– Deborah, por el amor de Dios…
– ¿Qué diablos está pasando?
Le Gallez hizo su pregunta justo detrás de Saint James. Avanzó hacia Deborah con toda la intención de intimidarla.
Saint James odiaba tener que admitir abiertamente ante alguien que apenas mandaba -y nunca había mandado, que Dios le asistiera- a esta pelirroja testaruda. En otro mundo, en otra época, un hombre podría haber tenido cierto poder sobre una mujer como Deborah. Pero, por desgracia, no vivían en ese mundo antiguo donde las mujeres pasaban a ser propiedad de sus hombres al casarse con ellos.
– No va a… -dijo Saint James.
– No voy a irme. -Deborah habló directamente al inspector Le Gallez.
– Señora, usted hará lo que le digan, maldita sea, o haré que la encierren -contestó el inspector en jefe.
– Perfecto -contestó Deborah-. Tengo entendido que se le da bien. Ya ha encerrado a mis dos amigos con escasos motivos. ¿Por qué no encerrarme a mí también?
– Deborah… -Saint James sabía que era inútil hacerla entrar en razón, pero lo intentó-. No conoces todos los hechos.
– ¿Y por qué será? -le preguntó significativamente.
– No ha habido tiempo.
– Oh, ¿en serio?
Saint James sabía por su tono -y por lo que interpretó como la esencia misma de la emoción que escondían sus palabras- que había juzgado mal el impacto que tendría en ella el que hubiera seguido adelante sin ponerla al corriente. Sin embargo, no estaba autorizado a informarla tan detalladamente como Deborah parecía querer. Las cosas habían sucedido demasiado deprisa.
– Vinimos aquí juntos -le dijo ella en voz baja-. Para ayudarlos juntos.
Simón sabía el resto de lo que Deborah no dijo: “Así que teníamos que acabar esto juntos”. Pero no era así, y en esos momentos no podía explicarle por qué. No eran una versión actual de Tommy y Tuppence van a Guernsey, divirtiéndose entre travesuras, confusiones y asesinatos. Había muerto un hombre de verdad, no un villano de cuento de hadas al que habían liquidado convenientemente porque se lo tenía bien merecido. La única forma de justicia que existía ahora para ese hombre era atrapar a su asesino en un momento de autodescubrimiento que corría peligro si Saint James no podía resolver esta situación con la mujer que tenía delante.
– Lo siento -dijo-. No hay tiempo. Te lo explicaré después.
– Bien. Estaré esperando -dijo ella-. Puedes ir a verme a la trena.
– Deborah, por el amor de Dios…
Le Gallez le interrumpió:
– Dios santo, hombre. -Y luego le dijo a Deborah-: Luego me ocuparé de usted, señora.
Se dio la vuelta y regresó a grandes zancadas a la pantalla. Saint James dedujo que Deborah podía quedarse. No le gustó demasiado, pero sabía que no debía seguir discutiendo con su mujer. Él también tendría que ocuparse de la situación en otro momento.
Capítulo 30
Habían montado un escondite. Deborah vio que consistía en un rectángulo de vegetación aplastada toscamente donde otros dos policías ya estaban tumbados esperando. Al parecer, había un tercero; pero por algún motivo estaba apostado en el perímetro más alejado del prado. No le encontró ningún sentido, porque sólo había una entrada y una salida: el único sendero que atravesaba los arbustos.
Aparte de estos hombres, no tenía ni idea de cuántos policías más había en la zona, y no le importaba demasiado. Aún intentaba sobrellevar el hecho de que su marido le hubiera mentido deliberadamente y con total previsión por primera vez en su matrimonio. Al menos, creía que era la primera vez, aunque estaba absolutamente dispuesta a reconocer que todo era posible. Así que se debatía entre enfurecerse, tramar una venganza y planear lo que pensaba decirle en cuanto la policía hiciera la detención que creía que iba a hacer esa misma noche.
El frío cayó sobre ellos como un castigo bíblico; asomó primero por la bahía y después se extendió por el prado. Llegó a ellos alrededor de la medianoche, o eso le pareció a Deborah. Nadie estaba dispuesto a arriesgarse a encender la luz necesaria para mirar la hora.
