Pero nada de lo que dijera o hiciera Billy podía afectarle. Entró en el salón tambaleándose, pero no veía nada excepto la imagen de Taboo: Taboo corriendo detrás del coche de policía; Taboo en el arcén de la carretera, herido de muerte, pero ladrando y gruñendo enloquecido para que nadie se acercara por temor a sus dientes. Era todo culpa suya por no gritar a los policías que pararan el tiempo suficiente para que su perro subiera al coche, o al menos, el tiempo suficiente para llevar al chucho a casa y atarlo.
Notó que sus rodillas chocaban con el viejo y raído sofá y se desplomó en él con la vista borrosa. Alguien cruzó la habitación para acercarse a él y sintió que un brazo le rodeaba los hombros. Se suponía que tenía que ser un consuelo, pero era como una barra de metal caliente. Paul gritó e intentó zafarse.
– Sé que estás afectado, hijo -le dijo su padre al oído, por lo que no se le escaparon sus palabras-. El pobre está en el veterinario. Nos han llamado enseguida. Han localizado a tu madre en el trabajo, porque alguien sabía de quién era el animal.
“Animal.” Su padre había llamado a Taboo “animal”. Paul no podía soportar el sonido de esa palabra tan vacía para referirse a su amigo, la única persona que lo conocía realmente de verdad. Porque ese perro sarnoso era una persona. No era más animal que el propio Paul.
– Así que iremos enseguida. Nos están esperando -acabó su padre.
Paul lo miró, confundido, asustado. ¿Qué había dicho?
Mave Fielder parecía saber lo que Paul estaba pensando.
– Aún no lo han sacrificado, cariño -dijo-. Les he dicho que no. Les he dicho que esperaran. Les he dicho: “Nuestro Paulie tiene que estar allí para despedirse, así que hagan lo que puedan para que esté cómodo y déjenlo ahí hasta que Paul esté a su lado”. Papá te llevará. Los niños y yo… -Señaló hacia la cocina, donde sin duda los hermanos y la hermana de Paul estaban cenando; era todo un lujo tener a su madre en casa para prepararles la comida por una vez-. Nosotros te esperaremos aquí, cielo. -Paul y su padre se levantaron, y cuando Paul pasó por delante de ella, añadió-: Lo siento mucho, Paul.
Fuera, el padre de Paul no dijo nada más. Caminaron hasta la vieja furgoneta cuyas letras rojas descoloridas aún visibles en el lateral decían: “Carnicería Fielder, mercado de carne”. Se subieron en silencio, y Ol Fielder arrancó.
Tardaron muchísimo en llegar desde Bouet, porque la consulta abierta las veinticuatro horas estaba al otro lado de la isla, en Route Isabelle, y no había un camino recto para ir. Así que tuvieron que cruzar Saint Peter Port a la peor hora del día y, durante todo el viaje, Paul estuvo sufriendo una enfermedad que convirtió en líquido su estómago. Le sudaban las manos y tenía la cara helada. Veía al perro, pero no podía ver nada más: sólo su imagen corriendo y ladrando detrás de ese coche patrulla porque lo estaban alejando de la única persona a la que quería en el mundo. Paul y Taboo nunca se habían separado. Incluso cuando Paul estaba en el colegio, el perro le esperaba allí, con paciencia de santo y sin alejarse.
– Aquí, hijo. Pasa adentro, ¿de acuerdo?
La voz de su padre era dulce, y Paul dejó que le condujera a la puerta de la consulta. Lo veía todo borroso. Olía la mezcla de animales y medicamentos. Oía las voces de su padre y del ayudante del veterinario. Pero en realidad no veía nada y no lo vio hasta que lo llevaron al fondo, al rincón silencioso y poco iluminado donde una estufa eléctrica daba calor a un bulto tapado y un gota a gota enviaba un calmante a las venas de ese pequeño bulto.
– No siente dolor -le murmuró el padre de Paul al oído justo antes de que alargara la mano hacia el perro-. Les hemos dicho eso, hijo: que estuviera cómodo, que no lo sacrificaran porque queríamos que supiera que su Paulie estaba con él. Y es lo que han hecho.
Otra voz se unió a él.
– ¿Eres el dueño? ¿Eres Paul?
