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La granada de mano parecía antigua. Incluso desde el otro lado de la cámara, Deborah podía ver que el objeto estaba lleno de tierra y descolorido por el óxido. Parecía ser un artefacto de la segunda guerra mundial y, como tal, no creía que fuera peligroso. ¿Cómo podía explotar algo tan viejo?

China pareció leerle el pensamiento, porque dijo:

– Pero no estás segura, ¿verdad? Yo tampoco. Cuéntame cómo lo han averiguado todo, Debs.

– Averiguado, ¿qué?

– Lo mío. Esto. Aquí. Y contigo. No te tendrían aquí si no lo supieran. No tiene sentido.

– No lo sé. Ya te lo he dicho. He seguido a Simón. Estábamos cenando y ha aparecido la policía. Simón me ha dicho…

– No me mientas, ¿vale? Tuvieron que encontrar el frasco de aceite de adormidera o no habrían ido a por Cherokee. Se figuraron que él había dejado las otras pruebas para que pareciera que había sido yo, porque ¿por qué iba yo a dejar pruebas contra mí misma basándose en la creencia de que encontrarían el frasco? Así que lo encontraron. Pero después, ¿qué?

– No sé nada de ningún frasco -dijo Deborah-. No se nada de un aceite de adormidera.

– Venga, por favor. Sí que lo sabes. ¿La niñita de papá? Simón no va a esconderte nada importante. Así que dímelo, Debs.

– Ya te lo he dicho. No sé qué saben. Simón no me lo ha dicho. No me lo diría.

– ¿No confía en ti, entonces?

– Parece que no. -Reconocer aquello causó en Deborah el mismo efecto que un bofetón inesperado de un padre. Un frasco de aceite de adormidera. Simón no podía confiar en ella. Dijo-: Tenemos que irnos. Están esperando. Entrarán si no…

– No -dijo China.

– ¿No, qué?

– No voy a cumplir condena. No voy a someterme a ningún juicio, a lo que sea que hagan aquí. Voy a irme.

– No puedes… China, no hay adonde ir. No podrás salir de la isla. Seguramente ya habrán avisado para que… No podrás.

– Me has malinterpretado -dijo China-. Irse no es salir. Irse es irse. Tú y yo. Amigas hasta el final, por decirlo de algún modo. -Con cuidado, dejó la linterna a un lado y empezó a tirar de la anilla de la vieja granada. Murmuró-: No recuerdo cuánto tardan en estallar estas cosas, ¿y tú?

– ¡China! -dijo Deborah-. ¡No! No funcionará. Pero si funciona…

– Es lo que espero -dijo China.

Horrorizada, Deborah vio que China conseguía arrancar la anilla. Vieja y oxidada y expuesta a sabía Dios qué elementos durante los últimos sesenta años, tendría que haber estado atascada en su sitio, pero no era así. Como las bombas sin estallar que aparecían de vez en cuando en el sur de Londres, descansaba como un recuerdo sobre la mano de China, y Deborah intentó recordar, en vano, cuánto tiempo les quedaba -cuánto tiempo le quedaba a ella- para evitar la deflagración.

– Cinco, cuatro, tres, dos… -murmuraba China.

Deborah se lanzó hacia atrás y cayó a ciegas, sin fijarse, en la oscuridad. Durante un momento que se hizo eterno, no pasó nada. Luego una explosión sacudió el dolmen con el rugido del apocalipsis.

Después, nada.

La puerta voló. Salió disparada como un misil hacia la densa vegetación y, con ella, una polvareda, apestosa como un siroco del infierno. Por un instante, el tiempo se detuvo. En aquella pausa, desaparecieron todos los sonidos, absorbidos por el horror de lo que había pasado.

Entonces, al cabo de una hora, un minuto, un segundo, todas las reacciones del universo se concentraron en el lugar minúsculo que era la isla de Guernsey. El sonido y el movimiento envolvieron a Saint James como el torrente de una presa que estalla y que descarga agua y barro, además de las hojas y las ramas y los árboles arrancados y los cadáveres destrozados de los animales que encuentra a su paso. Fue consciente de los empujones que se produjeron dentro de su posición estratégica protegida de vegetación aplastada. Sintió los cuerpos moviéndose a su alrededor y escuchó los tacos de un hombre y los gritos roncos de otro como si le llegaran de un planeta muy lejano. A lo lejos, el chillido de alguien pareció flotar sobre sus cabezas; mientras que a su alrededor las luces se balanceaban como las extremidades de un ahorcado, intentando penetrar en el polvo.

