¡Pop! Para Tom fue una revelación. Jamás había pensado en el matrimonio en esos términos.
—Es una idea —dijo—. Para la juventud pop, un matrimonio pop. Pero, ¿qué sucede si un matrimonio pop no funciona?
—Se lo arregla como a un auto —dijo Jeanne. La pareja es como dos obreros en ropa de trabajo arreglando un motor.
—Y en caso de adulterio, ¿qué sucede?
La mujer de la tienda terminó de trabajar y retrocedió para contemplar su obra.
—En caso de adulterio —dijo Jeanne, hay tres o cuatro obreros en vez de dos.
—¿Y el amor? ¿Es pop también el amor?
Tom se arrodilló a sus pies, su cabeza descansando en los pliegues de peau-de-soire que caían sobre el pequeño diván. Miró a Jeanne con ojos embelesados.
—No —decidió ella—, el amor no es pop.
Jeanne se percató de que el equipo disfrutaba del intercambio y se preguntó si sospechaban algo que Tom no sospechaba. Detrás de ellos, el cielo se oscurecía más.
—Si no es pop, ¿qué es?
—Los obreros se van a un lugar secreto —dijo ella—, se sacan las ropas de trabajo, se transforman una vez más en hombre y mujer y hacen el amor.
Tom estaba encantado. Se puso de pie dando un salto y exclamó:
—¡Estás magnífica! ¡Hasta tienes un aspecto magnífico!
—Es el vestido que hace a la novia —dijo Jeanne humildemente.
—¡Estás mejor que Rita Hayworth —dijo Tom utilizand o su catálogo de comparaciones cinematográficas—, mejor que Joan Crawford, Kim Novak, Lauren Bacall y Ava Gardner cuando amaba a Mickey Rooney!
Esos nombres no tenían nada que ver con ella. Trató de creer en si misma como novia, pero no pudo, por lo menos, no como novia de Tom, ahora no. Quiso arrancarse el vestido, alejarse de esa adoración infantil, de los ojos de la cámara, del equipo y de la mujer que estaba cerrando la puerta porque había comenzado a llover.
—¿Qué está haciendo? —dijo Tom—. ¡Corte! —volvió a abrir la puerta y le dijo al operador que siguiera filmando, pero la lluvia cayó con más fuerza y la script fue la primera en correr a cubrirse. El operador se sacó la chaqueta y la puso sobre la Arriflex. El de sonido empezó a reunir su equipo bajo el toldo de la tienda de al lado.
—¿Por qué no filmas bajo la lluvia? —gritó Tom—. ¿Por qué dejas de filmar?
Un alud de agua pareció caer del cielo. Tom salió a la calle a ayudar con la cámara y sus gritos de desmayo fueron ahogados por el diluvio. Jeanne se acercó con sigilo a la puerta levantando los pliegues de la falda con las manos.
Sintió un deseo súbito e irresistible de ver a Paul, de estar protegida dentro de las paredes circulares de su apartamento, despojada de ese vestido y de todas las demás obligaciones. Vaciló y luego salió corriendo a la lluvia y a la Rue de la Cossonnerie; la lluvia empapó al instante sus cabellos y el fino satín de modo frío pero eléctrico. Sintió ganas de cantar y abrió la boca ante el diluvio.
Nadie, salvo la propietaria de la tienda, vio la fuga de Jeanne. La mujer todavía estaba con la boca abierta cuando Tom volvió a entrar en el local, empapado, y encontró la plataforma vacía.
—Jeanne —dijo—, ¿dónde está Jeanne?
—No lo sé —susurró la mujer—, pegó un salto y se fue.
—¿En la lluvia?
—En la lluvia. Con su vestido de novia.
Ambos miraron afuera. La Rue de la Cossonerie estaba desierta, apoyada en la figura recortada de Les Halles, oscurecida por la lluvia.
