Entraron del brazo. La sala resonaba con una música que no procedía de una orquesta, sino de un tocadiscos que estaba sobre una mesa en medio de un montón de discos de cubiertas brillantes. La sala era como un granero con una ancha cúpula de techo e iluminada por docenas de globos que colgaban. Varias filas de mesas rodeaban la pista principal. Se estaba llevando a cabo un concurso de baile. Varias docenas de parejas vestidas con ropa que había estado de moda quince años atrás se movían con un ritmo extraño que Jeanne no conocía. Los hombres llevaban largas patillas a lo Valentino y las mujeres, el pelo como barnizado y lustroso. A Jeanne le recordaron pájaros orgullosos y coloridos moviéndose en una jaula bajo la mirada de hombres y mujeres severos y de mediana edad que estaban sentados en una larga mesa de madera a un costado de la pista. Ante estos observadores sentados, había sobre la mesa papeles y lápices. En la espalda de cada concursante, había cuadrados grandes de cartón con un número impreso. A medida que giraban, los jueces estiraban los cuellos. Unos pocos camareros estaban de pie mirando, pero casi todo el salón estaba vacío. En las mesas que había alrededor de la pista, había manteles blancos, pero las mesas de las otras filas tenían las sillas encima. Una barandilla de madera separaba a los bailarines de los espacios vacíos del salón, ahora convertido en un palacio del tango.
Paul llevó a Jeanne a través de la pista hasta la segunda fila donde un camarero les preparó una mesa con una eficacia insolente. Paul pidió champagne de modo extravagante y tomó asiento frente a Jeanne. Sabía que ella vería el sentido de humor de todo aquello. Lo único que importaba eran ellos dos y el absurdo que los rodeaba sólo proporcionaba diversión. Pero Jeanne no podía quitar los ojos de los concursantes. Parecían tan grotescos, revoloteando en el salón enorme y mortecino, motivados por la música raspadora y el deseo de ser elegidos por el panel de viejos y viejas.
El camarero trajo el champagne, llenó las copas y los dejó solos. Jeanne apoyó la cabeza sobre los codos. Paul se pasó a su lado.
—Lamento muchísimo entrometerme —dijo fingiendo un acento británico para divertirla—, pero quedé tan sorprendido de su belleza que pensé en ofrecerle una copa de champagne.
Ella lo miró sin la menor expresión.
—¿Está este asiento ocupado? —preguntó Paul continuando la broma aunque notó que a ella no le hacía gracia.
—¿Qué? —dijo ella—. No, no está ocupada.
—¿Podría sentarme?
—Si quiere.
Paul tomó asiento con un gesto galante y le puso la copa de champagne en los labios. Jeanne sacó la cara. Su parodia parecía demasiado aproximada a la verdad y ambos se sintieron molestos. Las cosas no funcionaban como él había pensado.
—¿Conoces el tango? —preguntó él y Jeanne dijo que no con la cabeza.
—Es un rito. ¿Comprendes «rito»? Pues bien, debes observar las piernas de los bailarines.
Llamó al camarero y pidió una botella de Scotch y vasos. El camarero lo miró un segundo y luego fue a buscar el whisky. Paul quería divertirse, gastar dinero, celebrar y no le importaba lo que pensasen los demás, salvo Jeanne.
—No has bebido tu champagne. Ahora está caliente. Te he pedido un whisky.
El camarero trajo la botella y se alejó a la otra punta del salón. La mesa estaba aislada. Paul sirvió dos grandes tragos de whisky.
—No tomas el Scotch —dijo con suave tono de reprimenda—. Vamos, hazlo, un traguito por el papi.
Le acercó el vaso a los labios. Ella lo miró con tristeza y Paul experimentó una creciente desesperación. Pero entonces, ella bebió sabiendo que con ello lo alegraría aunque el whisky le perforó la garganta.
—Ahora, si me amas —dijo él—, te lo beberás todo.
Ella volvió a beber.
—Okay —dijo ella—. Te amo.
No era más que una frase.
—¡Bravo! —exclamó Paul.
—Cuéntame de tu mujer.
