China decidió en ese mismo momento que quería sacar fotografías. No sólo de la casa, sino de la propia finca, en la que había de todo, desde estanques de patos a cosas prehistóricas. China sabía que se le había presentado una oportunidad que quizá nunca volvería a tener y, a pesar de que sacar las fotografías no era garantía de nada, estaba dispuesta a invertir el tiempo, el dinero y el esfuerzo necesarios porque el lugar era sensacional.
A Cherokee le pareció bien. China pensó que le llevaría sólo un par de días y él tendría tiempo de explorar la isla. La única cuestión era si el propietario aprobaría la idea. A algunas personas no les gusta que su casa salga en las revistas. Demasiada inspiración para los ladrones.
Su anfitrión resultó ser un hombre llamado Guy -pronunciado “gui”- Brouard, a quien le encantó la idea. Insistió en que Cherokee y China pasaran la noche allí o se quedaran unos días o lo que hiciera falta para sacar buenas fotografías. “Mi hermana y yo vivimos aquí solos -les dijo-, y tener visitas siempre nos divierte.”
Resultó que el hijo del hombre también estaba allí, y al principio Cherokee pensó que tal vez Guy Brouard albergara la esperanza de que China y su hijo se gustaran. Pero el hijo era de los que desaparecían y sólo lo veían en las comidas porque no era muy sociable. Sin embargo, la hermana era simpática, igual que Brouard. Así que Cherokee y China se sintieron como en casa.
Por su parte, China conectó mucho con Guy. Compartían un interés común por la arquitectura: ella, porque fotografiar edificios era su trabajo; él, porque tenía planeado construir uno en la isla. Incluso la llevó a ver el solar y le enseñó algunas de las construcciones de relevancia histórica de la isla. China debería fotografiar todo Guernsey, le dijo él. Debería hacer todo un libro de fotografías, no bastaba con un reportaje en una revista. Pese a ser un lugar tan pequeño, su riqueza histórica era enorme y todas las sociedades que habían vivido allí habían dejado su impronta en forma de construcciones.
Para su cuarta y última noche con los Brouard, hacía tiempo que estaba programada una fiesta. Era una fiesta de tiros largos a la que al parecer estaban invitados miles de personas. Ni China ni Cherokee supieron qué se celebraba, hasta medianoche, cuando Guy Brouard reunió a todo el mundo y anunció que al fin había elegido el proyecto para su edificio, que resultó ser un museo. Redobles de tambor, entusiasmo, botellas de champán descorchándose y fuegos artificiales tras anunciar al arquitecto cuyos planos Cherokee y China habían traído de California. Sacaron un caballete con una acuarela del lugar, y los invitados exclamaron embelesados, extasiados, y siguieron bebiendo el champán de los Brouard hasta las tres de la mañana más o menos.
Al día siguiente, ni Cherokee ni su hermana se sorprendieron cuando no encontraron a nadie despierto. Fueron a la cocina sobre las ocho y media y buscaron hasta dar con los cereales, el café y la leche. Supusieron que no pasaría nada por prepararse el desayuno mientras los Brouard dormían la borrachera de la noche anterior. Comieron, llamaron a un taxi y se marcharon al aeropuerto. No volvieron a ver a nadie de la finca.
Volaron a París y pasaron dos días visitando los monumentos que sólo habían visto en foto. Habían decidido hacer lo mismo en Roma; pero al pasar por la aduana del aeropuerto Da Vinci, la Interpol los paró.
La policía los facturó de nuevo a Guernsey, donde los buscaban, les dijeron, para interrogarles. Cuando preguntaron: “¿Interrogarnos por qué?”, lo único que les dijeron fue que por un grave incidente se requería su presencia en la isla de inmediato.
Resultó que donde se requería su presencia era en la comisaría de policía de Saint Peter Port. Los retuvieron en celdas separadas, solos: a Cherokee, durante veinticuatro horas bastante malas, y a China, durante tres días de pesadilla que desembocaron en una comparecencia ante el juez y un traslado a la cárcel, donde ahora estaba en prisión preventiva.
