. Comenzó a leer en voz alta.

—Deber para la clase de francés. Tema: el campo. Desarrollo: el campo es la tierra de las vacas. La vaca está enteramente cubierta de cuero. Tiene cuatro lados, el frente, el trasero, el lomo y la parte inferior...

—¡Encantador!

Jeanne levantó el diccionario y empezó a pasar páginas.

—La fuente de mi cultura fue el Larousse —dijo—. Lo copié

Leyó en voz alta.

—Menstruación, sustantivo femenino, función fisiológica que consiste en un fluido... Pene, sustantivo masculino, el órgano de la copulación que mide entre cinco y cuarenta centímetros...

—Muy instructivo —dijo él acercándose a la ventana y haciendo un gesto para que regrese el equipo.

Jeanne recogió una fotografía de su padre. Estudió el despliegue de medallas sobre el pecho, los galones de oro del uniforme que recordaba tan vívidamente, la manera en que se ponía firme con los dedos apenas doblados a los costados. Jamás lo había visto cometiendo alguna informalidad. Siempre había sido bueno y, sin embargo, ella nunca se había visto en libertad para subir sobre sus rodillas, tocarlo y besarlo. Su madre había venerado al coronel y Jeanne a menudo había detectado lo que hasta ese entonces se habían parecido a los celos por parte de su madre. Jeanne había llegado a desear ser un soldado como su padre, llevar un arma y moverse por la vida con esa espléndida seguridad. Cuando él se ofreció a enseñarle el uso de su pistola reglamentaria se sintió tan halagada que superó el horror que le producía el estallido y la muerte potencial que representaba y aprendió a tirar casi tan bién como él. Jeanne pensaba en el coronel como un anciano, pero un anciano invencible, y cuando murió fue como si todo el mundo quedara de pronto en peligro.

—¿Quién es este? —preguntó Tom con el dibujo de un chico tocando el piano.

Jeanne sonrió.

—Mi primer amor —dijo—. Mi primo, Paul.

El operador se interpuso entre los dos y enfocó con la Arriflex. Olympia estaba en la puerta, totalmente silenciosa.

—¿Por qué tiene los ojos cerrados? —preguntó la script.

—Estaba tocando el piano y lo hacía estupendamente. Lo recuerdo sentado allí y tocando las teclas con los dedos delgados. Practicaba horas seguidas.

Recordaba verdaderamente los ojos negros y las facciones afiebradas y enfermizas de su primo. Mientra sus padres tomaban el té en el salón mirando el jacinto en flor y los espinos y hablando de los viajes por el África, ella y él se escapaban en silencio...

Jeanne abrió la ventana y señaló el patio trasero.

—Esos dos árboles —dijo—, el castaño y el platanus; allí era donde nos sentábamos. Cada uno tenía su propio árbol y nos mirábamos. Mi primo me parecía un santo.

Tomó a Tom de la mano y lo llevó hasta el patio.

—¿No son hermosos? —preguntó y señaló el lugar lleno de maleza y de hierbas. Pero Jeanne no las vio porque estaba recordando lo que había sido; estaba mirando por encima de todo, y no podía ver el deterioro que la rodeaba.

—¿No son hermosos? —repitió como si Tom no lo pudiera ver por sí mismo—. Para mí, esos árboles eran como una selva verdadera.

Qué fácil le resultaba idealizar a Tom. Sus entusiasmos y sus desilusiones alentaban a Jeanne y la impulsaban a meterse en su propia fantasía. Pero no pudo proseguir. La realidad se puso a su alrededor tan masiva como una nubes tormentosas y los aspectos más sórdidos de su infancia clamaron por ser revelados.

Olympia se aproximó con una foto del coronel en la mano como si fuera un icono.

—¡El coronel era un hombre espléndido! —dijo a quien quisiera escucharle e intentó que el operador enfocara lo que ella consideraba lo más importante de la villa.

—Hasta me asustaba —admitió.

