Paul lo miró parpadeando. Era bajito para sus dieciséis años y tenía un aspecto marcadamente femenino. Era justo la clase de muchacho que habría cautivado en los escenarios de la época isabelina, cuando los chicos jóvenes que podían pasar por mujeres estaban muy demandados. Pero hoy en día, las cosas serían radicalmente distintas. La primera vez que Frank vio al chico, detectó lo difícil que debía de ser su vida, en especial en el colegio, donde tener la tez suave, el pelo rojizo y ondulado y las pestañas del color del trigo no eran la clase de atributos que garantizaban a alguien inmunidad frente al acoso escolar.
Paul no contestó al esfuerzo engañoso de Frank de recibirle con jovialidad, sino que sus ojos grises y sumisos se llenaron de lágrimas, que se secó levantando el brazo y frotándose la cara con la camisa de franela gastada. No llevaba chaqueta, lo que con este tiempo era una locura, y las muñecas le colgaban de la camisa como paréntesis blancos que remataban unos brazos del tamaño de sicómoros jóvenes. Intentó decir algo; pero, en lugar de hacerlo, soltó un sollozo ahogado. Taboo aprovechó la oportunidad para entrar en la casa por decisión propia.
No le quedaba más remedio que invitar al chico a entrar. Frank lo hizo, le acomodó en la silla de mimbre y cerró la puerta al frío de diciembre. Pero al darse la vuelta, vio que Paul estaba de pie. Se había quitado la mochila como si fuera un peso que esperaba que alguien aliviara de sus hombros y estaba inclinado hacia delante sobre una pila de cajas de cartón como si abrazara su contenido o bien dejara al descubierto su espalda para que lo azotaran.
Un poco de las dos cosas, pensó Frank. Porque las cajas representaban uno de los vínculos que Paul Fielder tenía con Guy Brouard, a la vez que le servirían para recordar que Guy Brouard se había ido para siempre.
No cabía duda de que el chico estaba destrozado por la muerte de Guy Brouard, conociera o no la terrible manera en que se había producido. Viviendo como seguramente vivía en circunstancias en las que él era uno de los muchos hijos de unos padres inadecuados para cualquier tipo de tarea más allá de empinar el codo y follar, sin duda se habría desarrollado personalmente bajo la atención que Guy Brouard le había dispensado. Cierto era que, en realidad, Frank no había percibido signos de ningún desarrollo las veces que Paul había ayudado a Guy en Moulin des Niaux; pero tampoco conocía al chico taciturno antes de que Guy entrara en su vida. La vigilancia casi muda que parecía ser el signo de identidad del carácter de Paul siempre que los tres revisaban el contenido de las casas podía ser en realidad una evolución pasmosa de un mutismo anormal y absoluto.
Los delgados hombros de Paul temblaron, y su cuello, en el que su espléndido cabello se ondulaba como los rizos de un querubín renacentista, parecía demasiado delicado para sostener su cabeza, que cayó hacia delante para ir a reposar sobre la primera caja del montón. Su cuerpo subía y bajaba. Tragaba saliva convulsivamente.
Frank se sintió perdido. Se acercó al chico y le dio unas palmaditas torpes en el hombro.
– Vamos, vamos -le dijo, y se preguntó qué iba a responderle si el chico decía: “¿Adonde, adonde?”. Pero Paul no dijo nada, simplemente siguió en su pose. Taboo fue a sentarse a sus pies y se quedó mirándolo.
Frank quiso decirle que lamentaba el fallecimiento de Guy Brouard con la misma aflicción; pero a pesar del deseo de consolar al chico, sabía que era improbable que alguien de la isla, al margen de la propia hermana del hombre, sintiera un dolor parecido al de Paul. Así que podía ofrecerle a Paul dos cosas: unas palabras totalmente inadecuadas de consuelo o la oportunidad de continuar la tarea que él, Guy, y el propio chico habían emprendido. Frank sabía que no podía llevar a cabo la primera. En cuanto a la segunda, no podía soportar la idea. Así que la única opción era mandar al chico por donde había venido.