– Sí, es él -dijo Ol Fielder.
Hablaron por encima de la cabeza de Paul mientras el chico se inclinaba sobre el perro y retiraba la manta para ver a Taboo, que estaba con los ojos medio cerrados, jadeando superficialmente y con una aguja insertada en una franja afeitada de la pata. Paul bajó la cabeza hacia la del perro. Respiró en el hocico de regaliz de Taboo. El perro gimoteó y movió los ojos cansinamente. Sacó la lengua -con un movimiento muy débil- y acarició la mejilla de Paul para saludarle tímidamente.
¿Quién podía saber lo que compartían, lo que eran y lo que sabían juntos? Nadie. Porque lo que tenían, eran y sabían era sólo suyo. Cuando la gente pensaba en un perro, pensaban en un animal. Pero Paul nunca había pensado en Taboo de esa manera. El perro era una criatura de Dios. Estar con un perro era estar con el amor y la esperanza.
“Estúpidos, estúpidos, estúpidos”, habría dicho su hermano.
“Estúpidos, estúpidos, estúpidos”, habría dicho todo el mundo.
Pero a Paul y Taboo les daba igual. Compartían un alma. Eran parte del mismo ser.
– … procedimientos quirúrgicos -estaba diciendo el veterinario. Paul no sabía si hablaba con su padre o con otra persona-… el bazo, pero no tiene por qué ser mortal… el mayor reto… las piernas traseras… podría ser un esfuerzo inútil al final… es difícil saberlo… es complicado.
– Me temo que será imposible -dijo Ol Fielder con pesar-. El coste… No quiero que se ofenda…
– Lo entiendo… Por supuesto.
– Quiero decir, esto de hoy… Lo que ha hecho… -Suspiró impetuosamente-. Costará…
– Sí. Entiendo… Por supuesto… Igualmente, es una posibilidad muy remota, con la cadera aplastada… una ortopedia importante…
Paul levantó la cabeza al darse cuenta de lo que estaban comentando su padre y el veterinario. Desde su posición, inclinado sobre el perro, ambos parecían gigantes: el veterinario con su larga bata blanca y Ol Fielder con su ropa de trabajo llena de polvo. Pero, de repente, eran gigantes de promesa para Paul. Le daban esperanzas, y eso era lo único que necesitaba.
Se irguió y cogió a su padre del brazo. Ol Fielder le miró, entonces negó con la cabeza.
– Es más de lo que podemos pagar, hijo mío, más de lo que podemos permitirnos tu madre y yo. Y aunque pudiéramos, el pobre Taboo probablemente no volvería a ser el mismo.
Paul centró su mirada angustiada en el veterinario. Llevaba una placa de plástico que lo identificaba como Alistair Knight, veterinario colegiado.
– Será más lento -dijo el hombre-, es verdad. Con el tiempo, también tendrá artritis. Y como he dicho, existe la posibilidad de que nada de esto lo mantenga con vida. Aunque así fuera, la convalecencia duraría meses.
– Demasiado -dijo Ol Fielder-. Lo entiendes, ¿verdad, Paulie? Tu madre y yo… No podemos, hijo… Estamos hablando de una fortuna. No tenemos… Lo siento mucho, Paul.
El señor Knight se agachó y pasó la mano por el pelo alborotado de Taboo.
– Pero es un buen perro. ¿Verdad que lo eres, chico? -Y como si lo entendiera, Taboo volvió a sacar la lengua pálida. Temblaba y resollaba. Sus patas delanteras se movían-. Tendremos que sacrificarlo, entonces -dijo el señor Knight, levantándose-. Prepararé la inyección. -Y le dijo a Paul-: Será un consuelo para los dos si lo sujetas.
Paul volvió a inclinarse sobre el perro, pero no cogió a Taboo en sus brazos como habría hecho en otras circunstancias. Levantarlo le haría más daño, y Paul no quería hacerle más daño.
Ol Fielder arrastró los pies mientras esperaban a que regresara el veterinario. Paul arropó el cuerpo de su herido Taboo con cuidado. Alargó la mano y acercó la estufa eléctrica, y cuando el veterinario volvió con dos agujas en la mano, Paul al fin estaba preparado.