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– Sí. Bueno. -Parpadeó y le ofreció una rápida sonrisa-. Todos hemos logrado superarlos, ¿no?

– Sí, lo hemos logrado -reconoció Simón.

Peach levantó el hocico después de olisquear el suelo, con la cabeza levantada y las orejas expectantes. En el alféizar de la ventana que había sobre el fregadero, Alaska, la gran gata gris -que había estado examinando con indolencia las gotas alargadas de lluvia en el cristal-, se levantó y se estiró, con los ojos clavados en las escaleras del sótano que descendían justo al lado del viejo aparador en el que a menudo la gata pasaba los días. Un momento después, la puerta de arriba crujió y la perra ladró una vez. Alaska bajó del alféizar de la ventana y desapareció en la despensa para conciliar el sueño.

– ¿Debs? -la llamó la voz de Cherokee.

– Aquí abajo -contestó Deborah-. Te hemos preparado sopa y tostadas.

Cherokee se reunió con ellos. Tenía mucho mejor aspecto. Era unos tres o cuatro centímetros más bajo que Simón y más atlético, pero el pijama y la bata le quedaban bien y los temblores habían desaparecido. Sin embargo, iba descalzo.

– Tendría que haber pensado en darte unas zapatillas -dijo Deborah.

– Estoy bien -dijo Cherokee-. Te has portado genial. Gracias, a los dos. Debéis de haber alucinado, al verme aparecer así. Os agradezco el recibimiento. -Hizo un gesto con la cabeza hacia Simón, quien llevó el cazo de la sopa a la mesa y sirvió un poco en un tazón.

– Hoy es un día especial, debo decírtelo -dijo Deborah-. Simón ha abierto un cartón de sopa. Normalmente sólo abre latas.

– Muchas gracias -observó Simón.

Cherokee sonrió, pero parecía exhausto, como si funcionara con los últimos vestigios de energía en un día terrible.

– Tómate la sopa -dijo Deborah-. Te quedarás a dormir, por cierto.

– No. No puedo pediros…

– No seas tonto. Tu ropa está en la secadora y estará lista dentro de un rato, pero no pensarás salir otra vez a la calle a buscar un hotel a estas horas.

– Deborah tiene razón -reconoció Simón-. Tenemos mucho sitio. Eres más que bienvenido.

Pese al cansancio, la cara de Cherokee reflejaba alivio y gratitud.

– Gracias. Me siento… -Meneó la cabeza-. Me siento como un niño pequeño. ¿Sabéis cómo se ponen? Se pierden en el supermercado, salvo que no saben que se han perdido hasta que levantan la vista de lo que estén haciendo, leer un cómic o lo que sea, y ven que mamá ha desaparecido y entonces se vuelven locos. Así me siento. Así me he sentido.

– Bueno, ahora ya estás a salvo -le tranquilizó Deborah.

– Cuando llamé, no quise dejar un mensaje en el contestador -dijo Cherokee-. Habría sido muy deprimente para vosotros llegar a casa y encontraros eso. Así que he intentado encontrar la dirección. Me he confundido en la línea amarilla del metro y he acabado en Tower Hill antes de ver qué diablos había hecho mal.

– Qué horror -murmuró Deborah.

– Mala suerte -dijo Simón.

Entonces, se hizo un silencio entre ellos, roto sólo por la lluvia. Chocaba contra las piedras por fuera de la puerta de la cocina y se deslizaba formando riachuelos incesantes por la ventana. Eran tres personas -y una perra esperanzada- en una cocina a medianoche. Pero no estaban solas. La pregunta también estaba allí. Estaba agazapada entre ellos como un ser palpable, echando un aliento fétido que no podía obviarse. Ni Deborah ni su marido la formularon. Pero tal como fueron las cosas, no les hizo falta.

Cherokee hundió la cuchara en el tazón. Se la llevó a los labios, pero la bajó despacio sin probar la sopa. Se quedó mirando el líquido un instante antes de levantar la cabeza y mirar a Deborah y después a su marido.

– Esto es lo que ha pasado -dijo.

