– ¿Por qué mató a mi padre? -le preguntó Adrián Brouard a Saint James.
Aquello los llevaba al cuadro, porque hasta donde había podido determinar Saint James, el cuadro era el objetivo de China River. Pero allí, junto a los establos, no era lugar para hablar de un lienzo robado del siglo XVII, así que preguntó si podían regresar a la casa y mantener la conversación cerca de la señora hermosa con el libro y la pluma. Había que tomar decisiones acerca de ese cuadro.
La pintura estaba arriba, en la galería, una sala que ocupaba prácticamente toda el ala este de la casa. Estaba revestida con paneles de nogal y decorada con la colección de óleos modernos de Guy Brouard. La señora hermosa parecía fuera de lugar entre ellos, sin enmarcar sobre una mesa donde había una vitrina con figuritas.
– ¿Qué es? -preguntó Adrián, cruzando hacia la mesa. Encendió una lámpara, y el resplandor iluminó la cabellera que caía copiosamente sobre los hombros de santa Bárbara-. No es precisamente la clase de obra que coleccionaría papá.
– Es la señora con la que comíamos -contestó Ruth-. En París estuvo siempre colgada en el comedor cuando éramos pequeños.
Adrián la miró.
– ¿En París? -Su voz era sombría-. Pero después de París… ¿De dónde ha salido, entonces?
– Tu padre lo encontró. Creo que quería darme una sorpresa.
– ¿Lo encontró? ¿Dónde? ¿Cómo?
– Imagino que nunca lo sabré. El señor Saint James y yo… Pensamos que debió de contratar a alguien. Desapareció durante la guerra, pero nunca lo olvidó. Y tampoco a ellos: la familia. Sólo teníamos una fotografía de ellos (la foto del Seder, la que está en el estudio de tu padre), y este cuadro también sale en la fotografía. Así que no pudo olvidarlo, supongo. Y si no podía encontrarlos a ellos, algo imposible, naturalmente, al menos podía encontrar nuestro cuadro. Así que eso hizo. Lo tenía Paul Fielder. Él me lo dio. Creo que Guy debió de decirle que me lo diera si… Bueno, si le pasaba algo a él antes que a mí.
Adrián Brouard no era estúpido. Miró a Saint James.
– ¿Tiene algo que ver con su muerte?
– No sé cómo, cielo -dijo Ruth. Se acercó a su sobrino y miró el cuadro-. Lo tenía Paul, así que no veo cómo China Ri-ver pudo saber de su existencia. Y aunque lo supiera (si tu padre se lo contó por algún motivo), bueno, sólo tiene un valor sentimental, en realidad, el último vestigio de nuestra familia. Habría representado una promesa que me hizo cuando éramos pequeños, cuando nos marchamos de Francia; una forma de recuperar lo que los dos sabíamos que en realidad nunca podríamos reemplazar. Aparte de eso, es un cuadro bonito, ¿verdad?; pero ya está. Sólo es un cuadro viejo. ¿Qué podría significar para otra persona?
Por supuesto, pensó Saint James, pronto conocería la respuesta a su pregunta y, si no era por cualquier otro motivo, sería porque Kevin Duffy se lo diría. Si no ese mismo día, en algún otro momento entraría en la casa y allí estaría, en el gran vestíbulo de piedra o en el salón de desayuno, en la galería o en el estudio de Guy Brouard. Lo vería y tendría que hablar… a no ser que supiera por Ruth que este lienzo frágil tan sólo era un recuerdo de una época y un pueblo que la guerra había destruido.
Saint James se dio cuenta de que el cuadro estaría a salvo con ella, tan a salvo como lo había estado durante generaciones, cuando sólo era la señora hermosa con el libro y la pluma, pasado de padres a hijos y luego robado por un ejército de ocupación. Ahora pertenecía a Ruth. Al haberlo recibido tras el asesinato de su hermano, no se regía por los términos de su testamento ni por ningún acuerdo que hubieran alcanzado ellos dos antes de la muerte de Guy Brouard. Por lo tanto, podía hacer con él lo que quisiera, cuando quisiera, siempre que Saint James tuviera la boca cerrada.