– Entiéndeme, Paul -dijo Frank-, lamento que estés afectado. Pero ¿no tendrías que estar en el colegio? Aún no ha acabado el trimestre, ¿verdad?
Paul levantó la cara enrojecida y miró a Frank. Le caían mocos de la nariz y se la secó con el pulpejo de la mano. Parecía tan patético y tan esperanzado a la vez que, de repente, Frank cayó en la cuenta de por qué el chico había ido a verle.
Dios santo, buscaba un sustituto, quería otro Guy Brouard que mostrara interés por él, que le diera una razón para… ¿qué? ¿Soñar? ¿Perseverar en la consecución de esos sueños? ¿Qué, exactamente, le había prometido Guy Brouard a este chico triste? Sin duda, nada que Frank Ouseley -que no había tenido hijos- pudiera ayudarle a conseguir. No con un padre de noventa y dos años al que tenía que cuidar. Y no con el peso que él mismo tenía que soportar: el peso de las expectativas que se habían convertido deprisa y precipitadamente en una realidad incomprensible.
Como para confirmar las sospechas de Frank, Paul se sorbió los mocos y su pecho espasmódico se calmó. Se limpió la nariz por última vez con la manga de franela y miró a su alrededor como si justo acabara de darse cuenta de dónde estaba. Se mordió el labio por dentro mientras tiraba con las manos del dobladillo andrajoso de su camisa. Entonces, cruzó la sala hacia una pila de cajas, en las que estaba escrito “para revisar” con bolígrafo negro en la parte superior y a los lados.
Frank se desmoralizó. Era lo que había pensado: el chico estaba allí para establecer un vínculo con él y continuar con el trabajo como prueba de ese vínculo. No iba a consentirlo.
Paul cogió la primera caja del montón y la colocó con cuidado en el suelo mientras Taboo se acercaba a él. Se puso en cuclillas. Con Taboo acomodado en su postura habitual con la cabeza desaliñada sobre las patas y los ojos fieles clavados en su dueño mudo, Paul abrió con delicadeza la caja tal como había visto que hacían Guy y Frank cientos de veces. El contenido consistía en un revoltijo de medallas de la guerra, hebillas antiguas, botas, gorras de la Luftwaffe y la Wehrmacht y otras prendas de ropa que estas tropas enemigas habían llevado en el lejano pasado. Hizo lo que Guy y Frank habían hecho: extendió un plástico sobre el suelo de piedra y comenzó a colocar los artículos encima; era el paso previo a catalogarlos en la libreta de tres anillas que utilizaban.
Se levantó para coger la libreta del lugar donde la guardaban, al fondo del archivador del que hacía tan sólo unos momentos Frank había sacado los ejemplares de la G.U.L.A. Vio su oportunidad.
– ¡Eh, tú, jovencito! -gritó Frank, y cruzó rápidamente la habitación para cerrar de golpe el archivador cuando el chico lo abrió. Se movió tan deprisa y habló tan alto que Taboo se puso de pie de un salto y comenzó a ladrar.
Frank aprovechó el momento.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó-. Estoy trabajando. No puedes entrar aquí así como así. Estos objetos tienen un valor incalculable. Son frágiles y, si se destruyen, desaparecen para siempre. ¿Lo entiendes?
Paul abrió mucho los ojos. Separó los labios para hablar, pero no dijo nada. Taboo continuó ladrando.
– Y saca a ese chucho de aquí, maldita sea -siguió-. Tienes menos luces que un farol apagado, chico. Mira que traerlo aquí, podría… Míralo. Animal destructor.
A Taboo, por su lado, se le erizó el pelo ante aquella conmoción, así que Frank también lo utilizó. Alzó la voz un tono más y gritó:
– Sácalo de aquí, chico. Antes de que lo eche yo mismo.
Cuando Paul retrocedió un poco encogido, pero sin intención de marcharse, Frank miró a su alrededor frenéticamente en busca de algo que pudiera alentarle a moverse. Se le iluminaron los ojos al ver la mochila del chico y la cogió, balanceándola amenazadoramente hacia Taboo, que retrocedió, aullando.