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Paul se sentó pesadamente en una silla y terminó el último cigarrillo del paquete de Gauloise. Apretujó el papel, lo arrojó a un costado y encendió el cigarrillo con satisfacción.

—Acabo de dar una recorrida —dijo sin mirar a Rosa—. La puerta estaba cerrada con llave y le daba el placer de poder hablar a su mujer muerta. Era un modo de ordenar su propia mente.

—Hacía mucho tiempo que no lo hacía. Todo está bien, en calma. Las paredes de este lugar son como queso suizo.

Miró en derredor, a las paredes y el techo de este pequeño cuarto triste y trató de controlar su furia y su dolor. Por último se enfrentó con la cara de Rosa.

—Estás ridícula con ese maquillaje —dijo—, como la caricatura de una puta; un pequeño toque de mamá esta noche. Una Ofelia falsa ahogada en la bañera.

Movió la cabeza. Su intento de risa sonó como un grito sofocado. Rosa estaba tan quieta, tan final.

—Ojalá te pudieras ver. Realmente, te reirías.

Esa era una cosa que Rosa tenía: sentido del humor. Tal vez, un humor distorsionado y ocasionalmente cruel, pero se podía reír. Parecía una irreverencia haberla vestido así, algo falso. La verdad era que Paul no podía decir que habría reconocido como su esposa a este cuerpo en caso de haberlo visto de esa manera por la calle.

—Eres la obra de arte de tu madre —dijo con amargura y se sacó el humo de la cara—. Dios santo, hay demasiadas flores de mierda en este lugar. No puedo respirar.

Hasta tenía flores diminutas en el pelo. Pisoteó el cigarrillo con el talón encima de la alfombra. Tenía que decir algunas cosas, de lo contrario, se volvería loco.

—Sabes, arriba del ropero, en esa vasija de cartón prensado, encontré todas tus cositas. Lapiceros, llaveros, moneda extranjera, cuadernos, todo. Hasta el cuello de un clérigo. No sabía que te gustaba coleccionar esas porquerías que dejan los huéspedes...

Había demasiadas cosas que no sabía y que ya nunca sabría. Era tan injusto, tan desesperado.

—Hasta si el marido vive unos doscientos años de mierda —dijo con pena y enfado—, jamás va a poder descubrir la verdadera naturaleza de su mujer. Quiero decir que podría llegar a comprender el universo pero jamás podría descubrir tu verdad, jamás. Es decir ... ¿quién diablos fuiste?

Por un instante esperó que Rosa le contestara. Esperó escuchando el vasto silencio del hotel. Era la medianoche sobre todo el mundo, en todos lados. Paul sintió que era la única cosa despierta en el universo.

—¿Recuerdas aquel día —preguntó tratando de sonreír—, el primer día que estuve aquí? Sabía que no podía meterme dentro de tus bragas a menos que dijera...

Dejó de hablar e intentó recordar aquel primer encuentro de hacía cinco años. Rosa parecía tan formal, tan distante. Y sin embargo, él sabía. Se sintió orgulloso porque pensó que en realidad había hecho una conquista, que se comprendían el uno al otro.

—¿Qué es lo que dije? Ah, sí... «¿Me podría dar la cuenta, por favor? Tengo que irme.» ¿Recuerdas?

Esta vez su risa fue genuina. Sí, Rosa había caído en esa trarnpa, tenía miedo de que se escapara cuando en realidad él no tenía intención de irse. El hotel era más limpio entonces y recordó que lo había elegido por esa razón. Qué extraño como terminaron las cosas.

Paul sintió una necesidad súbita de confesarse.

—Anoche le apagué las luces a tu madre y se armó un lío. Todos tus... tus huéspedes, como los solías llamar. Supongo que también me incluye, ¿no es así? Volvió a sentirse enojado—. Me incluye, ¿no es así? Durante cinco años en este lugar fui más huésped, que un marido. Con privilegios, por supuesto. Y luego para ayudarme a comprenderte, me dejaste como legado a Marcel. El doble del marido cuya habitación era el doble de la nuestra.