Él era el responsable de todo, les dijo. Para empezar, si no fuera por él, China no habría ido a Guernsey. Pero él necesitaba dinero, y cuando le ofrecieron llevar un paquete de California al canal de la Mancha, pagarle por ello y proporcionarle los billetes de avión… En fin, le pareció demasiado bueno para ser verdad.

Le pidió a China que le acompañara porque había dos billetes de avión y el trato era que tenían que llevar el paquete un hombre y una mujer. Pensó: ¿Por qué no? ¿Y por qué no pedírselo a China? Nunca iba a ninguna parte. Ni siquiera había salido nunca de California.

Tuvo que convencerla. Le costó unos días, pero acababa de romper con Matt -¿recordaba Debs al novio de China, el cineasta con el que llevaba saliendo toda la vida?- y decidió que quería unas vacaciones. Así que le llamó y le dijo que quería ir y él lo arregló todo. Llevaron el paquete desde Tustin, al sur de Los Ángeles, de donde procedía, hasta un lugar en Guernsey, a las afueras de Saint Peter Port.

– ¿Qué había en el paquete? -Deborah imaginó una redada por drogas en el aeropuerto, con perros gruñendo y China y Cherokee retrocediendo contra la pared como zorros que buscan refugio.

Nada ilegal, le dijo Cherokee. Lo contrataron para llevar unos planos arquitectónicos de Tustin a la isla del Canal. Y el abogado que le había contratado…

– ¿Un abogado? -preguntó Simón-. ¿No el arquitecto?

No. A Cherokee lo contrató un abogado, lo que a China le había parecido sospechoso, más incluso que el que le pagaran por llevar un paquete a Europa, además de que le proporcionaran los billetes de avión. Así que China insistió en abrir el paquete antes de acceder a llevarlo a donde fuera, y eso hicieron.

Se trataba de un tubo de envío grande, y si China temía que contuviera drogas, armas, explosivos o cualquier otra mercancía de contrabando que habría provocado que los dos acabaran esposados, sus temores se disiparon en cuanto lo abrieron. Dentro había los planos arquitectónicos que se suponía que tenían que estar, con lo cual se quedó tranquila. Él también, tuvo que admitir Cherokee. Las preocupaciones de China le habían inquietado.

Así que fueron a Guernsey a entregar los planos, con la intención de desplazarse de allí a París y seguir luego hasta Roma. No sería un viaje largo: ninguno de los dos podía permitírselo, conque sólo iban a quedarse dos días en cada ciudad.

Pero en Guernsey sus planes cambiaron inesperadamente. Creían que realizarían un intercambio rápido en el aeropuerto: papeleo por el pago prometido y…

– ¿De qué clase de pago hablamos? -preguntó Simón.

Cinco mil dólares, les dijo Cherokee. Ante sus caras de incredulidad, se apresuró a decir que sí, que era una cantidad escandalosa y que ésa era la razón principal por la que China había insistido en abrir el paquete, porque ¿quién diablos daría a alguien dos billetes gratis a Europa y cinco mil dólares sólo por llevar algo desde Los Ángeles? Pero resultó que todo aquel asunto consistía en hacer cosas escandalosas con el dinero. El hombre que quería los planos arquitectónicos era más rico que Howard Hughes y, evidentemente, se pasaba el día haciendo cosas escandalosas con el dinero.

Sin embargo, en el aeropuerto no los recibió alguien con un cheque o un maletín lleno de dinero ni nada remotamente parecido a lo que esperaban, sino un hombre casi mudo llamado Kevin No-sé-qué que los condujo precipitadamente a una furgoneta y los llevó a una finca muy chula a unos kilómetros de allí.

China se puso histérica con este giro de los acontecimientos, que había que reconocer que era desconcertante. Allí estaban, encerrados en un coche con un absoluto desconocido que no les dirigió ni quince palabras. Era muy extraño. Pero al mismo tiempo, era como una aventura y Cherokee, por su parte, estaba intrigado.

Resultó que su destino era una mansión formidable situada en una propiedad de sabe Dios cuántas hectáreas. La construcción era antigua -y estaba totalmente restaurada-, y China activó el modo fotográfico desde el momento en que la vio. Tenía delante un reportaje del Architectural Digest esperando a que lo capturara.