– ¿Por qué? -Deborah alargó la mano por la mesa para coger la mano de Cherokee-. ¿De qué acusan a China?
– De asesinato -contestó con voz apagada-. Es de locos. Acusan a China de matar a Guy Brouard.
Capítulo 2
Deborah retiró las colchas de la cama y ahuecó las almohadas. Se dio cuenta de que pocas veces se había sentido tan inútil. China estaba en una celda en Guernsey y ella andaba de aquí para allá en la habitación de invitados, corriendo cortinas y ahuecando almohadas -por el amor de Dios- porque no sabía qué más hacer. En parte quería coger el próximo avión a las islas del canal. En parte quería zambullirse en el corazón de Cherokee y hacer algo para calmar su angustia. En parte quería redactar listas, concebir planes, dar instrucciones y llevar a cabo acciones inmediatas que permitieran a los River saber que no estaban solos en el mundo. Y en parte quería que otra persona se encargara de todo eso porque no se sentía a la altura de las circunstancias. Así que ahuecaba almohadas inútilmente y preparaba la cama.
Entonces, dirigiéndose al hermano de China, que estaba incómodamente de pie junto al chifonier, le dijo:
– Si necesitas algo durante la noche, estamos en el piso de abajo.
Cherokee asintió. Parecía taciturno y muy solo.
– Ella no lo hizo -dijo-. ¿Te imaginas a China haciendo daño a una mosca?
– Por supuesto que no.
– Hablamos de una persona que me hacía sacar las arañas de su cuarto cuando éramos pequeños. Se subía a la cama chillando porque había visto una en la pared y yo entraba y me deshacía de ella y, luego, me gritaba: “¡No le hagas daño! ¡No le hagas daño!”.
– A mí también me lo hacía.
– Dios santo, me hubiera olvidado del tema, si no le hubiese pedido que me acompañara. Tengo que hacer algo y no sé qué.
Retorció con los dedos el cinturón de la bata de Simón. Deborah recordó que China siempre pareció la mayor de los dos. “Cherokee, ¿qué voy a hacer contigo? -le preguntaba-. ¿Cuándo vas a madurar?”
“Ahora mismo”, pensó Deborah. Las circunstancias exigían una madurez que no estaba segura de que Cherokee tuviera.
– Ponte a dormir -le dijo porque no sabía qué otra cosa decirle-. Mañana afrontaremos con mejor ánimo el problema. -Y le dejó.
Estaba acongojada. China River había sido su mejor amiga durante los días más difíciles de su vida. Le debía mucho, pero se lo había recompensado poco. Que China estuviera ahora en un lío y que se encontrara sola… Deborah comprendía muy bien la angustia que sentía Cherokee por su hermana.
Encontró a Simón en el dormitorio, sentado en la silla de respaldo recto que utilizaba cuando se quitaba el aparato ortopédico de la pierna por la noche. Estaba retirando las tiras de velero, con los pantalones bajados hasta los tobillos y las muletas en el suelo junto a la silla.
Parecía un niño; en general siempre lo parecía en esta postura vulnerable, y Deborah siempre necesitaba toda su fuerza de voluntad para no acudir en su ayuda cuando veía a su marido así. Para ella, su discapacidad era la gran fuerza que los igualaba. Ella la odiaba porque sabía que él la odiaba, pero había aceptado hacía tiempo que el accidente que lo había dejado cojo a los veinte años también había hecho posible que Simón estuviera a su alcance. Si no hubiera ocurrido, él se habría casado cuando Deborah era una adolescente y se habría alejado de ella. El ingreso en el hospital, la subsiguiente convalecencia y los aciagos años de depresión que siguieron lo habían impedido.
Sin embargo, a Simón no le gustaba que lo vieran en su torpeza. Así que Deborah se acercó a la cómoda, donde fingió quitarse las joyas que llevaba mientras esperaba el sonido del aparato ortopédico contra el suelo. Cuando lo oyó, seguido del gruñido que Simón profirió al levantarse, se dio la vuelta.
Tenía las muletas encajadas alrededor de las muñecas y la miraba con cariño.