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Frank bajó hasta este grupo de tumbas. Había ciento once, así que metería la mano ciento once veces en la bolsa de las cenizas y ciento once veces dejaría que lo que quedaba de su padre se escapara entre sus dedos y se depositara en la última morada de esos hombres alemanes que habían ido a ocupar la isla de Guernsey y que habían muerto allí.

Comenzó el proceso. Al principio fue horrible: su carne viva en contacto con los restos incinerados de su padre. Cuando el primer fragmento de hueso rozó la palma de su mano, se estremeció y se le revolvió el estómago. Entonces paró y se armó de valor para continuar. Leyó cada nombre, las fechas de nacimiento y defunción, mientras dejaba a su padre en la compañía de aquellos a los que había elegido como compañeros.

Vio que algunos de ellos eran sólo unos crios, chicos de diecinueve y veinte años que quizá se habían alejado de su casa por primera vez. Se preguntó qué habían pensado de este lugar pequeño que era Guernsey después de venir de un país tan grande como el suyo. ¿Les había parecido una avanzada a otro planeta? ¿O había sido un bendito rescate de un combate sangriento en primera línea de fuego? ¿Qué debieron de sentir, al tener ese poder y, a la vez, ser absolutamente despreciados?

Pero no por todos, claro. Ésa era la tragedia de ese lugar y esa época. No todo el mundo los había visto como un enemigo al que menospreciar.

Frank se movió mecánicamente entre las tumbas, descendiendo hilera por hilera hasta que vació por completo la bolsa de plástico. Cuando acabó, caminó hasta el poste al final del cementerio y se quedó un momento allí, mirando hacia arriba a las hileras de tumbas, al camino por el que había bajado.

Vio que, aunque había dejado un pequeño puñado de cenizas de su padre en la morada final de cada soldado alemán, no quedaba rastro de ellas. Las cenizas se habían asentado en las hiedras, los acebos y las enredaderas que crecían en parcelas sobre las tumbas,y allí se habían transformado en mero polvo, una piel delgada que descansaba como una niebla efímera que no sobreviviría a la primera ráfaga de viento.

Ese viento vendría. Traería consigo la lluvia. Esa lluvia haría crecer los arroyos que bajarían de las laderas a los valles y luego al mar. Algo del polvo que era su padre se uniría a ellos. El resto permanecería como parte de la tierra que cubría a los muertos y como parte de la tierra que socorría a los vivos.

Elizabeth George

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