Le Gallez conocía la existencia del cuadro, pero ¿qué sabía en realidad? Simplemente que China River había querido robar una obra de arte de la colección de Brouard; nada más. Qué era el cuadro, quién era el artista, de dónde había salido el lienzo, cómo se había llevado a cabo el robo… Saint James era la única persona que lo sabía todo. Tenía el poder de hacer lo que quisiera.
– En la familia, un padre siempre se lo daba a su hijo mayor. Seguramente era la forma como un chico pasaba de vastago a patriarca. ¿Te gustaría tenerlo, cariño?
Adrián negó con la cabeza.
– Dentro de un tiempo, tal vez -le dijo-. Pero por ahora no. Papá querría que lo tuvieras tú.
Ruth tocó el lienzo con cariño, el primer plano donde el vestido de santa Bárbara caía como una cascada en perpetua suspensión. Detrás de ella, los picapedreros extraían y colocaban sus grandes bloques de granito en la eternidad. Ruth sonrió al contemplar la cara plácida de la santa y murmuró:
– Merci, mon frére. Merci. Tu as tenu cent fois la promes-se que tu avais fait a Maman. -Entonces salió de su ensimismamiento y centró su atención en Saint James-. Quería verla una vez más. ¿Por qué?
La respuesta, al fin y al cabo, era muy sencilla.
– Porque es preciosa -le dijo- y quería despedirme.
Entonces, se marchó. Fueron con él hasta las escaleras. Les dijo que no hacía falta que le acompañaran, pues conocía la salida. Sin embargo, bajaron con él un tramo de escaleras; pero allí se detuvieron. Ruth comentó que quería ir a su habitación a descansar. Cada día se sentía más y más débil.
Adrián dijo que la ayudaría a meterse en la cama.
– Cógete de mi brazo, tía Ruth -le dijo.
Deborah estaba esperando la última visita del neurólogo que había estado supervisando su recuperación. Era el obstáculo final que había que salvar antes de que ella y Simón pudieran marcharse a Inglaterra. Ya se había vestido previendo la aprobación del médico. Se había sentado en una incómoda silla escandinava junto a la cama y, para asegurarse de que su deseo quedaba claro, incluso había quitado las sábanas y mantas del colchón para el próximo paciente.
Cada día oía mejor. Una enfermera le había quitado los puntos de la mandíbula. Los moratones se le estaban curando, y los cortes y arañazos de la cara estaban desapareciendo. Las heridas internas iban a necesitar más tiempo para sanar. De momento había evitado el dolor, pero sabía que estaba por venir un día de juicios internos.
Cuando se abrió la puerta, esperaba al médico y medio se levantó para saludarle. Sin embargo, fue Cherokee River quien entró.
– Quise venir enseguida, pero tenía… tenía que ocuparme de muchas cosas. Y luego, cuando ya no tenía que ocuparme de tanto, no sabía cómo enfrentarme a ti ni qué decirte. Sigo sin saberlo. Sin embargo, tenía que venir. Me voy dentro de un par de horas.
Deborah alargó la mano hacia él, pero Cherokee no la cogió. La dejó caer y dijo:
– Lo siento mucho.
– Me la llevo a casa -dijo-. Mamá quería venir a ayudar, pero le dije… -Soltó una carcajada compungida que principalmente encerraba dolor. Se pasó la mano por el pelo rizado-. No habría querido que mamá estuviera aquí. Nunca quiso que mamá estuviera cerca de ella. Además, no tendría sentido que hubiera venido: volar hasta aquí para dar la vuelta y luego regresar. Pero quería venir. Estaba hecha un mar de lágrimas. No habían hablado desde hacía… No sé. ¿Un año, quizá? ¿Dos? A China no le gustaba… No sé. No estoy seguro de qué no le gustaba a China.
Deborah le instó a sentarse en la silla baja e incómoda.
– No, siéntate tú.
– Me sentaré en la cama -dijo ella. Se apoyó en el borde del colchón desnudo, y cuando se hubo sentado, Cherokee ocupó la silla. Se colocó en el borde con los codos en las rodillas. Deborah esperó a que hablara. Ella misma no sabía qué decir más allá de expresar su pesar por lo que había ocurrido.