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La irritación de Paul fue en aumento. No sabía nada de las batas y las encontraba ridículas.

—No me llamó para decirme algo que ya sé —dijo, mintiendo. Decidió tomar la iniciativa y tomó un montón de recortes que estaba en medio del escritorio—. Me pregunto para qué los guarda. ¿Se trata de un trabajo o de un hobby?

—No me gusta la palabra hobby —replicó Marcel—. Es un trabajo para redondear mi salario.

—Entonces es algo serio —se burló Paul—. Es un trabajo que lo obliga a leer. Muy instructivo.

—Sea sincero —dijo Marcel—. ¿Acaso no sabía que teníamos batas idénticas?

Paul se río pero el sonido no tuvo fuerza.

—Tenemos muchas cosas en común —continuó diciendo Marcel, pero Paul lo interrumpió.

—Sé todo. Rosa me hablaba con frecuencia de usted.

En la presencia de otro hombre, hasta delante de un hombre tan fastidioso como Marcel, Paul podía ser sentimental respecto a su mujer sin una sensación de furiosa impotencia. Marcel era un hombre y jamás había representado una amenaza, salvo tal vez en la manera en que lo utilizaba Rosa.

—¿Querría un trago de bourbon? —le preguntó a Marcel en un arranque imprevisto de generosidad. Se dirigió a la puerta.

—Espere —dijo Marcel y abrió un cajón del escritorio de donde sacó su propia botella de Jack Daniels—. Yo también tengo una botella.

—¿Se trata de otro regalo de Rosa?

—No me gusta mucho, pero Rosa quería que siempre tuviese una botella. A menudo pienso si por estos detalles, podríamos explicar, comprender juntos...

Paul aceptó un vaso de whisky.

—Durante casi un año, Rosa y yo... —Marcel tartamudeó—. Regularmente y sin pasión —dijo decidiendo dejar sin especificar el acto sexual—. Creía que la conocía tanto como uno puede conocer a su...

—Amante —dijo Paul con naturalidad.

—Pero hace poco sucedió algo que no pude explicar.

Marcel señaló una cuña de papel cerca del techo donde el papel había sido arrancado.

—Rosa se encaramó en la cama —dijo— e intentó arrancar el papel con las manos. La detuve... se estaba arruinando las uñas. Lo hizo con una extraña violencia. Jamás la había visto así.

Paul estaba a punto de descubrir algo.

—Nuestro cuarto estaba pintado de blanco —dijo— y ella quiso que fuera diferente a los otros cuartos del hotel, para que pareciera como una casa normal. Aquí también quiso hacer cambios y empezó por las paredes.

Paul se sentó en la cama. Cuán fácil era para cualquiera tener otra vida; pensó en Jeanne y en el hecha de que no se conocían los nombres. ¿Era posible que Rosa también se hubiera creado con Marcel su visión más oscura de la existencia? ¿Y que esa visión fuera un duplicado de su vida verdadera? Por un momento, Paul no pudo hablar. Miró a Marcel con fascinación.

—Usted debe haber sido un hombre buen mozo —dijo.

Marcel se sentó a su lado en la cama.

—No tanto como usted.

—Se conserva bien —Paul lo palmeó a través de la bata—. ¿Qué hace con la panza? Yo ahí tengo un problema.

—Oh, es un secreto —pero Marcel no terminó la frase—. ¿Por qué Rosa lo traicionaba conmigo?

Paul no miró a sus ojos nada maliciosos: este hombre jamás comprendería.

—¿No cree que Rosa se suicidó? —preguntó Paul serenamente.

—Me es muy difícil creerlo.

Marcel pareció atemorizarse de su propia admisión. Se puso de pie y se acercó a la ventana, se aferró a la barra que sobresalía del marco y comenzó a hacer flexiones.

—Este es el secreto de mi estómago.

Paul sólo miró; era la reconstrucción de sí mismo. Rosa lo había vestido como Paul, le había dado su bebida favorita. Paul había buscado una carta de Rosa; no había nada salvo sus recuerdos insubstanciales y a veces obscenos.

Ahora se dio cuenta de que Marcel y el cuarto de Marcel era el mensaje que buscaba. La banalidad de toda la situación era abrumadora.

