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Saint James se puso a su lado frente a la pared y contempló sus fotografías. Deborah siempre le dejaba elegir sus preferidas de cada serie que hacía, y este grupo en particular eran de las mejores, en su opinión no instruida: siete estudios en blanco y negro de un amanecer en Bermondsey, donde los comerciantes que vendían de todo, desde antigüedades a artículos robados, colocaban sus mercancías. Le gustaba la atemporalidad de las escenas que había captado, el ambiente de un Londres que nunca cambiaba. Le gustaban las caras y la forma en que estaban iluminadas por las farolas y deformadas por las sombras. Le gustaba la esperanza que transmitía una, la astucia de otra, el recelo, el cansancio y la paciencia del resto. Pensó que su mujer tenía algo más que talento con la cámara. Pensó que tenía un don que sólo muy pocos poseían.

– Todo aquel que quiera intentarlo en este tipo de carrera empieza desde abajo -le dijo-. Nombra al fotógrafo que más admires y nombrarás a alguien que comenzó de ayudante de alguien, un tipo que llevaba los focos y los objetivos para alguien que en su día hizo lo mismo. Sería estupendo que en este mundo el éxito dependiera de hacer fotografías excelentes y sentarse a recoger elogios después, pero las cosas no funcionan así.

– No quiero elogios. La cuestión no es ésa.

– Crees que has patinado. ¿Un año y cuántas fotografías después…?

– Diez mil trescientas veintidós. Más o menos.

– Y has acabado donde empezaste, ¿no?

– No estoy más cerca de nada. No he avanzado ni un paso. No sé si algo de esto…, de esta clase de vida…, vale siquiera la pena.

– Entonces estás diciendo que la mera experiencia no te basta. Te estás diciendo a ti, y a mí, y no es que yo lo crea, ¿vale?, que el trabajo sólo cuenta si produce el resultado que has decidido que querías.

– No es eso.

– ¿Pues qué es?

– Necesito creer, Simón.

– ¿En qué?

– No puedo jugar un año más a esto. Quiero ser más que la mujer de Simón Saint James que se las da de artista bohemia con su peto y sus botas militares, cargando con sus cámaras por Londres para pasar el rato. Quiero contribuir a nuestra vida. Y no puedo hacerlo si no creo.

– ¿No deberías empezar por creer en el proceso, entonces? Si te fijaras en todos los fotógrafos cuya carrera has estudiado, ¿no verías a alguien que comenzó…?

– ¡No me refiero a eso! -Se dio la vuelta para mirarle-. No necesito aprender a creer que se empieza desde abajo y se llega arriba con trabajo. No soy tan tonta para creer que inauguro una exposición una noche y a la mañana siguiente la National Portrait Gallery va a pedirme muestras de mi obra. No soy estúpida, Simón.

– No insinúo que lo seas. Sólo intento señalar que el fracaso de un único día de exposición de tus fotografías (que, por lo que sabes, no será un fracaso en absoluto, por cierto) no es una medida de nada. Es sólo una experiencia, Deborah, ni más ni menos. Es la forma de interpretar la experiencia lo que te trae problemas.

– ¿Se supone entonces que no tenemos que interpretar nuestras experiencias? ¿Se supone que debemos tenerlas y seguir adelante? ¿Quien arriesga no gana nada? ¿Es eso lo que quieres decir?

– Sabes que no. Te estás disgustando. Lo que no va a valer-nos a ninguno de los dos…

– ¿Que me estoy disgustando? Ya estoy disgustada. Me he pasado meses en la calle, meses en el cuarto oscuro. Me he gastado una fortuna en material. No puedo seguir con esto sin creer que tiene un sentido.

– ¿Definido por qué? ¿Por las ventas? ¿Por el éxito? ¿Por un artículo en la revista del Sunday Times?

– ¡No! Claro que no. La cuestión no es ésa y lo sabes. -Lo empujó al pasar a su lado, llorando-. ¿Por qué me molesto? -V se habría marchado de la estancia, habría subido corriendo las escaleras y habría dejado a Saint James sin comprender mejor el carácter de los demonios a los que se enfrentaba periódicamente. Siempre les pasaba lo mismo: la naturaleza apasionada e impredecible de Deborah contra el carácter flemático de él. La salvaje divergencia en la manera que tenía cada uno de ver el mundo era una de las cualidades que hacían que formaran tan buena pareja. Por desgracia, también era una de las cualidades que hacían que no la formaran.

