—El coronel —comenzó a decir— tenía ojos verdes y botas brillantes. Yo lo reverenciaba como a un dios. Era tan apuesto con su uniforme.
Sin agitarse, Paul dijo:
—Qué pila humeante de bosta de caballo.
—¿Qué? —Jeanne se sintió enfurecida—. Te prohibo que.. .
—Todos los uniformes son una mierda; todo lo que hay fuera de este lugar es una mierda. Además, no quiero escuchar los cuentos de tu pasado y todas esas cosas.
Ella sabía que era tonto de su parte esperar que él la comprendiera, pero continuó diciendo:
—Murió en 1958, en Argelia.
—O en el 68 —dijo Paul— o en el 28 o en el 98.
—¡En 1958! Y te prohíbo que hagas bromas al respecto.
—Escucha —dijo él pacientemente—, ¿por qué no dejas de hablar de cosas que no tienen la menor importancia en este lugar? ¿Qué diablos significan aquí?
—Entonces, ¿que tengo que decir? —preguntó ella débilmente y como buscando consejo—. ¿Qué tengo que hacer?
Paul le sonrió. Tocó con la armónica unas pocas notas de una melodía infantil con habilidad y sentimiento; luego cantó: —Ven a la buena barra, Lolly-pop...
Jeanne movió la cabeza con aire desconsolado; Paul parecía muy distante.
—¿Por qué no vuelves a América? —preguntó.
—No lo sé. Malos recuerdos, supongo.
—¿De qué?
—De mi padre —dijo él recostándose sobra el estómago y apoyándose sobre los codos para que su cara estuviera más próxima a la de ella—, era un borracho, un jodido —ahora acentuó la palabra—, un putañero, un peleador... supermasculino. Sí, era un tipo jodido —se le ablandó la expresión—. Mi madre era muy poética, también una borracha y la recuerdo de niño cuando la arrestaron desnuda. Vivíamos en un pueblito, una comunidad de agricultores. Yo llegaba de la escuela y ella ya se había ido. Estaba presa o en cualquier otro lado.
Una expresión de placer apenas perceptible le cruzó el rostro y sacó la tensión de sus facciones. Hacía tanto tiempo que no pensaba en esas cosas que ya habían dejado de existir para él.
—Tenía que ordeñar una vaca —dijo— todas las mañanas y todas las noches y eso me gustaba. Pero recuerdo una vez que estaba vestido para salir y llevar a una chica a un partido de basketball y mi padre dijo: «Tienes que ordeñar la vaca.» Y yo le pregunté si por favor no la podía ordeñar él en mi lugar. ¿Sabes lo que me respondió? Dijo: «¡Lárgate de aquí!» Entonces salí y tenía mucha prisa y no tuve tiempo de cambiarme los zapatos y me los llené de bosta. Cuando íbamos rumbo al partido, el auto estaba hediondo.
Paul hizo una mueca.
—No sé —dijo tratando de desechar lo que había recordado—. No puedo recordar muchas cosas buenas.
Jeanne insistió.
—¿Ni una? —preguntó en inglés para hacerlo sentir mejor. Los recuerdos le fascinaban.
—Algo sí —dijo él menos implacable Había un granjero, un viejo muy bueno que trabajaba mucho. Yo trabajaba con él en un zanjón secando la tierra para poder plantar. Usaba sobretodo y fumaba con una pipa de arcilla. La mayor parte del tiempo no le ponía tabaco. Yo detestaba el trabajo; hacía mucho calor, había mucha suciedad y me dolía la espalda. Y todo el día yo observaba que la saliva del viejo corría por el caño de la pipa y colgaba de la punta. Hacía apuestas conmigo mismo acerca de cuándo caería al suelo y siempre perdía. Jamás la vi caer. Dejaba de mirar un segundo y desaparecía y luego un nuevo salivazo ya estaba allí.
Paul se rió en silencio y movió la cabeza. Jeanne temía moverse porque tal vez él dejaría de hablar.
—Y luego teníamos una perra hermosa —continuó diciendo él con una voz que ella aún no había escuchado y que era casi un susurro—. Mi madre me enseñó a amar la naturaleza. Supongo que era todo lo que podía hacer; frente a nuestra casa había un gran campo abierto. En el verano era una plantación de mostaza y nuestra gran perra negra, llamada Dutchy, cazaba allí los conejos. Pero no los podía ver, así que tenía que saltar en el aire y mirar rápidamente para darse cuenta de dónde estaban los conejos. Era algo muy hermoso, pero nunca cazó nada.
