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—Los tenía en casa —dijo evitando su mirada—. Yo ya he pasado por estas cosas. Pero ahora pienso en todo. Voy a arreglar mucho la habitación, con flores en todos lados.

Paul apretó los puños. No podía soportarlo más.

—Tarjetas y parientes —dijo con amargura—, flores y ropa de luto, todo en esa maleta. No se ha olvidado de nada, salvo de una cosa. No quiero curas.

Eso no se le había ocurrido a ella y un funeral sin sacerdotes era algo inimaginable.

—Religioso —tartamudeó—, va a ser un funeral religioso.

—¡Rosa no era creyente!

Sus palabras resonaron por el pasillo. Unas puertas se abrieron cuando los huéspedes empezaron a escuchar. El suicidio de Rosa había echado un paño mortuorio en el hotel entero y muchos de los huéspedes se movían furtivamente por los corredores, temerosos de la muerte o molestos por los inconvenientes. Paul no estaba seguro de qué se trataba y no le importaba.

—Ninguna persona de este lugar es creyente —dijo para que lo escucharan los demás.

—No grites, Paul —dijo Mère retrocediendo con miedo hasta que la cama se interpuso entre los dos.

Paul gritó aún más fuerte:

—¡La Iglesia no quiere suicidas!

Era absurdo y sin embargo, sintió dolor y frustración. Por un momento pensó que podía estrangularla, pero en cambio se puso frente a la puerta y la golpeó primero con un puño y luego con el otro.

—La absolverán —dijo Mère sollozando y desesperada—. Yo me ocuparé de ello. Tendremos una misa hermosa...

Luego se sentó en la cama y se cubrió la cara con las manos.

—¿Sabes lo que dijo papá? —dijo ella entre sollozos, incapaz de no expresar lo que ella creía que era la verdad—. Dijo, «Mi hijita siempre fue feliz. ¿Qué le hicieron? ¿Por qué se mató?»

Paul deseó poder llorar él también, hacer algo por aliviar el dolor. Pero no había nada que pudiera hacer.

—No lo sé —dijo—, nunca lo sabré.

Controlando su furia, giró y salió al corredor. La mayoría de las puertas se cerraron rápidamente mientras los huéspedes intentaban esconder el hecho de que habían estado escuchando y unas pocas puertas permanecieron un poco abiertas. Paul pensó en la gente detrás de ellas en términos de gusanos y quiso provocarlos aunque sabía que ninguno de ellos tenía la valentía de aceptar su desafío. Sus vidas tenían tan poco significado y eran tan despreciables como la de él.

Con falsa compostura, recorrió el corredor y tomando el picaporte de cada una de las puertas abiertas, les dio un portazo.

VI

En París hay días invernales en que la brisa parece llegar de la Costa Azul, los Platanus parecen menos descobijados en la intemperie inmaculada y un sol falto de fuerzas se las arregla para sonsacar el aroma de la vida de una tierra fría. Todavía es demasiado temprano hasta para una falsa primavera; sin embargo, hay una promesa en el aire. El color que hace famosa a la ciudad se extiende en la altura (un París azul) aumentado por los rojos y los amarillos de los toldos de los cafés, la textura gris de las piedras y la extensión de las brumas del Sena.

A pesar de que Paul no había dormido bien, sentado en un sillón casi toda la noche, el aire extrañamente balsámico lo revivió. Antes de caer en un sueño oscuro, Jeanne había resuelto no volver a verlo jamás, pero esa resolución se debilitó apenas se enfrentó con el nuevo día brillante y murió aun antes de haber bebido el primer café de la mañana. Los dos llegaron de modo casi simultáneo al apartamento de la Rue Jules Verne. Se desvistieron en el cuarto pequeño y cayeron abrazados sobre el colchón. La promesa del día anterior había sido cumplida. Ella se aferró a él con brazos y piernas como buscando protección de su fuerte pasión. Su abstinencia aumentó su excitación.

Permanecieron uno al lado del otro durante mucho tiempo, sin tocarse, esperando que algún sonido penetrase las paredes bañadas de un rojo dorado por la luz de la mañana. Esperaron en vano. El apartamento los contuvo como un útero.