– Pues dímelo -dijo Saint James-. Deborah, dímelo.

Se detuvo en la puerta. Parecía Medea, llena de ira e intención, con el pelo largo salpicado de lluvia sobre los hombros y los ojos color metal encendido.

– Necesito creer en mí -dijo sencillamente. Sonaba como si le desesperara el mero esfuerzo de hablar, y con aquello Saint James comprendió hasta qué punto detestaba Deborah que no hubiera logrado comprenderla.

– Pero tienes que saber que tu obra es buena -le dijo-. ¿ Cómo podrías ir a Bermondsey y captarlo de esta forma -señaló la pared- y no saber que tu trabajo es bueno? Más que bueno. Dios santo, es increíble.

– Porque saberlo tiene lugar aquí -contestó. Ahora su voz sonó apagada, y su pose, tan rígida hacía un momento, se relajó de forma que pareció hundirse delante de él. Se señaló la cabeza al pronunciar la palabra “aquí” y puso la mano debajo del pecho izquierdo al añadir-: Pero creerlo tiene lugar aquí. De momento, aún no he sido capaz de salvar la distancia que hay entre los dos. Y si no puedo hacer eso… ¿Cómo puedo superar lo que debo superar y hacer algo que me demuestre a mí misma que valgo?

Ahí estaba, pensó Simón. Deborah no añadió el resto, y él la bendijo por no hacerlo. Demostrarse que valía como mujer a través de la maternidad era algo que se le había negado a su esposa. Estaba buscando algo que definiera quién era.

– Cariño… -dijo Saint James, pero no tenía más palabras. Sin embargo, ésta parecía encerrar más bondad de la que Deborah podía soportar, porque el metal de sus ojos se transformó en líquido al instante, y levantó una mano para impedirle que cruzara la habitación para consolarla.

– Siempre -dijo-, pase lo que pase, oigo esa voz en mi interior susurrándome que me estoy engañando.

– ¿No es ésa la maldición de todos los artistas? ¿Los que triunfan no son aquellos capaces de apartar sus dudas?

– No he encontrado la manera de no escucharla. Juegas a ser fotógrafa, me dice. Sólo finges. Estás perdiendo el tiempo.

– ¿Cómo puedes pensar que te estás engañando cuando haces fotos como éstas?

– Tú eres mi marido -replicó ella-. ¿Qué vas a decir?

Saint James sabía que no había forma de discutirle aquella observación. Como marido suyo, quería que fuera feliz. Los dos sabían que, aparte de su padre, sería la última persona que pronunciaría una palabra para destruirla. Se sentía derrotado, y ella debió de verlo en su cara, porque dijo:

– ¿No era la hora de la verdad? Tú mismo lo has visto. No ha venido casi nadie.

Otra vez eso.

– Ha sido por el tiempo.

– A mí me parece que ha sido más que el tiempo.

Lo que parecía y lo que no parecía era una dirección inútil de seguir, tan amorfa e infundada como la lógica de un idiota.

– Bueno, ¿qué resultado esperabas? -dijo el siempre científico Saint James-. ¿Qué habría sido razonable para tu primera exposición en Londres?

Ella consideró la pregunta, pasando los dedos por la jamba de la puerta como si pudiera leer en ella la respuesta en braille.

– No lo sé -admitió al fin-. Creo que me asusta demasiado saberlo.

– ¿Qué te asusta demasiado?

– Veo que se han frustrado mis expectativas. Sé que aunque sea la próxima Annie Leibovitz, me llevará tiempo demostrarlo. Pero ¿y si todo lo demás sobre mí también es como mis expectativas? ¿Y si todo lo demás también se frustra?

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo: ¿Y si me están tomando el pelo? Es lo que he estado preguntándome toda la noche. ¿Y si la gente me está siguiendo la corriente? Mi familia. Mis amigos. El señor Hobart. ¿Y si aceptan mis fotografías por pena? “Muy bonitas, señora, sí, y las colgaremos en la galería, no nos vendrán mal en el mes de diciembre, cuando nadie piensa en visitar exposiciones de arte en medio de la vorágine de compras de Navidad; y además, necesitamos colgar algo en las paredes durante un mes y nadie más está dispuesto a exponer.” ¿Y si es lo que ha pasado?