Ahora Jeanne caminó con energía por la cubierta.
—El modo en que opero —dijo— con el pasado es algo que entusiasma. Se trata de descubrimientos, un objeto con historia. Escucha, una vez encontré un reloj despertador que había pertenecido al verdugo de París.
—Eso es espantoso. ¿Te gustaría tener el despertador del verdugo junto a tu cama?
Ella se le acercó con las manos en la cintura.
—Realmente, ¿estás tratando de iniciar una pelea? —preguntó ella—. ¿O simplemente le tienes aversión a las antigüedades?
—Te escucho buscar estas cosas viejas, hablar de este espantoso reloj despertador...
Hizo una pausa, controlando la emoción de su voz y luego continuó hablando:
—Y luego te veo a ti... saludable, limpia, moderna...
—¿Moderna? —Jeanne se rió—. ¿Qué significa eso? Es sólo la moda.
—Mira a tu alrededor. Vestidos de los años 30 o 40..
—Vestidos que puedo comprender. Eso me hace pensar en las películas.
Tom abrió los brazos y miró el cielo.
—...de las estrellas cuando realmente eran estrellas. Rita Hayworth...
Jeanne movió la cabeza con gesto de desilusión.
—Cuando se trata de películas —dijo—, entonces tú comprendes. Pues bien, ése es un modo de rechazar el presente. Estoy en el proceso de hacerme hacer un vestido como el que usó mi madre en esa fotografía de 1946. Era hermosa con esos hombros anchos..
—Así es —interrumpió Tom—, ésa es una manera de rechazar el presente.
—Es mucho más fácil amar algo que no nos afecta demasiado directamente, algo que se mantiene a cierta distancia. Como tu cámara.
Fue como una especie de acusación. Tom pareció dolido, se dio media vuelta y habló rápidamente al operador.
—¡Distancias! Ya verás... Dame la cámara. Yo continuaré a partir de ahora.
Le dijo al hombre del sonido que colgara el micrófono.
—Déjalo en funcionamiento. Y ahora, fuera de aquí, ¡todos ustedes! —Indicó también a la script que se fuera y retornó enojado hacia Jeanne—. No vivo de nostalgias. El presente es importante. Siéntate en esa hamaca.
Señaló una hamaca que estaba en la proa; ella cumplió sus instrucciones, impresionada de este súbito alarde de iniciativa. Tom habló mientras enfocaba la cámara.
—Muévete un poco, canta.
Jeanne empezó a cantar. Canturreó la canción «Une jolie filie sur la balancoise» e interpretó el papel.
Tom se rió.
—Ya es algo distinto —dijo—. ¿Sabes por qué les dije que se fueran?
—Porque estabas enojado. O porque quieres estar a solas conmigo.
—Y ¿para qué quiero estar a solas contigo?
—Tienes que decirme algo —especuló ella— a solas.
—¡Bravo! —exclamó Tom—. ¿Qué?
—¿Es triste o alegre?
—Es un secreto.
—Entonces es alegre. ¿Qué clase de secreto?
—Veamos...
Tom simuló estar pensando.
—...un secreto entre un hombre y una mujer...
—Entonces se trata de algo obsceno —dijo ella riéndose—. ¿O es algo relacionado con el amor?
—Sí, pero eso no es todo.
—Un secreto de amor.
Se llevó el puño al mentón; Tom continuaba con el ojo pegado a la cámara.
—Un secreto de amor con algún pretendiente que no es de amor —dijo ella—. Me doy por vencida.
—Quería decirte que dentro de una semana me voy a casar contigo.
—¡Vaya novedad!
—Por supuesto, depende de ti.
—¿Y de ti?
—Yo ya lo he decidido —dijo él—. Todo está preparado...
—Oh, Tom, todo esto es tan extraño. Me parece imposible.
—La toma no está saliendo bien. Las manos me tiemblan de la emoción.
Ella empezó a mecerse y a levantar los pies cada vez más altos.
—Todavía no me has contestado —dijo él.
—Porque no lo comprendo.
Jeanne tenía el rostro muy ruborizado y esbozaba una sonrisa ancha que no se comprendía. Miró a su alrededor, el canal, el capitán que guardaba sus porquerías en unas cajas, las casas que se alineaban en la orilla, el vuelo sincronizado de un par de palomas, y no se pudo concentrar en nada concreto. Lentamente la hamaca se detuvo.
