– Gracias -le dijo.
– Lo siento. ¿Siempre he sido tan obvia?
– No. Siempre has sido muy amable. Pero creo que no te lo he agradecido nunca como corresponde. Es lo que pasa con un matrimonio demasiado feliz: se descuida al ser amado.
– Entonces, ¿me descuidas?
– No intencionadamente. -Ladeó la cabeza y se quedó mirándola-. Francamente, no me das la oportunidad. -Cruzó la habitación hacia ella, y ella le pasó los brazos por la cintura. Simón la besó con ternura y luego la besó largamente, acercándola hacia él con un brazo, hasta que Deborah sintió nacer en ambos el deseo.
Entonces, le miró.
– Me alegro de que aún provoques eso en mí. Pero aún me alegra más provocártelo yo a ti.
Simón le tocó la mejilla.
– Hum. Sí. Sin embargo, considerando la situación, seguramente no sea el momento…
– ¿Para qué?
– Para explorar algunas variantes interesantes de eso de lo que hablabas.
– Ah. -Deborah sonrió-. Eso. Bueno, quizá sí sea el momento, Simón. Quizá lo que aprendemos todos los días es lo deprisa que cambia la vida. Todo aquello que es importante puede desaparecer en un instante. Conque sí es el momento.
– ¿De explorar…?
– Sólo si vamos a explorar juntos.
Y fue lo que hicieron bajo el resplandor de una única lámpara que bruñía sus cuerpos de oro, oscurecía los ojos azul grisáceos de Simón y daba un color carmesí a los lugares pálidos donde latía su sangre caliente que, de lo contrario, habrían permanecido ocultos. Después, se quedaron tumbados sobre la colcha revuelta, que no se habían molestado en retirar de la cama. La ropa de Deborah estaba esparcida por el suelo donde su marido la había tirado, y a Simón le colgaba la camisa de un brazo como si de una fulana indolente se tratara.
– Me alegro de que no te hubieras acostado -dijo ella con la cabeza apoyada en su pecho-. Pensé que estarías dormido. No me ha parecido correcto colocarle en la habitación de invitados y no quedarme un rato. Pero parecías tan cansado en la cocina que he pensado que quizá habías decidido ponerte a dormir. Pero me alegra que no lo hayas hecho. Gracias, Simón.
Él le acarició el pelo como de costumbre, introduciendo la mano en la abundante cabellera hasta que los dedos tocaron su cabeza. Jugueteó cariñosamente con ellos en su cuero cabelludo, y ella sintió que se relajaba.
– ¿Está bien? -preguntó Simón-. ¿Hay alguien a quien podamos llamar, por si acaso?
– ¿Por si acaso qué?
– Por si acaso mañana no consigue lo que quiere de la embajada. Imagino que ya se habrán puesto en contacto con la policía de Guernsey. Si no han mandado que alguien allí… -Deborah notó que su marido se encogía de hombros-. Es muy probable que no tengan intención de hacer nada más.
Deborah levantó la cabeza de su pecho.
– No creerás que China cometió ese asesinato, ¿verdad?
– Claro que no. -Él la estrechó nuevamente entre sus brazos-. Sólo digo que está en manos de un cuerpo de policía extranjero. Habrá protocolos y procedimientos que seguir, y puede ser que la embajada no se implique más. Cherokee tiene que prepararse para eso. Puede que, llegado el momento, también necesite el apoyo de alguien. De hecho, es probable que para eso haya venido.
Simón dijo esto último más bajo. Deborah levantó la cabeza para mirarle otra vez.
– ¿Qué?
– Nada.
– Hay algo más, Simón. Lo noto en tu voz.
– Sólo eso. ¿Eres la única persona que conoce en Londres?
– Seguramente.
– Entiendo.
– ¿Entiendes?
– Pues entonces puede ser que te necesite, Deborah.
– ¿Y te molesta que así sea?
– No me molesta. No. Pero ¿no tienen familia?
– Sólo está la madre.
– La que se sentaba en los árboles. Bueno, quizá sería prudente llamarla. ¿Y el padre? ¿Dijiste que el padre de China no es el mismo que el de Cherokee?
Deborah se estremeció.
– El de ella está en la cárcel, cariño. Al menos es donde estaba cuando vivíamos juntas. -Y cuando vio la preocupación en el rostro de Simón, que decía: “De tal palo, tal astilla”, añadió-: No fue nada serio. Quiero decir que no mató a nadie. China nunca hablaba mucho de él, pero sé que fue por un asunto de drogas. ¿Un laboratorio ilegal en algún lugar? Creo que fue eso. Pero no es que trapicheara con heroína en la calle.