Durante todo el rato, miró el dolmen, sabiendo qué significaban la puerta volada, el ruido, la polvareda y lo que siguió: manifestaciones de algo que nadie había considerado siquiera posible. Cuando lo aceptó, empezó a avanzar tambaleándose. Se dirigió directamente hacia la puerta sin darse cuenta de que estaba en las zarzas, atrapado en ellas. Se arrancó los pinchos y espinas que le agarraban, y si le atravesaron la piel, no lo notó. Sólo veía la puerta, el interior del lugar y el miedo inexplicable a lo que no nombraría pero comprendía igualmente, porque nadie tenía que decirle lo que acababa de ocurrir con su mujer y una asesina encerradas juntas.

Alguien le cogió, y Saint James fue consciente de los gritos. De las palabras esta vez, no sólo del ruido.

– Dios mío. Aquí. Por aquí, chico. Saumarez, por el amor de Dios, cógele. Saumarez, enfoca la linterna hacia aquí. Hawthorne, vendrá gente de la casa. Que no pasen, por el amor de Dios.

Tiraron de él y lo sacudieron y luego lo empujaron hacia delante. Entonces se liberó de la vegetación salvaje que llenaba el prado y a trancas y barrancas siguió a Le Gallez; el dolmen era su objetivo.

Porque el túmulo seguía estando igual que hacía ya cien mil años: granito tallado de la misma materia que formaba esta isla, encajado en más granito, a los lados, arriba, abajo. Y, luego, oculto en la propia tierra que daba vida a los hombres que intentarían destruirlo una y otra vez.

Pero sin éxito. Incluso ahora.

Le Gallez estaba dando órdenes. Había sacado su linterna y la enfocaba al interior del dolmen, donde iluminaba el polvo que salía y se elevaba como las almas liberadas el día del Juicio Final. Giró la cabeza y habló con uno de sus hombres, que le había preguntado algo, y fue esta pregunta -fuera cual fuera, porque Saint James no tenía en cuenta nada excepto lo que había delante de él, dentro de ese lugar- lo que hizo que el inspector se detuviera en la puerta para contestar. Esa pausa permitió a Saint James acceder a donde, de lo contrario, no habría podido acceder, y lo aprovechó. Rezó, negoció con Dios: “Si sobrevive, haré lo que sea, seré lo que sea, intentaré lo que sea. Tú pide, que yo aceptaré lo que sea. Pero esto no, por favor, Dios mío, esto no”.

No tenía linterna, pero no importaba porque no necesitaba ninguna luz cuando tenía las manos. Entró a tientas, apoyando las palmas en la superficie rugosa de las piedras, y se dio un golpe en las rodillas y otro en la cabeza con un dintel bajo. Se tambaleó. Notó el calor de la sangre que brotaba de la herida que se había abierto en la frente. Siguió negociando. “Seré lo que sea, haré lo que sea, aceptaré lo que sea. Pídeme sin dudarlo, viviré sólo para los demás, viviré sólo para ella, seré fiel y leal, la escucharé mejor, intentaré entenderla mejor porque ahí es donde fracaso, donde siempre he fracasado. Lo sabes, ¿verdad? Por eso me la has arrebatado. ¿Verdad? ¿Verdad? ¿Verdad”.

Se habría arrastrado, pero no podía, atrapado por el aparato ortopédico que le impedía agacharse. Pero necesitaba arrastrarse, necesitaba arrodillarse para realizar su súplica en la oscuridad y el polvo donde no podía encontrarla. Así que se subió la pernera de los pantalones e intentó alcanzar el plástico odioso y el velero y no llegó, por lo que maldijo tanto como rezó y suplicó. Eso estaba haciendo cuando la linterna de Le Gallez le iluminó.

– Dios mío, señor. Dios mío -dijo el inspector y gritó hacia atrás-: Saumarez, necesitamos más luz.

Pero Saint James no la necesitaba. Porque primero vio el color cobrizo, luego la melena esplendorosa. Cuánto le había gustado siempre su pelo.

Deborah estaba tirada en el suelo justo delante de la piedra ligeramente alzada que le había descrito como un altar, el lugar donde Paul Fielder le dijo que había encontrado el cuadro de la señora hermosa con el libro y la pluma.