Fue a la puerta e hizo una pausa.

—Sinceramente —le dijo a Marcel—, me pregunto lo qué ella vio en usted.

XVII

Las cavernas de Les Halles parecían inmunes al sol de la mañana, las ventanas quedaban debajo de los aleros hundidos en la obscuridad y todo se respaldaba en

las sombras de un recinto inmenso y silencio. Innumerables cadáveres de animales habían pasado bajo ese techo (Jeanne había visto las legiones de carnes marmolizadas a lo largo de los ganchos) y ahora el mismo edificio estaba condenado y tenía los días contados. Ella pensó, contemplándolo desde la entrada de la tienda de la Rue la Cossonnerie, que se había convertido en su propio velatorio. Pero no tenía tiempo para pensamientos macabros; la muerte era algo que no la podía tocar, especialmente hoy, cuando era el centro de atención de la tienda de bodas y estaba vestida con un antiguo vestido de satín, los rizos apilados sobre la cabeza y la única rosa que Tom le había dado en una mano. Se dio vuelta lentamente para que él la mirase.

La Arriflex descansaba sobre el pavimento en la acera, asegurada sobre el trípode, porque no había lugar en la pequeña tienda. El operador estaba inclinado sobre el objetivo mientras que el encargado del sonido se arrodillaba ante su magnetófono verificando el funcionamiento del micrófono. Tom bailó detrás de la cámara, a la espera de que comenzase la filmación, su pañuelo de brillante diseño colgando del cuello en una ligera muestra consciente de entusiasmo. La mujer propietaria de la tienda, reconociendo la seguridad de una venta, había tratado de convencer a Jeanne que eligiera el más caro vestido de novia en peau-de-soire, pero ella prefirió el estilo más tradicional pese a que era de segunda mano. El perfil de sus pechos era firme y virginal.

Se impacientó con las preparaciones de Tom y quiso que comenzara mientras pudiera dejar en suspenso su propia incredulidad. El se percató de su incomodidad.

—La inspiración no es como una luz que se prende —dijo.

—Entonces, ¿qué clase de director eres?

—¡No se pueden comprar ideas como si fueran salchichas! —se dirigió a su equipo—. ¿Están listos? ¡Se rueda...!

Jeanne vio cómo Tom se aprestaba con el micrófono a enfrentar las cámaras y hacer la introducción con los pies bien separados. Jeanne decidió que era un romántico tan incurable como ella.

—Estamos en Les Halles comenzó a decir mientras la cámara giraba en círculo—. En estos viejos negocios hay vestidos, vestidos que se mueven en la brisa suave; hay una sensación blanca. Son vestidos de bodas...

Hizo un gesto al operador de sonido y gritó: ¡Acción!

Jeanne vio que Tom se arrodillaba ante ella de modo que no tapara la imagen y tenia el micrófono a la altura de sus pechos.

—¿Cómo ves el matrimonio? —preguntó él.

Ella sintió el movimiento del aire; supo que no era una brisa, sino viento. Venían nubes del norte. Aire caliente en invierno, pensó, eso siempre significa lluvia.

—Lo veo en todas partes —dijo—, siempre.

—¿En todas partes? —preguntó Tom.

—En las paredes, en las fachadas de las casas.

—¿En las paredes? ¿En las fachadas de las casas?

Tom ya parecía estar decepcionado. Ella se preguntó de si en realidad tenían una posibilidad de lograrlo juntos cuando se sintió sofocada con un vestido de bodas.

—Sí —dijo ella enfrentando la cámara—, en carteles. Y ¿qué dicen los carteles? ¿Qué venden?

—Hablan de autos, de carne envasada, cigarrillos.. —sugirió Tom.

—No, el tema son los jóvenes antes del matrimonio sin hijos. Luego los vemos después del matrimonio con hijos. Los carteles son sobre el matrimonio aun cuando no lo digan. El matrimonio ideal y con éxito ya no es al estilo antiguo, en la iglesia, con un marido deprimido y una esposa quejosa. Hoy, el matrimonio publicitado es sonriente.

—¿Sonriente?

—Sin duda. ¿Por qué no tomar en serio estos matrimonios que se ven en la publicidad? Se trata de matrimonios pop.