– Bueno, es un consuelo.
– Ella no es como él, Simón.
Simón refunfuñó, lo que ella interpretó como una aprobación vacilante. Entonces, se quedaron tumbados en silencio, contentos el uno con el otro, Deborah con la cabeza sobre su pecho y Simón con los dedos una vez más en su pelo.
Deborah quería a su marido de un modo distinto en momentos como éste. Se sentía más su igual. La sensación procedía no sólo de su conversación tranquila, sino también -y quizá eso era más importante para ella- de lo que había precedido a su conversación. Porque el hecho de que su cuerpo pudiera darle tal placer siempre parecía equilibrar la balanza entre ellos, y poder ser testigo de ese placer le permitía incluso sentirse momentáneamente superior a su marido. Por eso, hacía tiempo que su propio placer era secundario al de él, un hecho que Deborah sabía que horrorizaría a las mujeres liberadas del mundo. Pero así eran las cosas.
– He reaccionado mal esta noche -murmuró al fin-. Lo siento, cariño. Te he hecho pasar un mal rato.
Simón no tuvo ningún problema para entenderla.
– Las expectativas destruyen nuestra tranquilidad, ¿verdad? Son decepciones futuras, planeadas por adelantado.
– Sí que lo tenía todo planeado. Un montón de gente con copas de champán en la mano, anonadada delante de mis fotos. “Dios mío, es un genio”, se decían unos a otros. “La idea de utilizar una Polaroid… ¿Sabías que podían ser en blanco y negro? Y el tamaño que tienen… Cielos, tengo que comprar una ya. No. Espera, tengo que comprar diez como mínimo.”
– ”Quedarían ideales en el nuevo piso de Canary Wharf.”
– ”Por no mencionar la casita de Cotswolds.”
– ”Y el chalé cerca de Bath.”
Se rieron juntos. Entonces, se quedaron callados. Deborah cambió de posición para mirar a su marido.
– Aún duele -reconoció-. No tanto. Apenas duele. Pero un poquito sí. Sigue ahí.
– Sí -dijo él-. No existe una panacea rápida para la frustración. Todos queremos lo que queremos. Y no conseguirlo no significa que dejemos de quererlo. Yo lo sé. Créeme. Lo sé.
Ella apartó la mirada deprisa, al darse cuenta de que lo que estaba reconociendo recorría una distancia mucho mayor que la que comprendía el breve viaje a la decepción de aquella noche. Le agradecía que la comprendiera, que siempre la comprendiera por muy fríos, lógicos, racionales e incisivos que fueran los comentarios que hacía sobre su vida. Las lágrimas le dolían en los ojos, pero no iba a permitir que las viera. Quería darle el regalo momentáneo de la aceptación tranquila de la injusticia. Cuando logró reemplazar el dolor con lo que esperaba que sonara como determinación, se volvió hacia él.
– Voy a poner mis pensamientos en orden, como corresponde -le dijo-. Puede que emprenda una dirección totalmente nueva.
Simón la observaba con su gesto habitual, esa mirada fija que por lo general incomodaba a los abogados cuando testificaba en un juicio y que siempre provocaba que sus alumnos universitarios tartamudearan desesperados. Pero para ella la mirada estaba suavizada por sus labios, que dibujaron una sonrisa, y por sus manos, que volvieron a acariciarla.
– Estupendo -le dijo mientras la acercaba hacia él-. Me gustaría hacerte un par de sugerencias ahora mismo.
Deborah se levantó antes de que amaneciera. Tardó horas en dormirse y cuando por fin lo logró, dio vueltas en la cama por culpa de una serie de sueños incomprensibles. Se vio de nuevo en Santa Bárbara, no como era entonces -una joven estudiante en el Instituto Brooks de Fotografía-, sino como una persona completamente distinta: una especie de conductora de ambulancias cuya responsabilidad no sólo era recoger un corazón humano extraído recientemente, sino también recogerlo en un hospital que no lograba encontrar. Sin su entrega, el paciente -que por algún motivo no se encontraba en un quirófano sino en el taller de una gasolinera, detrás de la cual habían vivido China y ella- moriría en una hora, en especial porque ya le habían extraído el corazón, por lo que tenía un agujero enorme en el pecho. O quizá era el corazón de ella y no el de él. Deborah no podía distinguirlo por la forma parcialmente envuelta que se levantaba en el taller en un elevador hidráulico.