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Cuando recibió la noticia, Frank pensó: “No. Ahora no. Aún no, aún falta”. Pero ahora estaba preparado para dejar marchar a su padre. Se había dado cuenta hacía tiempo de lo afortunado que era por haberle tenido con él a sus más de sesenta años y, si bien había albergado la esperanza de que Graham Ouseley viviera unos dieciocho meses más, había llegado a comprender -con un dolor que era como una red de la que no podía escapar- que no sería así.

– ¿En serio? -preguntó Graham, y arrugó la cara mientras buscaba en su memoria-. ¿Ya te lo había contado, hijo? ¿Cuándo?

Doscientas o trescientas veces, pensó Frank. Había escuchado las historias sobre la segunda guerra mundial de su padre desde que era niño y podía repetir la mayoría de memoria. Los alemanes habían ocupado Guernsey durante cinco años, como preparación para su plan frustrado de invadir Inglaterra, y hacía tiempo que las privaciones que había soportado la población -por no mencionar la miríada de formas mediante las que había intentado frustrar los objetivos alemanes en la isla- era el tema de conversación de su padre. Mientras la mayoría de los niños se alimentaban del pecho de su madre, Frank había mamado de la teta de los recuerdos de Graham. “Nunca lo olvides, Frankie. Pase lo que pase en tu vida, hijo mío, nunca lo olvides.”

No lo había hecho, y a diferencia de tantos niños que tal vez se cansaban de las historias que sus padres les contaban el Domingo de Recuerdo a los Caídos, Frank Ouseley escuchaba ávidamente las palabras de su padre y deseó haber nacido una década antes para, pese a ser un niño, poder formar parte de esa época turbulenta y heroica.

Ahora no había nada que se le pudiera comparar. Ni la guerra de las Malvinas ni la guerra del Golfo -esos conflictillos breves e inmundos que se libraron por casi nada y que pretendían estimular en la población un patriotismo de banderas enarboladas-, y sin duda no en Irlanda del Norte, donde él mismo había servido, esquivando las balas de los francotiradores en Belfast y preguntándose qué diablos hacía en medio de una lucha sectaria promovida por matones que habían estado liquidándose entre ellos desde principios del siglo pasado. No había nada de heroico en ninguno de esos conflictos porque no había un enemigo al que identificar y contra cuya imagen uno pudiera lanzarse y morir. No era como en la segunda guerra mundial.

Sentó a su padre en la tapa del retrete y cogió su ropa, que descansaba en un montón perfectamente doblado en el borde del lavabo. Hacía la colada él mismo, así que los calzoncillos y la camiseta no estaban tan blancos como podrían estarlo; pero, como su padre tenía la vista cada vez peor, Frank estaba bastante seguro de que Graham no lo advertiría.

Vestir a su padre era algo que hacía de memoria, siempre le cubría con delicadeza y siguiendo el mismo orden. Era un ritual que en su día le había tranquilizado, puesto que daba una monotonía a los días con Graham que ofrecía la promesa, aunque falsa, de que esos días continuarían para siempre. Pero ahora observaba a su padre con cautela y se preguntaba si su respiración entrecortada y la naturaleza cérea de su piel presagiaban el fin de su época juntos, un tiempo que ya rebasaba los cincuenta años. Dos meses atrás, aquel pensamiento le habría dado pavor. Dos meses atrás, lo único que quería era tener el tiempo suficiente para crear el Museo de la Guerra Graham Ouseley, para que su padre pudiera cortar orgullosamente la cinta de las puertas la mañana que al fin se inaugurara. Pero habían transcurrido sesenta días que lo habían dejado todo irreconocible, y era una pena, porque reunir todos los recuerdos que representaban los años de la ocupación alemana de la isla había cimentado la relación de Frank con su padre desde que tenía memoria. Era el trabajo compartido de toda una vida y su pasión mutua, realizado por el amor a la historia y la creencia de que debía educarse a los habitantes presentes y futuros de Guernsey en aquello por lo que habían pasado sus antepasados.