—¿Pues bien? —preguntó Tom—. ¿Sí o no?
Una traza de ansiedad cruzó el rostro de Jeanne; pasó los brazos por el cuello de Tom.
—Deja de filmar —susurró—. Se supone que me casaré contigo y no con la cámara.
Tom levantó un viejo salvavidas y, en celebración, lo arrojó a las aguas del canal. Para su mutua sorpresa, se hundió rápidamente.
XIV
Jeanne abrió la puerta del apartamento de su madre con su propia llave. Había subido corriendo las escaleras en vez de esperar el ascensor, ansiosa por comunicar la buena noticia; la vista del amplio estudio amueblado cómodamente la produjo un efecto desalentador. Una pared estaba cubierta de armas primitivas africanas y objetos de arte similares a los que colgaban en la villa. La habitación era clara y aireada, pero transmitía una sensación de nostalgia y de tiempos pasados.
Corrió al dormitorio de su madre.
Una mujer apuesta con el pelo grisáceo pulcramente arreglado y un aire innato de autoridad se encontraba de pie junto a la cama que estaba recubierta de viejos uniformes militares. Tenía un par de botas brillantes apretadas contra el pecho.
—Hola, madre —dijo Jeanne y le dio un beso.
—Has vuelto temprano.
—Bueno, bueno, así parece.
Caminó por la habitación e inspeccionó los galones dorados de los uniformes y tocó los talones de las botas.
—Estoy de un humor excelente —dijo.
—Mejor así.
Su madre levantó las botas mientras dejaba escapar un gesto de admiración.
—Dime. ¿Qué opinas? ¿Crees que las debo enviar a la villa?
—Envía todo.
Hizo una pirueta en medio del dormitorio, levantó los brazos y se sacó el pelo de la cara.
—De cualquier manera, Olympia es el museo de la familia.
—Pero las botas, no —insistió la madre—. Las dejaré aquí conmigo. Su contacto me hace temblar.
Jeanne tomó una gorra llena de galones y se la puso ladeada sobre la cabeza; luego se acercó a un pesado uniforme de lana y pasó la mano por los botones y los bordes.
—Uniformes —dijo—, todas esas cosas militares nunca envejecen.
Dejó la gorra y el abrigo. La vieja pistola reglamentaria de su padre estaba en el cajón abierto de la cómoda; la sacó de la gastada cartuchera y la revisó atentamente. Las balas todavía estaban en su sitio.
—Me parecía tan pesada cuando era pequeña y papá me enseñaba a tirar con ella.
Apuntó a la enredadera que colgaba de una maceta en la ventana.
—¿Por qué no la envías a la villa? —preguntó—. ¿Para qué quieres una pistola en este lugar?
—En cualquier casa respetable, un arma de fuego es siempre útil —contestó la madre.
Comenzó a guardar los uniformes en las valijas.
Jeanne puso la pistola en su sitio, cerró el cajón; empezó a revisar una caja de papeles viejos.
—Ni siquiera sabes cómo se usa.
—Lo importante es tenerla. Por sí sola, tiene su efecto.
Jeanne descubrió en la caja una vieja y agrietada billetera de cuero. La abrió y sacó el documento de identidad del coronel. Luego descubrió una fotografía escondida dentro del documento, una foto amarillenta y rayada: era una joven árabe que mostraba con orgullo los pechos desnudos a la cámara.
Jeanne escondió la billetera en su bolso. Se volvió hacia su madre y le mostró la foto.
—¿Y ella? —preguntó—. ¿Quién es?
Su madre frunció el entrecejo de modo casi imperceptible. Era evidente que se trataba de una de las muchas amantes que el coronel había tenido durante sus campañas africanas.
—Hermoso ejemplar bereber —dijo con dignidad mientras continuaba empaquetando—. Una raza fuerte. Traté de tener varias en la casa, pero no servían como domésticas.
Era el contrapunto femenino del soldado profesional de éxito: un modelo de perfecciones y de estoicismo ante las calamidades. Ahora su deber era con la memoria reverenciada de su gallardo marido: no permitiría que nada la empañase.