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– Eso es insultar a todo el mundo. A la familia, los amigos. A todo el mundo, Deborah. Y a mí también.

Entonces brotaron las lágrimas que había estado conteniendo. Se llevó un puño a la boca como si fuera plenamente consciente de lo infantil que había sido la reacción a su decepción. Sin embargo, Saint James lo sabía, Deborah no podía evitarlo. Al fin y al cabo, ella sencillamente era quien era.

“Es una niña tremendamente sensible, ¿verdad, cielo?”, observó una vez su madre, y su expresión sugería que estar cerca de la emoción de Deborah era similar a exponerse a la tuberculosis.

– Verás, lo necesito -le dijo Deborah-. Y si no voy a tenerlo, quiero saberlo, porque necesito algo. ¿Lo entiendes?

Saint James cruzó la habitación hacia ella y la abrazó, sabiendo que aquello por lo que lloraba sólo estaba relacionado remotamente con su deprimente noche en Little Newport Street. Quería decirle que nada de aquello importaba, pero no iba a mentir. Quería liberarla de su lucha, pero él también tenía la suya. Quería hacer que su vida en común fuera más fácil para los dos, pero carecía del poder. Así que atrajo su cabeza hacia su hombro.

– A mí no tienes que demostrarme nada -dijo entre su cabello mullido de color cobrizo.

– Ojalá fuera tan fácil como saber eso -fue su respuesta.

Simón empezó a decir que era tan fácil como hacer que todos los días contaran en lugar de hacer proyectos sobre un futuro que ninguno de los dos conocía. Pero sólo alcanzó a coger aire porque el timbre de la puerta sonó larga y ruidosamente, como si alguien se hubiera caído encima.

Deborah se apartó de él, secándose las mejillas mientras miraba hacia la puerta.

– Tommy y Helen deben de haber olvidado… ¿Se han dejado algo? -Miró a su alrededor.

– No lo creo.

Volvieron a llamar, lo que despertó de su sueño al perro de la familia. Mientras se acercaban a la entrada, Peach subió disparada las escaleras de la cocina, ladrando como el cazador de tejones escandaloso que era. Deborah cogió en brazos al teckel escurridizo.

Saint James abrió la puerta.

– ¿Habéis decidido…? -dijo, pero interrumpió sus palabras cuando no vio ni a Thomas Lynley ni a su mujer.

En su lugar, había un hombre con chaqueta oscura -el pelo abundante apelmazado por la lluvia y los vaqueros azules empapados contra la piel- apoyado entre las sombras en el pasamano de hierro del extremo más alejado de la entrada. Tenía los ojos entrecerrados por la luz y le dijo a Saint James:

– ¿Eres…? -Y no añadió más al mirar dentro, donde estaba Deborah, con el perro en sus brazos, justo detrás de su marido-. Gracias a Dios -dijo-. Debo de haber dado mil vueltas. He cogido el metro en Victoria, pero me he equivocado de dirección y no me he dado cuenta hasta que… Después se me ha mojado el mapa. Después ha salido volando. Después he perdido la dirección. Pero ahora, gracias a Dios…

Con estas palabras, avanzó plenamente hacia la luz y sólo dijo:

– Debs. Es un milagro, joder. Empezaba a pensar que no iba a encontrarte nunca.

“Debs.” Deborah dio un paso adelante, apenas osaba creerlo. La época y el lugar volvieron a ella rápidamente, igual que la gente de aquella época y aquel lugar. Dejó a Peach en el suelo y se puso al lado de su marido en la puerta para mirar mejor.

– ¡Simón! Señor. No me creo… -Pero en lugar de terminar el pensamiento, decidió ver por sí misma lo que parecía suficientemente real, por muy inesperado que fuera. Alargó el brazo hacia el hombre del umbral y lo hizo pasar adentro-. ¿Cherokee? -dijo. Su primer pensamiento fue cómo podía ser que el hermano de su vieja amiga estuviera en su puerta. Luego, al ver que era verdad, que realmente estaba allí, exclamó-: Dios mío, Simón. Es Cherokee River.

Simón parecía desconcertado. Cerró la puerta mientras Peach se acercaba al visitante y olisqueaba sus zapatos. Cuando al parecer no le gustó lo que descubrió allí, se apartó de él y empezó a ladrar.

