Sonrió por última vez a las rígidas facciones, luego salió al corredor y cerró la puerta.
Una voz ronca de mujer llegó desde la calle.
—Hola. ¿Hay alguien?
Paul sintió que acababa de salir de un sueño profundo.
—Ya voy —dijo y bajó las escaleras en dirección al vestíbulo.
Dos sombras estaban apoyadas contra el vidrio helado. Paul no prendió las luces del vestíbulo, sino que fue directamente a la puerta. Un hombre y una mujer se apretaban en el umbral del hotel. No pudo distinguir los rostros.
—¡Apúrate! —dijo la mujer viendo a Paul en el resplandor de la luz de la calle, pero éste no se movió para abrir la puerta.
—¡Despiértate! —dijo la mujer, golpeando con fuerza y luego poniendo la cara contra el vidrio—. ¡Abre la puerta!
—Es tarde —dijo Paul—. Son las cuatro de la mañana.
No reconoció la voz de la mujer ni el ojo maquillado que lo miraba.
—Necesito el cuarto de siempre dijo ella—. El número cuatro. Nada más que media hora o tal vez a lo sumo una hora.
Paul movió la cabeza. ¿Por qué, se preguntó, esta mujer lo molestaba? Parecía conocer el hotel.
—No, por cierto —insistió ella—. Cuando no tienes vacantes, pones un cartel. Lo sé. Estoy cansada de discutir. Llama a la propietaria. Llama a la propietaria. ¡Muévete! La propietaria siempre me ha ayudado.
Paul dio una vuelta a la cerradura con la llave y abrió un poco la puerta. Vio una prostituta gorda de mediana edad con un maquillaje azul sobre los ojos. Detrás de ella, había un hombre con abrigo que miraba ansioso a un lado y otro de la calle, temeroso de que lo vieran.
—Rosa y yo somos viejas amigas —dijo la mujer—. Ahora, abre. Déjame pasar si no quieres que se lo diga.
Mientras hablaba, el hombre se retiró primero lentamente, y luego se alejó caminando sin que la mujer se percatara. Paul abrió la puerta y ella entró rápidamente.
—Todo en orden —dijo dándose vuelta—. Entrée. —Vio que el hombre se había ido y se dirigió furiosa a Paul—: ¿Estás contento? Me dejó.
—Lo siento —dijo Paul. Sintió que estaba participando en un sueño, que tanto él como los demás no eran reales. La posibilidad de poder haber dado con un amiga de Rosa lo llenó de un remordimiento sentimental. La mujer parecía querer algo de él, pero Paul no entendió exactamente qué, aun cuando lo empujó hacia la puerta.
—Apúrate y tráelo —dijo ella acercando su rostro al de Paul. No la pudo ver con claridad, pero tenía el olor dulzón y viejo de las flores mustias—. No puede haberse ido muy lejos. Tráelo de vuelta. Dile que todo están en orden.
Paul salió a la calle. La luz del amanecer estaba empezando a salir y se sintió cansado y confundido. Tal vez tendría que hacer lo que esa mujer le había pedido. Pensó que el hombre debía haber estado de acuerdo con ella antes de ir. Era justo que regresara y que Paul ayudara a convencerlo.
Corrió al trote por la calle y el aire frío de la mañana le llenó los pulmones. Hacía unos momentos había estado velando a su mujer y ahora estaba corriendo para hacerle un favor a una prostituta, haciendo de rufián en memoria de su esposa. El remordimiento que sentía empezó a desaparecer y le renació el viejo encono. Quizás se trataba de otra broma de Rosa que parecía acecharlo en todos los sitios. Se preguntó vagamente por qué las prostitutas querían tanto a Rosa.
El hombre del abrigo oscuro había desaparecido. Paul se detuvo para recuperar el aliento. Permaneció inmóvil oyendo el sonido de los camiones que llevaban mercaderías por las calles angostas y olió el aroma húmedo de la basura tirada en el callejón. Pensó que estaba viviendo la indignidad final. Y no había nada para echarle la culpa, ni siquiera a sí mismo. Eso por lo menos habría sido una satisfacción, un modo de aplacar su furia.
