—Donde se asesina a la libertad —dijo él.
—Donde se...
—El egoísmo asesina a la libertad.
Clavó los dedos en su carne como si ella se pudiera evaporar y escapar de él. Ya no era posible escapársele ni rechazarlo y sus sollozos sólo servían para que él la penetrara más profundamente.
—La familia...
—La familia —repitió ella con un largo y agónico gemido.
—Tu familia de mierda, de mierda —susurró él acabando—. ¡Oh por Dios!
Jeanne quedó echada sobre el piso, totalmente desamparada. Pasó el espasmo, pero Paul no salió de ella. Le tomó el cabello con una mano y le hizo girar la cabeza en dirección al hueco secreto. Con la otra mano, levantó un poco la tabla.
—¡Abrela! —le ordenó.
—¿Por qué? —preguntó Jeanne aún gimiendo. ¿Qué más podía querer después de esta última y devastadora degradación?
—¡Abrela! —repitió él.
Jeanne levantó la alfombra poniendo al descubierto una cavidad no más grande que un ladrillo. Estaba vacía.
Paul rodó a un costado y quedó echado en el piso. Ahora todos los orificios habían sido violados; todos estaban vacíos. El vacío de Paul permanecía insatisfecho.
Lentamente, Jeanne se puso los pantalones, reprimió los sollozos y se limpió la nariz con la manga de tela rústica de su blusa campesina. Podría haberse ido entonces, pero sintió que su propio poder estaba creciendo. El no tenía derecho a tratarla de ese modo, como a una esclava.
Fue al hall y recogió el tocadiscos y lo llevó al living room donde se arrodilló para abrirlo. Desenrolló el cable, sacó el enchufe y lo insertó en la pared. Saltaron chispas azules y ella retiró la mano.
—¡Merde! —exclamó.
Miró a Paul que parecía recuperado y con un brazo sobre los ojos. Jeanne recordó que no sabía su nombre.
—¡Eh, tú! —dijo.
Él se dio vuelta.
—¿Sí? —dijo con voz ronca.
—Tengo una sorpresa para ti.
—¿Qué? —Paul no comprendió y ella se le acercó simulando una sonrisa.
Paul se puso de rodillas y se abrochó los pantalones.
—Muy bien —dijo—. A mí me gustan las sorpresas.
Ya había dejado de lado lo que acababa de hacer; no era más que una nueva violación del templo y ella lo odió aún más por esa indiferencia ante lo que había hecho. Quería herirlo, poner ese cuerpo poderoso en corto circuito, ver cómo desaparecía su fortaleza y alguna evidencia de tormento físico. No veía la hora de hacer lo que pensaba hacer.
—¿Qué pasa? —preguntó Paul.
—Música —dijo ella aún sonriente—, pero no sé cómo funciona.
Le pasó el cordón y señaló el enchufe en la pared. Luego retrocedió. Paul tomó el enchufe y sin vacilar lo metió en la pared. Entonces se produjo una lluvia de chispas y se oyó un ruido fuerte al tiempo que él saltaba y arrojaba el cable al piso.
—¿Disfrutaste? —preguntó Paul controlando su rabia.
Jeanne no estaba segura.
—Sabes, hay un tipo —dijo— que me persigue. Unicamente viene aquí cuando no estás. Apenas te vas, él entra. Y me mira —tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Estás llorando por culpa de este tipo? —preguntó él impertérrito.
—Estoy llorando porque sabía que ibas a recibir un shock y no dije nada. Lloro debido a lo que hiciste. Lloro porque no puedo soportarlo más.
—Es una frase de los suicidas —dijo Paul con naturalidad—. Algunos hasta llegan a escribirla. ¿Te vas a matar?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Ninguna razón especial —hizo una pausa—. Piensas en el suicidio por lo menos una vez al día, ¿no es así?
—Yo no, pero me gusta la idea... es romántica.
—Conocí una persona que nunca pensó en ello, pero un día se suicidó.
—Oh, Dios santo —dijo—, me olvidé de mi cita. Sólo vine aquí para darte el tocadiscos.
—Las citas están hechas para no cumplirlas.