Jeanne volvió a contemplar la foto y recordó el miedo que había sentido siempre que él estaba enojado. De pronto pensó en Paul, en su orgullo y fortaleza y quiso estar a su lado. Miró a su alrededor y por primera vez se percató de que la villa necesitaba pintura, de la erosión en un rincón del jardín, de muro agrietado, de las hierbas y a la vista a distancia de los techos de cartón alquitranado.

—En mi tiempo no había nada de eso —dijo con disgusto, entrando en la maleza seguida por el equipo de filmación.

Se sintió castigada y de una manera engañada por esta visita y cuando descubrió a media docena de niños de piel oscura de cuclillas entre las moras, defecando, se enfureció como si la estuvieran violando.

—¿Qué están haciendo? —les gritó mientras ellos se subían los pantalones y huían.

Jeanne tomo del brazo a unos de los chicos y lo zarandeó. Sus ropas apenas eran algo más que trapos y el chico temblaba mientras trataba de patearla en la espinilla. Jeanne vio que Olympia levantaba del suelo un palo y se acercaba rápidamente por el matorral, el operador corriendo junto a ella para mantenerla en foco.

—¿No tienes otro lugar para ir a hacer eso aparte de mi bosque? —preguntó Jeanne al chico y se dio cuenta de que éste no la podía comprender.

—Corre —dijo ella—. ¡Lárgate de aquí!

El chico disparó y salto por encima del muro como un animal.

—¡Si te pesco, te colgaré —gritó Olympia. Vete a cagar a tu propio país, miserable.

Olympia levantó una piedra y la arrojó inútilmente contra los intrusos.

—Africanos —dijo con tono de disgusto—, ya ni siquiera se puede vivir en la propia casa.

Jeanne dio media vuelta y miró a su alrededor y se dijo a sí misma: «Envejecer es un crimen.»

Tom se puso a su lado, respirando agitadamente, y señaló con un gesto al operador. Tenía el rostro contraído por la excitación y el orgullo.

—¿Lo conseguiste? —preguntó Jeanne.

—Todo.

—Olympia estuvo magnífica. Ahora tendrás una idea precisa de las relaciones raciales en los suburbios.

Jeanne se percató de que tenía los ojos húmedos.

Tom no se dio cuenta y dijo:

—Ahora cuéntame de tu padre.

—Pensé que ya era suficiente por el día.

Se alejó de él y se encaminó a la entrada principal. De pronto, Tom le pareció confinado dentro de las ilusiones de su propia infancia, un personaje engreído e ingenuo.

—Una última cosa —dijo él acercándosele rápidamente.

—Tengo prisa.

—Tan sólo cinco minutos, Jeanne —y su voz pareció denotar sorpresa y dolor—. ¿Qué me dices del coronel?

—Tengo una cita de negocios —le dijo ella mintiendo con facilidad.

Fue directamente al portón y no se molestó en cerrarlo.

VIII

La promesa de la mañana desapareció cuando un nubarrón se cruzó con el sol. Este brilló brevemente a través de las nubes, como una oblea finísima, y luego oscureció. La lluvia invernal ensombreció el rostro de París; el viento la llevaba y la desintegraba contra los cristales altos y curvos de las ventanas de los edificios. Una pálida luz reflejada jugaba sobre las paredes del living-room creando la ilusión del agua en movimiento. La habitación había comenzado a tener el perfume del sexo.

Estaban echados desnudos sobre el colchón; el brazo de Jeanne descansaba sobre el ancho tórax de Paul y ella miraba en otra dirección. Paul tenía una armónica plateada y brillante en la mano y la sopló produciendo únicamente notas inconexas y quejumbrosas.

—Qué vida —dijo ella, hablando como si soñara—, no hay tiempo para descansar.

La mañana todavía estaba dentro de ella con sus memorias soterradas de la infancia. Sintió un deseo irrazonable de compartir su desilusión con Paul.