Apretó los puños y regresó al hotel. Se había olvidado de la prostituta. Pero entonces vio al hombre del abrigo que trataba de esconderse en un portal oscuro. Su cobardía disgustó a Paul. ¿Por qué se había puesto de acuerdo en ir con la prostituta y luego se negaba causándole problemas?
—Me ha encontrado —dijo el hombre intentando sonreír. Era delgado y de aspecto delicado con la voz de un actor—. Por favor, no le diga que me encontró. ¿Vio lo fea que es?
Se alejó de Paul y levantó las manos en actitud suplicante.
—En un tiempo, mi mujer me era suficiente —dijo—, pero ahora se ha enfermado; una enfermedad que la ha puesto la piel como de serpiente. Póngase en mi lugar.
Paul lo tomó del brazo.
—Vamos —dijo.
De algún modo, el cuento del hombre lo había enfurecido.
—Estaba borracho —rogó el hombre—. Elegí la primera que pude encontrar, luego, caminamos un poco y se me fue la borrachera...
Trató de irse y con una furia irracional y súbita, Paul lo arrojó con fuerza brutal contra la puerta metálica de una carnicería. Cayó en la calle sucia y comenzó a gatear escapándose de Paul.
—¡Déjeme solo! —gritó—. ¡Está loco! ¡Déjeme solo!
Trató de ponerse de pie y Paul lo pateó tirándolo sobre el empedrado resbaladizo.
—Y ahora lárgate de aquí —dijo Paul—. ¡Puto de mierda! El hombre salió corriendo cojeando un poco y echando una mirada de terror por encima del hombro.
Paul regresó lentamente al hotel, exhausto. Cuán rápidamente había descendido de la adoración a su mujer al sórdido manejo de la existencia cotidiana.
La mujer lo esperaba en el vestíbulo, sentada en el banco y fumando un cigarrillo. La brasa roja brillaba en las sombras.
—Lo sabía —dijo—. No pudiste hacerlo regresar. ¿Dónde voy a encontrar uno a estas horas?
—¿Cuánto te hice perder?—. Empezó a buscar en sus bolsillos. La mujer se rió.
—Dame lo que puedas. No lo hago por el dinero. Me gusta, ¿entiendes? Lo hago porque me gustan los hombres.
Puso una mano en el hombro de Paul.
—Sabes, eres un encanto —dijo ella con su voz ronca—. Si quieres, lo podemos hacer aquí. Tengo un vestido muy práctico con un cierre relámpago de primera. Se abre todo. Ni siquiera tengo necesidad de sacármelo. Vamos, no seas tímido, nene.
Ella se acercó a la luz y Paul contempló lo que le pareció ser una máscara mortuoria. Dio un paso atrás, confundido y aterrorizado, y empezó a alejarse de ella.
—¡No me mires así!—. La mujer se fue a la puerta. Antes de salir, dijo:
—Ya no soy más joven. ¿Y qué? Tu mujer un día estará como yo.
XX
Jeanne se preguntó si Paul la estaría esperando y qué sorpresa le tenía preparada mientras subía en el ascensor, por lo que ella pensaba que sería la última vez. Le parecía que ya no se podía avanzar más, que ya habían cruzado juntos una frontera definitiva. Pero para ella, la aventura continuaba aunque sabía que los peligros habían aumentado.
Salió del ascensor y abrió la puerta con su propia llave. Pensó que Paul quizá ya había descubierto la foto que le había puesto en el bolsillo. Era su modo de hacerle pensar en ella y le gustó la idea de que él la mirara mientras tomaba el café de la mañana o mientras llevaba a cabo las misteriosas actividades de su vida privada.
Volvió a recordar la rata muerta y abrió la puerta con cuidado.
El silencio y el resplandor de la luz contra las paredes circulares le dieron la bienvenida. Contuvo el aliento cuando vio las habitaciones vacías. No estaban los muebles. Pasó rápidamente de cuarto en cuarto confirmando lo que no podía creer, pero el apartamento estaba como en el primer día. Hasta el colchón había desaparecido.
Las paredes parecían más desnudas que antes y las manchas oscuras dejadas por los cuadros más tristes. Tan sólo quedaba el olor de sus encuentros y ya estaba haciéndose parte de la fragancia más penetrante del deterioro.