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Cerró una de las maletas con decisión y la puso sobre el piso. Sonrió a su hija.

—Estoy contenta de haber decidido enviar todos éstos a la villa. Las cosas se amontonan.

Jeanne le dio un beso cariñoso.

—Pronto tendrás todo el espacio que quieras.

Su madre la miró, pero Jeanne giró sobre los talones y se encaminó a la puerta.

—Tengo que irme —dijo—. No he terminado de trabajar. Pasé un momento para decirte...

Salió de la habitación y su madre la siguió. Jeanne se apoyó contra el botón del ascensor.

—¿Decirme qué? —preguntó su madre.

—Que me voy a casar.

Abrió la puerta del ascensor y entró.

—¿Que vas a qué?

Su madre se aferró a las rejas afiligranadas del ascensor mirándola con ojos incrédulos.

—Me caso dentro de una semana —dijo Jeanne mientras desaparecía de la vista.

En camino a la tienda, Jeánne entró en una máquina automática de fotos en la estación Sir Kakeim del metro. Introdujo las monedas en la ranura, cerró las cortinas de plástico y se encontró a solas sentada en un banco duro de madera ante su propio reflejo en el espejo de dos caras.

La cámara sacó la primera foto. Dobló el rostro hacia la izquierda, luego a la derecha, y esperó cada vez a que la máquina automática le sacase la foto.

Con un arranque impulsivo, se desabrochó la blusa y expuso los pechos ante la cámara.

—Buen ejemplar bereber —se dijo al oír el ruido del último flash.

Esperando en la plataforma del metro, Jeanne observó la angosta calle llena de gente y vio cómo la gente pasaba, furtiva, frente al café, algunos portando valijas. Viajeros de S. Lazare, pensó, muchos de ellos extranjeros. Acarició la foto bereber en el bolsillo y la que acababa de sacarse a sí misma. La primera le había dicho algo acerca de su padre que jamás había sospechado: ahora pensaba en él como un hombre capaz de deseos sexuales y de inspirarlos. Debía haber tenido una vida secreta y la idea la intrigó. De saberlo su madre, ya no le importaba. Qué pronto se acomodaba la gente a las demandas de la carne. Al haberse sacado una foto con los pechos al aire sintió que había establecido una nueva relación con su padre. También lo había hecho como una broma, se dijo, y quería compartirla con uno de sus amantes. Luego se dio cuenta de que tanto Tom como Paul la desaprobarían, pero por razones diferentes: Tom diría que era algo vulgar. Y Paul la torturaría por su sensiblería.

Jeanne subió al tren y cruzó la ciudad pensando en su aventura, ignorante de los demás pasajeros. La idea de que su padre pudiera haber tenido una aventura parecía justificar sus encuentros con Paul.

Pero si en verdad se iba a casar con Tom, tenía que por lo menos realizar algún ajuste mental. De lo contrario, ocurriría algo espantoso.

Se apeó del tren y caminó hacia el refugio del viejo mercado de Les Halles donde estaba su tienda de antigüedades. Lo primero que notó fue que los vidrios del escaparate estaban sucios. La habitación única era una jungla: pies de lámparas, percheros de sombreros, patas de sillas labradas y un viejo canapé entre botellas polvorientas. Al lado de la puerta de entrada, había un barril lleno de antiguos bastones.

En el fondo de la tienda, sus dos ayudantes, Monique y Mouchette, estaban abriendo un cajón de basuras. Las mellizas tenían largo cabello rubio y los pantalones cubiertos de parches de colores. Técnicamente eran las ayudantes de Jeanne. Ella empezó el negocio con dinero de su madre, pero por lo general eran las mellizas quienes se enfrentaban a las ricas matronas de Auteuil que venían a comprar las reliquias de Jeanne. Eran más jóvenes que Jeanne, pero como habían participado en la revuelta estudiantil de 1968 cuando todavía asistían a la escuela primaria, tendían a tratarla como a una impetuosa hermana menor.

—Hola —dijo Jeanne—. Me voy a casar.

Las mellizas se incorporaron y se sacaron los pelos de los ojos.