– Calla, Peach -dijo Deborah-. Es un amigo.

– ¿Quién…? -dijo Simón al oír aquella observación, mientras cogía a la perra y la tranquilizaba.

– Cherokee River -repitió Deborah-. Eres Cherokee, ¿verdad? -le preguntó al hombre. Porque aunque estaba prácticamente segura de que lo era, habían pasado casi seis años desde la última vez que lo había visto, e incluso durante la época en que se conocieron, sólo habían coincidido media docena de veces. No esperó a que le respondiera y dijo-: Pasa al estudio. Tenemos encendida la chimenea. Cielos, estás empapado. ¿Eso de la cabeza es un corte? ¿Qué haces aquí? -Lo llevó a la otomana frente al fuego e insistió en que se quitara la chaqueta. En su momento, debió de absorber el agua, pero ese momento había pasado ya y ahora las gotas caían al suelo. Deborah la dejó frente a la chimenea, y Peach fue a investigar.

– ¿Cherokee River? -dijo Simón pensativamente.

– El hermano de China -respondió Deborah.

Simón miró al hombre, que había comenzado a tiritar.

– ¿De California?

– Sí. China. De Santa Bárbara. Cherokee, ¿qué diablos…? Ven. Siéntate. Siéntate junto al fuego. Simón, ¿hay alguna manta…? ¿Una toalla…?

– Voy a buscar.

– ¡Date prisa! -gritó Deborah, porque, desprovisto de su chaqueta, Cherokee había comenzado a temblar como si estuviera al borde de las convulsiones. Tenía la piel tan blanca que estaba azulada y se había mordido el labio, de donde empezaba a brotarle sangre sobre la barbilla. Además, tenía un corte muy feo en la sien, que Deborah examinó, diciendo-: Hay que ponerte una tirita. ¿Qué te ha pasado, Cherokee? ¿No te habrán atracado? -Y luego-: No. No contestes. Deja que antes te dé algo para que entres en calor.

Se dirigió rápidamente al viejo minibar, debajo de la ventana que daba a Cheyne Row. Allí, sirvió un vaso grande de brandi, se lo llevó a Cherokee y se lo puso en las manos.

Cherokee se acercó el vaso a la boca, pero le temblaban tanto las manos que repiqueteó contra sus dientes y se echó la mayor parte del brandi por encima de la camiseta negra, que estaba mojada como el resto de él.

– Mierda -dijo-. Lo siento, Debs. -Su voz, su estado o la bebida derramada parecieron desconcertar a Peach, porque la perrita dejó de olisquear la chaqueta empapada de Cherokee y comenzó a ladrarle.

Deborah calmó a la teckel, que no se tranquilizó hasta que lo sacó de la estancia y lo llevó a la cocina.

– Cree que es una dóberman -dijo Deborah irónicamente-. Nadie tiene los tobillos a salvo cuando está ella.

Cherokee se rio entre dientes. Entonces, un escalofrío tremendo se apoderó de su cuerpo y el brandi que sostenía chapoteó en el vaso. Deborah se sentó junto a él en la otomana y le pasó el brazo por los hombros.

– Lo siento -repitió él-. Estoy histérico.

– No te disculpes. Por favor.

– He estado caminando bajo la lluvia. Me he golpeado con una rama cerca del río. Creía que había dejado de sangrar.

– Bébete el brandi -dijo Deborah. Le alivió oír que Cherokee no se había metido en algún lío en la calle-. Luego te miraré la cabeza.

– ¿Es grave?

– Sólo es un corte. Pero necesitas que te lo miren. Ven. -Tenía un clínex en el bolsillo y lo utilizó para secar la sangre-. Menuda sorpresa nos has dado. ¿Qué haces en Londres?

La puerta del estudio se abrió y Simón regresó. Traía una toalla y una manta. Deborah las cogió, echó una sobre los hombros de Cherokee y utilizó la otra para secarle el pelo. Lo llevaba más corto que en la época que Deborah había vivido con su hermana en Santa Bárbara. Pero seguía teniéndolo rizadísimo, muy distinto del de China, igual que su cara, que era sensual, de párpados caídos y labios carnosos por los que las mujeres pagan a los cirujanos enormes sumas de dinero. Había heredado todos los genes del atractivo, decía a menudo China River de su hermano, mientras que ella parecía una asceta del siglo IV.