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En su sueño, conducía desesperada e infructuosamente por las calles flanqueadas de palmeras. No recordaba nada de Santa Bárbara, y nadie la ayudaba con las indicaciones. Cuando se despertó, vio que había tirado las colchas y que estaba tan sudada que, de hecho, tenía temblores. Miró la hora, se levantó de la cama y entró en el lavabo sin hacer ruido, donde se dio un baño para librarse de lo peor de la pesadilla. Cuando regresó al dormitorio, vio que Simón estaba despierto. Este dijo su nombre en la oscuridad y luego le preguntó:

– ¿Qué hora es? ¿Qué haces?

– He tenido unos sueños horribles -dijo ella.

– ¿No eran coleccionistas de arte que blandían talonarios?

– Por desgracia no. Eran coleccionistas de arte que blandían fotos de Annie Leibovitz.

– Ah. Bien. Podría haber sido peor.

– ¿En serio? ¿Cómo?

– Podrían haber sido de Karsch.

Ella se rio y le dijo que volviera a dormirse. Aún era temprano, demasiado para que papá estuviera levantado, y ella no iba a estar subiendo y bajando escaleras para llevarle el té de la mañana como hacía su padre.

– Papá te malcría, por cierto -informó a su marido.

– Lo considero sólo un pago menor por haberte apartado de su lado.

Deborah oyó el frufrú de las sábanas cuando Simón cambió de posición en la cama. Su marido suspiró profundamente, agradecido de poder seguir durmiendo. Ella le dejó.

Se preparó una taza de té abajo en la cocina, donde Peach miró hacia arriba desde su cesta situada junto a los fogones y Alaska salió de la despensa, donde, por su aspecto nevado, era indudable que había pasado la noche encima de un saco de harina abierto. Los dos animales se acercaron por las baldosas rojas a Deborah, quien estaba frente al escurridero situado debajo de la ventana del sótano mientras esperaba a que se calentara el agua en el hervidor eléctrico. Escuchó la lluvia que seguía cayendo sobre las piedras por fuera de la puerta trasera. Tan sólo había dado una breve tregua durante la noche, hacia las tres, mientras ella escuchaba no sólo el viento y las ráfagas de lluvia que chocaban contra la ventana, sino también el comité reunido en su cabeza que le aconsejaba estridentemente qué hacer: con el día, con su vida, con su carrera y, por encima de todo, con y por Cherokee River.

Miró a Peach mientras Alaska empezaba a pasearse significativamente por entre sus piernas. La perra odiaba salir cuando llovía -había que cogerla en brazos cuando caía ni que fuera una sola gota de agua-, por lo que salir entonces era impensable. Pero procedía una visita rápida al patio trasero para hacer sus necesidades. Sin embargo, Peach pareció leerle el pensamiento. La teckel se batió en retirada rápidamente hacia su cesta mientras Alaska empezaba a maullar.

– No pienses que estarás tumbada mucho rato -le dijo Deborah a la perra, que la miraba con tristeza, poniendo los ojos en forma de diamante como hacía, especialmente, cuando quería dar lástima-. Si no sales ahora, papá te llevará a pasear por el río. Lo sabes, ¿verdad?

Peach parecía dispuesta a arriesgarse. Descansó deliberadamente la cabeza sobre las patas y dejó caer los párpados.

– Muy bien -dijo Deborah, y sirvió la ración diaria de comida a la gata, colocándola cuidadosamente fuera del alcance de la perra, puesto que sabía que se la apropiaría en cuanto se diera la vuelta, a pesar de fingir que dormía. Se preparó un té y lo llevó arriba, andando a tientas en la oscuridad.

En el estudio el frío era glacial. Cerró la puerta sin hacer ruido y encendió la estufa de gas. En una carpeta colocada sobre una de las estanterías había estado reuniendo un grupo de pequeñas polaroids que representaban el que quería que fuera su siguiente proyecto fotográfico. La llevó a la mesa, donde se sentó en el sillón de piel gastado de Simón y comenzó a ojear las fotos.

Pensó en Dorothea Lange y se preguntó si ella tenía lo necesario para captar en un solo rostro, el rostro adecuado, una imagen inolvidable que pudiera definir una época. Pero ella no tenía un desierto del Estados Unidos de los años treinta cuya desesperanza quedaba grabada en el semblante de una nación. Y para tener éxito a la hora de captar una imagen de su propio tiempo, sabía que tendría que pensar más allá del marco que definía desde hacía años el excepcional rostro árido y dolorido de una mujer, acompañada por sus hijas y una generación de desesperación. Creyó estar a la altura al menos de la mitad del trabajo: la parte de la planificación. Pero se preguntaba si quería realmente embarcarse en el resto: pasar otros doce meses en la calle, sacar otras diez o doce mil fotografías, siempre intentando mirar más allá del mundo ajetreado dominado por el móvil que distorsionaba la verdad de lo que en realidad estaba ahí. Aunque consiguiera todo eso, ¿qué le reportaría a largo plazo? En esos momentos, sencillamente no lo sabía.

Suspiró y dejó las fotografías sobre la mesa. Se preguntó, y no era la primera vez que lo hacía, si China había elegido el camino más inteligente. La fotografía comercial pagaba las facturas, compraba la comida y te vestía. No tenía por qué ser necesariamente un esfuerzo tedioso. Y precisamente porque Deborah tenía la suerte de no tener que pagar las facturas, comprar la comida o vestir a nadie, quería hacer una contribución en algún otro campo. Si no tenía que colaborar en su situación económica, al menos podía emplear su talento para contribuir a la sociedad en la que vivían.

Pero, se preguntó, ¿podía conseguirlo pasándose a la fotografía comercial? ¿Y qué clase de fotografías comerciales podía sacar? Al menos, las fotografías de China estaban relacionadas con su interés por la arquitectura. De hecho, ella se había propuesto precisamente fotografiar edificios; y dedicarse profesionalmente a lo que uno se había propuesto no era en absoluto venderse, no del mismo modo que Deborah consideraría que ella se estaba vendiendo si tomaba el camino fácil y se pasaba a lo comercial. Y si efectivamente se vendía, ¿de qué diablos iba a sacar fotos? ¿De fiestas de cumpleaños de bebés? ¿De estrellas de rock que salían de la trena?

La trena… Dios santo. Deborah gruñó. Apoyó la frente en las manos y cerró los ojos. ¿Qué importancia tenía todo esto, comparado con la situación de China? China, que había estado a su lado en Santa Bárbara, una presencia afectuosa cuando más la necesitaba. “Os he visto a los dos juntos, Debs. Si le dices la verdad, cogerá el próximo avión. Querrá casarse contigo. Ya quiere casarse contigo.” “Pero no así -le había dicho Deborah-. Así no puede ser.”

Así que China se ocupó de organizarlo todo. La llevó a la clínica correspondiente. Se sentó junto a su cama, así que cuando abrió los ojos, la primera persona a la que vio fue a la propia China, que simplemente esperaba. Luego le dijo: “Eh, guapa”, con una expresión de bondad que hizo que Deborah pensara que no volvería a tener una amiga como ella en toda su vida.

Aquella amistad era un llamamiento a la acción. No podía permitir que China creyera, más tiempo de lo posible, que estaba sola. Pero la cuestión era qué hacer, porque…