Que ahora sus planes probablemente quedaran en nada era algo que, de momento, Frank no quería que su padre supiera. Puesto que los días de Graham estaban contados, no parecía tener sentido truncar un sueño que ni siquiera habría albergado si, para empezar, Guy Brouard no hubiera entrado en sus vidas.

– ¿Qué toca hoy? -preguntó Graham a su hijo mientras Frank le subía los pantalones del chándal por el trasero ajado-. Ya va siendo hora de que vayamos al solar, ¿no? Cualquier día de éstos empezarán las obras, ¿no, Frankie? Estarás allí cuando comiencen, ¿no, chico? ¿Poniendo la primera piedra? ¿O Guy quiere hacerlo él solo?

Frank evitó la batería de preguntas, todo el tema de Guy Brouard en realidad. De momento había logrado esconder a su padre la noticia de la truculenta muerte de su amigo y benefactor, ya que aún no había decidido si la información sería demasiado perjudicial para su salud. Además, en esos momentos estaban en un período de espera, lo supiera o no su padre: se desconocía cómo iba a repartirse el patrimonio de Guy.

– Esta mañana pensaba revisar los uniformes. Me pareció que están cogiendo humedad -le dijo Frank a su padre. Era mentira, por supuesto. Los diez uniformes que tenían, desde los abrigos de cuello oscuro que vestía la Wehrmacht hasta los monos raídos utilizados por la tripulación antiaérea de la Luft-waffe, estaban todos en contenedores herméticos y entre papeles de seda libres de ácidos hasta el día en que los colocaran en vitrinas de cristal diseñadas para guardarlos para siempre-. No sé cómo ha pasado; pero si ha pasado, tenemos que solucionarlo antes de que empiecen a pudrirse.

– Hazlo -coincidió su padre-. Ocúpate, Frankie. Toda la ropa tiene que estar perfecta, sí.

– Eso haremos, papá -contestó Frankie mecánicamente.

Su padre pareció satisfecho. Permitió que le peinara el pelo ralo y que lo ayudara a llevarlo al salón. Allí, Frank lo acomodó en su sillón preferido y le dio el mando del televisor. No le preocupaba que su padre sintonizara el canal de la isla y escuchara las noticias sobre Guy Brouard que intentaba ocultarle. Los únicos programas que Graham Ouseley veía eran espacios de cocina y culebrones. De los primeros tomaba notas, por razones que nunca le habían quedado claras a su hijo. Estudiaba los segundos completamente embelesado y se pasaba toda la cena hablando de los personajes atribulados que aparecían en ellos como si fueran los vecinos de al lado.

No los había donde vivían los Ouseley. Años atrás, sí: dos familias más que vivían en la hilera de casitas que crecían como un apéndice, en las afueras del viejo molino de agua llamado Moulin des Niaux. Pero con el tiempo, Frank y su padre se las habían arreglado para comprar todas estas viviendas cuando las pusieron a la venta. Ahora albergaban la vasta colección que tenía que llenar el museo de la guerra.

Frank cogió las llaves y, después de comprobar el radiador del salón y encender la estufa eléctrica cuando no le gustó el calor moderado que salía de las viejas tuberías, se dirigió a la casa que había junto a la que él y su padre habían ocupado toda la vida. Estaban todas en una terraza, y los Ouseley vivían en la que se encontraba más alejada del molino de agua, cuya rueda antigua se sabía que crujía y gemía de noche si el viento soplaba por la cañada de Talbot Valley esculpida por el arroyo.

La puerta de la casa se atascó cuando Frank la empujó porque el viejo suelo de piedra era irregular y ni Frank ni su padre habían pensado en corregir el problema desde que les pertenecía. La utilizaban principalmente de trastero, y una puerta que se atascaba siempre les había parecido una cuestión menor comparada con otros retos que presentaba un edificio antiguo para alguien que quería utilizarlo como trastero. Era más importante impermeabilizar el tejado y evitar que entrara corriente por las ventanas. Si el sistema de calefacción funcionaba y podía mantenerse el equilibrio entre la sequedad y la humedad, el hecho de que fuera un fastidio abrir la puerta era algo que podía dejarse pasar por alto tranquilamente.