El pelo abundante y salvaje de Jeanne se desparramó como un rayo de sol por el colchón. Sus pechos, hasta en el reposo, eran firmes y combinaban la plenitud de una mujer madura y sensual con la vivacidad de una adolescente. Tenía una piel límpida y casi radiante. Las caderas eran tan angostas como las de un muchacho y complementaban su amplia sensualidad femenina.

El cuerpo de Paul sólo parecía grande en comparación con el de ella y era un tanto indefinido. Estaba echado a su lado como un dios indulgente. Los brazos y el tórax todavía eran poderosos y cubiertos de un pelo que aún no era gris, pero estaba empezando a perder la tonalidad musculosa; su cuerpo no correspondía a la austeridad de su rostro con sus planos aguileños y su vitalidad fiera y demorada. Parecía estar atrapado en una transición abrupta entre la juventud y la vejez.

Paul era consciente del cuerpo de Jeanne únicamente del modo más superficial ya que pensaba en ella sólo en términos de un cuerpo que albergaba su pasión caprichosa, halagaba su vanidad y su orgullo sexual y por el momento lo arrancaba de la desesperación. Sólo se habría percatado de la voluptuosidad de Jeanne si este elemento no hubiese existido. Por su parte, Jeanne daba por conocido el cuerpo de Paul, pero de una manera enteramente diferente. El primer asalto a que había estado sometida se había basado en un poder masculino general y abrumador y en términos de esa fuerza, ella todavía lo sentía y veía. En realidad, no veía su cuerpo aunque su presencia era voluminosa. El amor que empezó a sentir por él se basaba en este poder y se reforzaba en la insistencia que Paul ponía en el aspecto secreto de la relación y por lo tanto, en su misterio.

Jeanne se arrodilló y se puso las bragas.

—Me gusta el sexo —dijo— porque es un ejercicio saludable. Te mantiene el cuerpo en forma y te da un gran apetito.

Salió de la habitación sin mirarlo y entró en el cuarto de baño. En el espejo vio una muchacha con el pelo enmarañado, el rostro huesudo, labios que formaban un puchero perpetuo y unos pechos que a veces casi resultaban molestos. Su rostro reflejaba una mezcla incongruente de superficialidad y sabiduría. De pronto Jeanne sintió un escalofrío. Pese a que el tragaluz encima de la bañera inundaba el cuarto de luz, las baldosas blancas y turquesas sólo reflejaban la realidad crispada del invierno. El día ahora estaba frío. Su cuerpo falto de calor parecía expuesto a todo. Cerró la puerta de un golpe como si en ello hubiera alguna protección.

Paul juntó sus ropas. Caminó por el corredor rumbo al cuarto de baño. La idea de lavarse y vestirse juntos lo atrajo ya que estaba decidido a no respetar ninguna convención. La puerta cerrada lo hizo vacilar. Consideró entrar directamente. En ese momento Jeanne estaba haciendo un equilibrio precario entre el water y el lavabo, lavándose: tenía los muslos apretados contra la piedra fría porque no había bidet. Paul prefirió que le invitara a entrar.

Movió el picaporte.

—Déjame sola —dijo ella.

—Déjame ver.

—No es muy interesante.

—Eso depende —sus inhibiciones burguesas lo divirtieron dijo—: Te estás lavando. Quiero ver.

—¡No! —dijo ella con énfasis. Era tan extraño que venciera todas sus pretensiones de pudor durante el acto sexual y luego las asumiera nuevamente.

Salió del borde del lavabo y cerró el agua.

—Terminé —dijo como si él no la pudiera oír—. Ahora puedes entrar.

Paul entró; llevaba sus ropas envueltas ceremoniosamente en un brazo. Las depositó sobre el borde de la bañera y entró en ella desnudo poniéndose junto a Jeanne. Ella tenía los artículos de tocador delante suyo, el lápiz labial, una botellita de crema para limpiar el cutis; y comenzó a maquillarse mirando de costado sus pestañas y ajena a la presencia de Paul.

Paul emitió una risa ahogada —un sonido nuevo para ella— y puso sus manos sobre el borde del lavabo.

—¿Qué es tan gracioso? —preguntó ella.