Paul justamente no quería hablar de ello. Eso ahora pertenecía al pasado: se iba a divertir, iba a comenzar una nueva vida.
—Hablemos de nosotros.
Jeanne desvió la mirada y se fijó en los bailarines y los jueces y el grupito de camareros en las sombras.
—Pero este lugar es tan lastimoso.
—Sí, pero yo estoy aquí, ¿no es así?
Jeanne dijo sarcásticamente:
—Monsieur Maître d’Hotel.
—Eso es un tanto cruel.
Paul decidió que ella sólo le estaba tomando el pelo. Después de los encuentros intensamente apasionados que habían vivido, no le pareció posible que ella se burlase de él. Pero para ella, cuanto más contaba Paul de sí mismo, menos atractivo lo encontraba.
—De cualquier manera, tú, tontuela —continuó diciendo—, yo te amo y quiero vivir contigo.
—En tu pocilga—.
Fue casi un desprecio.
—¿En mi pocilga? ¿Qué demonios quieres decir?
Paul se estaba enojando y el efecto del whisky agravaba su estado. Jeanne parecía estar interpretando todo mal.
—¿Qué diablos de diferencia hay si tengo una pocilga o un hotel o un castillo? —gritó—. ¡Te amo! ¿Qué carajo importa lo demás?
Jeanne se cambió de silla temerosa de que él le fuera a pegar. Levantó el vaso y bebió todo el contenido. El salón, los bailarines, Paul y hasta sí misma la deprimían. No valía la pena continuar, pero no quería admitirlo. Ni a Paul ni a sí misma.
Aplacado de verla bebiendo, Paul terminó su vaso. Volvió a llenar ambos. El alcohol lo hizo más ardiente y al mismo tiempo sintió que su desesperación subía. Jeanne miraba la pista de baile. La música y las parejas con los números en las espaldas giraban en un vértigo creciente mientras se le nublaba la mente. Deseó no haber bebido tan rápidamente pese a que el Scotch ahora le daba sed. Observó las piernas de los bailarines. Se movían pavoneándose y agitaban las cabezas de modo automático.
De pronto, la música dejó de sonar y las parejas regresaron a sus mesas donde se sentaron en los bordes de las sillas con sonrisas clavadas en los labios y las cabezas en dirección de los jueces. Una mujer de mediana edad con un vestido de flores estampadas, rojas y púrpuras, se puso de pie detrás de la mesa larga y anunció en voz alta y eficiente:
—El jurado ha elegido a las siguientes diez mejores parejas.
Se ajustó las gafas y levantó una hoja de papel delante suyo. Se hizo el silencio en el salón cuando empezó a leer los números. Una por una, las parejas elegidas volvieron a la pista listas para el último enfrentamiento con la música que iba a empezar. Poco a poco la pista estuvo llena de gente nuevamente. Las parejas estaban en posición, con los miembros rígidos y mirándose ciegamente a los ojos. A Jeanne le parecieron maniquíes.
La mujer del vestido floreado levantó las manos con gesto vehemente y exclamó:
—Y ahora damas y caballeros, ¡buena suerte en el último tango! Sus palabras resonaron en el salón cavernoso. Había llegado la hora del juicio final.
Al instante, la música sonó a todo volumen y melodiosa e infinitamente deprimente para Jeanne que podía ver la luz del sol que se filtraba por la puerta. Estar borrachos por la tarde contemplando autómatas era algo que la hizo querer gritar. Paul estaba sentado frente a ella, mirando a los bailarines por encima del hombro, lóbrego e imprevisible. Una vez más, Jeanne intentó observar las piernas de los bailarines. Se movían al unísono perfecto mientras cada pareja se zambullía y escabullía y luego se inclinaba hacia atrás en un floreo estilizado, las sonrisas frígidas, los ojos y los rostros sin la menor expresión. Empezó a preguntarse si eran gente de verdad. Era imposible imaginarlos llevando a cabo actividades humanas ordinarias.
—Dame un poco más de whisky —le pidió a Paul.
—Oh, pensé que no bebías.
—Ahora tengo sed. Quiero beber más.