XVIII
Paul estaba en el refugio del puente del tren, mirando los pétalos de hierro azul y gris que sostenían el metro y la lluvia que pasaba entre los arcos hacia el río. Tenía el impermeable puesto no porque tuviera frío o estuviese mojado —había llegado al puente antes de que empezara la lluvia—, sino porque le gustaba la sensación de protección que le dispensaba. No se había peinado esa mañana y la zona de la cabeza que iba a la calvicie era más evidente. Parecía más viejo que antes. Y más vulnerable. Hoy iban a llevar el cuerpo de Rosa a la habitación que su suegra había arreglado con tanto esmero y Paul se dirigía a otra habitación para encontrarse con otro cuerpo que estaba muy vivo aunque no tuviera nombre ni importancia para él. Se le ocurrió que la situación no dejaba de ser bastante cómica, pero no se rió.
En ese momento, un taxi se detuvo en la Rue Jules Verne y Jeanne bajó del coche. Estaba completamente empapada y parecía estar casi desnuda. El fino satín se había vuelto transparente con el color de su carne y colgaba de modo provocativo de sus pechos y nalgas y hasta exponía el pequeño manchón de pelo púbico. El taxista la miró con aturdida admiración cuando Jeanne cruzó la calle y entró en el edificio de apartamentos.
La lluvia menguó y Paul salió del refugio en dirección a la Rue Jules Verne.
Fue algo extraño que ambos llegaron al mismo lugar procedente de circunstancias tan diferentes. Paul llegaba de una escena de duelo y de muerte violenta; Jeanne, de una celebración de la vida y del amor.
Jeanne no había traído la llave y fue corriendo a la ventanilla de la portería. La mujer estaba sentada de espaldas al vestíbulo.
—Perdón —dijo levantando la voz para que la oyese por encima del ruido de la lluvia, pero la mujer ni se volvió. Un trueno hizo temblar el edificio. Jeanne se alejó de la ventanilla y se sentó en un banco de madera al lado del ascensor. Se refregó el cuerpo, que le temblaba.
Allí la vio Paul y experimentó un nuevo regocijo al darse cuende que había venido a él en ese estado de prisa y abandono. El sonido de sus pasos hizo que Jeanne levantara la vista, expectante, pero Paul pasó por su lado sin decir palabra y entró en el ascensor. Se enfrentaron a través de las rejas del aparato.
—Perdóname —dijo Jeanne—. ¿Aún me quieres?
Paul no sabía de qué tenía que perdonarla y no le importaba. Simplemente, asintió con la cabeza y abrió la puerta del ascensor.
—J’ai voulu te quitter, j’ai pas pu —dijo ella de prisa y luego recordó que él prefería hablar en inglés—. Quise dejarte, pero no pude. ¡No puedo!
Paul no dijo nada. Contempló su cuerpo: los círculos oscuros de los pezones a través de la tela mojada, la forma de las caderas angostas, la plenitud de los muslos. Hasta el vello suave de las piernas se veía por el satín como si fuera una segunda piel.
El ascensor empezó a subir.
—Quise irme —volvió a decir ella—. ¿Comprendes?
Todavía Paul no dijo nada. Sus ojos subían y bajaban por su cuerpo. Jeanne empezó a levantar el dobladillo del vestido, reclinándose contra la pared y observando su cara para detectar signos de placer. Mostró primero las pantorrillas y las rodillas, luego los muslos, luego el pelo púbico. Hizo una pausa y levantó aún más el vestido hasta que mostró el ombligo infantil. El ascensor subió aún más.
—¿Qué más quieres de mí? —preguntó ella, agradecida y desnuda.
Paul podría no haberla escuchado. Sus palabras no significaban nada comparadas con su presencia. Adelantó la mano y pasó un dedo entre sus piernas donde estaba húmedo y caliente. Ella vaciló, luego le desabrochó el pantalón y pasó la mano por entre las ropas hasta que lo agarró firme e inequivocamente. Sus brazos formaron una cruz.
El ascensor suspiró cuando llegó a su destino.
—Voilà! —exclamó Paul. Luego abrió rápidamente la puerta del apartamento. Comenzó a cantar—: «Había una vez un hombre y tenía una vieja cerda...»
La lluvia entraba a torrentes por la ventana abierta del cuarto circular y Paul la cerró de golpe. Luego se volvió a ella y le hizo una reverencia teatral. Jeanne estaba en medio de la habitación, temblando y sonriendo.
—Sabes, estás empapada —dijo él y la abrazó—. El vestido mojado era resbaloso como el hielo y su cabellera le dejó una mancha de humedad en el pecho. Fue al cuarto de baño a buscar una toalla.