Jeanne lanzó una carcajada. Paul la miró sorprendido.
—Te has traicionado —dijo ella con aire de triunfo.
—¿Realmente?
Ella le imitó la voz sonora hablando inglés con un fuerte acento.
—No quiero saber nada de tu pasado, Baby. Pero todo salió afuera, Baby.
Paul se echó hacia atrás y la miró fríamente. Jeanne dejó de reírse.
—¿Piensas que te estaba diciendo realmente la verdad? —preguntó y cuando ella no respondió, agregó—: Tal vez si, tal vez no.
De cualquier manera Jeanne sintió que de algún modo, Paul se había mostrado más humano. Fue ella quien inició la tercera coquetería sexual del día.
Dijo con tono juguetón:
—Yo soy Caperucita Roja y tú eres el Lobo.
Paul empezó a gruñir pero ella lo silenció poniéndole un dedo sobre los labios. Con su otra mano le acarició los anchos hombros.
—Qué brazos más fuertes que tienes —dijo ella.
Paul decidió seguir el juego de Jeanne pero lo haría para sus propios fines y con su cruel sentido del humor. En ese día ya había hecho demasiadas concesiones.
Paul dijo:
—Para apretarte y hacerte eructar mejor.
Ella le examinó la mano.
—Qué uñas más largas tienes.
—Para rascarte el culo mejor.
Ella le pasó los dedos por el pelo púbico.
—Qué pelos más largos tienes en la piel.
—Para que tus cangrejos puedan esconderse mejor.
Ella miró en el interior de su boca.
—Oh, qué lengua más larga tienes.
—Para clavártela... —Paul hizo una pausa por el efecto— en el culo, querida.
Jeanne le tomó el pene con la mano y se lo apretó.
—¿Para qué es esto? —preguntó.
—Es tu felicidad.
Paul aprovechó la oportunidad de dar rienda suelta a su erudición.
—Pija —dijo mientras ella aún lo tenía agarrado— Wicnerwurtz, jui, cazzo, prick, verga...
Ella estaba encantada con su desvergonzado orgullo por el órgano masculino.
—Es gracioso —dijo ella—, esto es como jugar a los adultos cuando eres pequeño. Aquí me vuelvo a sentir como una niña.
—¿Te divertiste cuando niña? —preguntó Paul con aire ausente. Aceptaba la mano de Jeanne como tributo y como estímulo, en ese orden.
—Es lo más hermoso que existe —dijo ella, ahora lejos de la villa y abierta a la inundación de recuerdos idealizados. Paul esperaba esta reacción y decidió destruirle los recuerdos deliberadamente y manteniendo el mismo tono.
—Es lo más hermoso que hay y que se convierte en un chisme —dijo él respirando agitado—, o que obliga a que uno admire la autoridad o se deba vender por un caramelo.
—Yo no era así.
—¿No?
—Yo escribía poemas; dibujaba castillos, castillos enormes con torres altísimas.
—¿Nunca pensabas en el sexo?
—Nada de sexo —respondió ella con énfasis.
—No, nada de sexo— simuló creerle—. Entonces probablemente estabas enamorada de tu maestro.
—Mi maestra era una mujer.
—Entonces era una lesbiana.
—¿Cómo te enteraste? —Los instintos de Paul la sorprendían y enfurecían al mismo tiempo. Apenas podía recordar a su profesora, Mademoiselle Sauvage, que regañaba a propósito a las niñas para luego poder consolarlas. ¿Era entonces todo corrompido?, se preguntó.
—Es una situación clásica —dijo Paul—. De cualquier manera, continúa.
—Mi primer amor fue mi primo; se llamaba Paul.
El nombre, cualquier nombre, lo molestaba.
—Voy a pescarme hemorroides si sigues diciendo nombres. No me importa si me dices la verdad, pero no me des nombres.
Jeanne se disculpó. Vaciló antes de continuar pero él comprendió la vulnerabilidad de Jeanne y la animó a que siguiera.
—Pues, continúa —dijo— y di la verdad.