Todos guardaban silencio. Transcurrieron los minutos y luego las horas sin que pasara nada. De vez en cuando, un crujido en los arbustos sembraba la tensión en el grupito. Pero cuando tras los crujidos no se oía nada más salvo otros crujidos, atribuyeron el ruido a algún animal en cuyo habitat se habían adentrado: una rata, posiblemente, o un gato asilvestrado cuya curiosidad llevaba a investigar a los intrusos.
A Deborah le parecía que ya habían esperado hasta el amanecer, cuando Le Gallez por fin murmuró una única palabra:
– Viene. -Deborah podría no haberlo percibido si una rigidez colectiva no hubiera tensado las extremidades de los hombres en el escondite.
Entonces lo escuchó: el crujido de las piedras en el muro del prado, seguido del chasquido de una ramita en el suelo mientras alguien se acercaba al dolmen en la oscuridad. No se encendió ninguna linterna para iluminar un camino que, obviamente, la persona que había llegado conocía bien. Al cabo de un momento, una figura -envuelta en negro como un espíritu- se deslizó hacia el sendero que rodeaba el túmulo.
En la puerta del dolmen, el espíritu se arriesgó a encender una linterna y enfocó el candado. Desde las zarzas, sin embargo, lo único que podía ver Deborah era el borde de un pequeño haz de luz suficiente para destacar la silueta negra de una espalda encorvada sobre la puerta que daba acceso al dolmen.
Esperó a que la policía actuara. Nadie hizo nada. Nadie, al parecer, respiró siquiera cuando la figura del dolmen abrió el candado de la puerta y se agachó para acceder a la cámara prehistórica.
La puerta permaneció entreabierta tras la entrada del espectro y, al cabo de un momento, parpadeó el resplandor tenue de lo que Deborah sabía que era una vela. Entonces, se hizo más potente por una segunda llama. Más allá de la puerta, sin embargo, no podían ver nada, y los movimientos que estuvieran produciéndose en el interior quedaban apagados por el grosor de las paredes de piedra de la cámara y de la tierra que las había cubierto durante generaciones.
Deborah no comprendía por qué la policía no hacía nada.
– ¿Qué…? -le murmuró a Simón.
Su marido la agarró del brazo. No le veía la cara, pero tenía la sensación nítida de que estaba concentrado en la puerta del dolmen.
Habían transcurrido tres minutos, no más, cuando las velas del interior se apagaron de repente. El pequeño haz de luz continuo de la linterna las sustituyó y se acercó a la puerta del dolmen justo cuando el inspector en jefe Le Gallez susurró:
– Cuidado, Saumarez. Espera. Tranquilo. Tranquilo, chico. -Cuando la figura salió y luego se irguió, Le Gallez dijo-: Ahora.
Cerca, en el escondite pequeño y abarrotado, el policía en cuestión se levantó y, al mismo tiempo, encendió una linterna tan potente que cegó a Deborah un momento y provocó el mismo efecto en China River, atrapada en el haz de luz y la trampa de Le Gallez.
– No se mueva, señorita River -ordenó el inspector-. El cuadro no está ahí.
– No -susurró Deborah.
– Lo siento, cariño -oyó que murmuraba Simón, pero no acabó de asimilarlo, porque las cosas sucedieron demasiado deprisa a partir de entonces.
En la puerta del dolmen, China se dio la vuelta cuando una segunda luz la enfocó desde el muro de detrás como a la presa de un cazador. La mujer no dijo nada, sino que se metió otra vez dentro del túmulo de tierra y cerró la puerta.
Deborah se levantó sin pensar.
– ¡China! -gritó y, entonces, aterrada, le dijo a su marido y a la policía-: No es lo que parece.
Como si no hubiera dicho nada, Simón respondió a algo que Le Gallez le había preguntado.
– Sólo el catre de tijera, algunas velas, una caja de madera con preservativos… -Y Deborah supo que su marido había transmitido a la policía de Guernsey todo lo que le había contado acerca del dolmen.