Sintió celos, se sintió verdaderamente celoso, no por lo que ella y Marcel habían hecho juntos, sino porque no sabía lo que habían hecho. Como marido tenía derecho a ciertas cosas, aunque no fuera más que el marido titular. Ella se lo podría haber dicho antes de despacharse; podría haber tenido esa simple cortesía. Pero sin duda él también tenía miedo de saber.

Paul se puso de pie con un esfuerzo. Sintió que lo recorría una ola de dolor y rabia y frustración. Ella no tenía derecho a dejarlo de ese modo; su ida era peor que una broma obscena hecha a su costa.

—¡Tú, puta barata y perdida! —Escupió las palabras y desarregló algunos flores cuando se acercó a la cama—. ¡Espero que te pudras en el infierno! Eres peor que la cerda callejera más sucia que se pueda encontrar en cualquier sitio, ¿Y sabes por qué? Porque mentiste. Me mentiste y yo confié en ti. ¡Mentiste! Sabías que estabas mintiendo.

Tenía las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta y sus dedos tocaron algo extraño. Lentamente sacó una pequeña fotografía. La acercó a la luz. Era la foto de Jeanne con los pechos desnudos ante la cámara. Paul contempló la foto como si no la reconociera. Pensó que se la debía haber puesto en el bolsillo esa tarde. Se dijo que eran todas iguales, hizo pedacitos la foto y los tiró sobre las flores. El debía vivir y eso era algo que Rosa no había comprendido ni le había importado comprender.

—Vamos, dime que no mentiste. Puso el rostro cerca del de Rosa y notó un olor medicinal entre el aroma de las flores—. ¿No tienes nada que decir? Puedes inventar algo, ¿no es así? Vamos, dime. Vamos, sonríe, coño.

Miró, espectante, sus labios. Parecían estar hechos de sebo.

—Vamos —dijo— dime algo cariñoso. Sonríeme y dime que no comprendí.

Los ojos se le llenaron de lágrimas que empezaron a bajar por las mejillas. Se pasó el revés de la mano por la cara, luego se inclinó acercándose más al cadáver. No iba a aflojar tan fácilmente.

—Vamos, dímelo, ¡puta cerda! ¡Puta cerda mentirosa!

Comenzó a sollozar, el cuerpo sacudido de temblores. Se aferró al respaldo de una silla y le tocó el rostro. Estaba frío e inflexible. Empezó a sacarle las florecillas del pelo y a tirarlas al suelo.

—Lo siento —dijo resollando—, pero no puedo aguantar todas estas porquerías en tu cara. Nunca te maquillabas toda esta maldita mierda...

Con extrema delicadeza, le sacó las cejas falsas y las tiró. Pero el efecto era todavía falso y no tenía nada que ver con ella. Se acercó al lavabo donde mojó el pañuelo. Luego se puso a sacar el polvo y el rouge de la cara de Rosa.

—Te voy a sacar este color de los labios. Lo siento, pero tengo que hacerlo.

Dio un paso atrás y volvió a mirarla. Sintió afecto y una necesidad compulsiva de explicar su desesperación.

—No sé por qué lo hiciste —dijo—. Yo también lo haría si supiera cómo.

Hizo una pausa y consideró la posibilidad del suicidio. Quizás él no era el tipo suicida, pero tampoco lo era Rosa. Paul se habló a sí mismo:

—Tengo que encontrar una manera.

Se arrodilló al lado de la cama y descansó la cabeza sobre el cuerpo de Rosa. Estaba por volver a hablar, a perderse en los despojos de sus propios sentimientos. Jamás había podido ver el valor de las cosas y de la gente hasta después de su desaparición. El tomar conciencia de ella no lo ayudó a aliviar su dolor. Por una vez, estaba desamparado, sin el apoyo de ni siquiera su amargo sentido del absurdo.

Alguien golpeó en la puerta de la calle. El golpe resonó por el hotel como la llegada de la perdición y por un instante sintió miedo. Luego empezó a sonar el timbre: un sonido insistente, vidrioso.

A medias, murmuró:

—¿Qué? Está bien, ya voy y se puso de pie. Dio media vuelta para mirar a Rosa y sólo sintió afecto porque pareció que había hecho algún arreglo con el recuerdo que tenía de ella—. Tengo que ir, querida —dijo—. Baby, alguien me está llamando.