Jeanne se secó las lágrimas con la manga de su abrigo y lo miró. Paul no se había movido.
—¿Y tú? —preguntó ella dirigiéndose a la puerta.
—¿Y yo qué?
—¿Te vas a matar?
Paul sonrió por primera vez.
—No soy del tipo de los que se matan —dijo—. Soy del tipo de los que matan.
XIII
La vieja barcaza estaba inclinada muy a estribor y su nombre, L'Atalante, era apenas visible en la pintura descascarada de la proa. Jeanne había pasado muchas veces al lado de la barcaza anclada en el canal St. Martin, adornada con hilos llenos de luces de colores y mostrando un cartelón que anunciaba que era un salón de bailes. El letrero estaba medio caído, los cables enormes apenas parecían poder mantener a flote la barcaza y la cubierta del frente estaba abarrotada de pedazos de muebles baratos y unos pocos accesorios náuticos de metal.
Jeanne cruzó rápidamente el empedrado de la orilla. Tom y el equipo la esperaban pacientemente en la proa y ella los saludó agitando la mano. Ahora Tom tan inofensivo y tan previsible comparado con la violencia irracional de Paul. Lo que hacía Tom era siempre un juego, un juego cinematográfico, pero con Paul, las cosas nunca eran lo mismo. Le parecía que cada vez que se encontraba con Tom, ella traía consigo una nueva y más extrema degradación que él nunca podría ni siquiera sospechar. Se estaba acostumbrando a su doble vida, a pesar de que cada vez que dejaba a Paul, se decía que era la última vez.
El capitán de la barcaza estaba de pie entre sus porquerías con un cigarro en la mano llena de tatuajes.
—No venderé nada —le dijo cuando ella subió a bordo.
—Todos tienen algo para vender —dijo Jeanne, sonriendo. Podía usar algo de esa basura en su negocio de antigüedades cerca de Les Halles.
Tom se acercó, la tomó del brazo y la llevó hasta la barandilla de proa. El operador metió las manos en un bolso negro y cargó la cámara con película virgen; el tipo del sonido estaba de cuclillas en la cubierta preparando todo para la entrevista. Frunció el ceño cuando el capitán puso un viejo disco de 78 revoluciones en el tocadiscos y una voz nasal y masculina comenzó a cantar «Parlami d’amore Mariu».
Tom le preguntó a Jeanne:
—¿Cuál es tu profesión?
—Soy una persona ocupada.
Sonrió para la cámara.
—Pensé que eras una anticuaria —dijo él con cierta gravedad en la voz.
—No, tengo negocios con las mellizas. Soy una entrometida, la que mete la nariz en las cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
—Cualquier cosa de 1880 a 1935.
—¿Por qué precisamente esos años?
—Porque en materia de antigüedades, 30 años fueron revolucionarios.
Él la miró con exasperación.
—No comprendo —dijo—. Repite, repite. ¿Qué clase de años fueron esos?
—Revolucionarios. Sí, el Art Nouveau es revolucionario en comparación con el resto del siglo XIX y la época victoriana. Comparado con bric-a-brac y el mal gusto.
—¿Mal gusto?
Tom miró a los miembros de su equipo como si buscara una explicación; era obvio que Jeanne no le contestaba como él había previsto.
—¿Gusto? —repitió—. ¿Qué es eso? Y ¿cómo puedes pensar que es revolucionario recolectar objetos viejos que alguna vez fueron revolucionarios?
—¿Quieres pelear? —preguntó ella dándose cuenta de que él la estaba provocando.
—Muy bien, muy bien.
Tom levantó los brazos en son de paz.
— ¿Dónde encuentras estos objetos . . . revolucionarios?
—En los remates, en diferentes mercados, en el campo, en las casas particulares...
—¿Entras en las casas de la gente? ¿Qué clase de gente?
—Gente vieja —dijo ella—, si no, sus hijos, sobrinos, nietos. Esperan a que se mueran los viejos. Y luego lo venden todo y lo más rápido que pueden.
—¿No es un poco morboso? Francamente, me disgusta un poco. El olor de las cosas viejas, los despojos de los muertos...
—No es algo que entusiasma.