Miraron a Jeanne sin poder creerlo y luego cruzaron las miradas.

—¿Qué sientes ahora que te vas a casar? —preguntó Monique.

Jeanne sabía que Tom no les gustaba.

—Voy a ser más serena, más organizada —dijo Jeanne desabrochándose el abrigo. Pensaba ayudar a sacar las cosas de los cajones—. He decidido ser una persona seria.

Las mellizas lanzaron una carcajada.

—¿Qué harían en mi lugar? —preguntó Jeanne.

—Me pegaría un tremendo golpe en la cabeza —dijo Mouchette.

—Me haría monja —dijo Monique.

¿Y renunciar al sexo?, pensó Jeanne. Empezó a sacarse el abrigo, luego se detuvo. Empezaría la nueva etapa diciéndole a Paul que se iba a casar, que la aventura había terminado. Después de todo, el matrimonio de sus padres había persistido tal vez debido a una actitud semejante de parte de su padre. En ese momento, se sintió enormemente fuerte.

—He tomado una decisión importante —dijo abrochándose nuevamente el abrigo—. Se acabó. A partir de hoy, no lo veré nunca más.

—¿No hay boda? —preguntó Mouchette.

—Sí —dijo Jeanne por encima del hombro—, me voy a casar. ¡Soy una mujer libre!

Monique y Mouchette intercambiaron miradas, más confundidas que nunca.

—Jamás la comprenderé —dijo Monique.

—De cualquier manera, no se dice «libre»; se dice «liberada».

XV

¡Una mujer libre! Jeanne jugó con la frase al dejar la tienda. Iba ensimismada y no se dio cuenta de la presencia del camión cerrado estacionado en la esquina.

En su interior, escondidos detrás de unas pilas de cartones, estaban hincados Tom y su equipo con la grabadora y la Arriflex y un lío de cables. Tom acercó el ojo a la cámara y enfocó a Jeanne que caminaba hacia la esquina. La script, con el pelo atado con un pañuelo, estaba arrodillada a su lado, hombro con hombro, pero Tom estaba concentrado en su tarea.

—Si yo estuviera en el lugar de Jeanne —dijo la guionista—, me olvidaría de la película después de una actuación como ésta.

Tom cambió de posición para obtener un plano mejor. El motor empezó a funcionar con una fuerte explosión, pero el conductor esperó para ver si Jeanne tomaría un taxi en la esquina.

—Te estás comportando como un espía —dijo la script a Tom.

Él no contestó, pero subió su mano por el suéter hasta que le cubrió el pecho pequeño y firme. Se lo apretó de una manera juguetona.

—Tal vez te gustaría estar en su lugar —dijo sin sacar el ojo de la cámara.

El conductor la siguió lentamente y luego la adelantó. Tom entregó la Arriflex al operador pidiéndole con gestos que empezara a filmar. Ahora estaban silenciosos y concentrados.

La luz roja del semáforo detuvo el tráfico. De pronto Jeanne cambió de dirección y se encaminó directamente al camión.

—Nos ha visto —dijo Tom. Estamos cagados.

Jeanne se acercó más. Tom se agachó y ordenó a su gente que hiciera otro tanto. Aparte de la filmación, tenía otro motivo para seguir a Jeanne, pese a que no quería admitirlo ni en su fuero interno. En los últimos días, pensó, ella se había comportado de modo extraño; llegaba tarde, lo dejaba de pronto, luego, la pelea en la estación del metro. Algo funcionaba mal.

Una puerta se cerró al lado del camión. Tom tomó precauciones y espió por la ventana. Jeanne estaba sentada en el asiento trasero del taxi.

—Después de todo, no nos ha cagado —dijo.

—Mantenga la distancia —ordenó Tom a su chofer. Ella no nos debe ver.

El taxi se detuvo en el siguiente semáforo. Jeanne se inclinó hacia el asiento delantero y dio instrucciones al conductor. No tenía idea de que a pocos metros de ella una cámara de cine estaba funcionando. El semáforo cambió de luz y el camión se puso detrás del taxi.