La amenaza al perro surtió el efecto deseado. Paul lanzó un grito ahogado, inarticulado, y salió disparado hacia la puerta con Taboo pegado a sus talones. Se paró justo el tiempo necesario para arrancarle la mochila a Frank. Se la echó al hombro mientras corría.
Por la ventana, con el corazón latiéndole con fuerza, Frank los observó marchar. La bicicleta del chico era una reliquia que, a lo sumo, seguramente sólo serviría para desplazarse un poquito más deprisa que a pie. Pero el chico logró pedalear con furia, así que en un tiempo récord él y el perro desaparecieron por el lateral del molino, balanceándose por debajo del canal lleno de hierbajos en dirección a la carretera.
Cuando estuvieron bien lejos, Frank comprobó que podía respirar de nuevo. El corazón le latía con fuerza en los oídos, por lo que no escuchó otro sonido, al otro lado de la pared que unía esta casa con la que ocupaban Frank y Graham.
Volvió corriendo para ver por qué le llamaba su padre. Vio que Graham regresaba tambaleándose al sillón del que se había levantado con grandes esfuerzos, con un mazo de madera en la mano.
– ¿Papá? -dijo-. ¿Estás bien? ¿Qué ocurre?
– ¿Es que no se puede estar tranquilo en esta casa? -preguntó Graham-. ¿Qué haces a esta hora tan temprana, hijo? Ni siquiera oigo la maldita tele con tanto ruido.
– Lo siento -le dijo Frank a su padre-. Ese chico se ha pasado por aquí solo, sin Guy. Ya sabes a quién me refiero: Paul Fielder. Bueno, no podemos permitirlo, papá. No quiero que merodee por aquí solo. No es que no confíe en él, pero tenemos cosas valiosas y él proviene…, bueno, de un entorno desfavorecido… -Sabía que hablaba demasiado deprisa, pero no podía remediarlo-. No quiero arriesgarme a que robe algo y lo venda. Ha abierto una de las cajas, ¿sabes? Ha entrado directamente sin saludar ni nada, y yo…
Graham cogió el mando del televisor y subió el volumen hasta un nivel que agredió los tímpanos de Frank.
– Ocúpate de lo tuyo, maldita sea -le ordenó a su hijo-. Como verás, yo estoy con lo mío.
Paul pedaleó como un loco mientras Taboo corría a su lado. No se paró a respirar ni descansar, ni siquiera a pensar, sino que se lanzó a la carretera que salía de Talbot Valley arrimándose peligrosamente al muro cubierto de hiedra que aguantaba la ladera en la que estaba esculpida la carretera. Si hubiera sido capaz de pensar con claridad, podría haberse detenido en un apartadero que daba acceso a un camino que ascendía colina arriba. Podría haber aparcado la bici allí, subido el sendero y cruzado los campos donde pacían las vacas lecheras pardas. Nadie caminaría por allí en esa época del año, así que habría estado a salvo, y la soledad le habría proporcionado la oportunidad de reflexionar sobre qué hacer ahora. Pero sólo podía pensar en escapar. Los gritos eran el precursor de la violencia, ésa era su experiencia. Hacía tiempo que huir era su única opción.
Así que subió el valle y, siglos después, cuando por fin se le ocurrió preguntarse dónde estaba, vio que sus piernas le habían llevado al único lugar donde había conocido la seguridad y la dicha. Se encontraba frente a la verja de hierro de Le Reposoir. Estaba abierta como si esperara su llegada, como había estado tantas veces en el pasado.
Frenó. A sus pies, Taboo jadeaba. De repente, Paul se sintió terriblemente culpable al reconocer la devoción inquebrantable que le profesaba el perrito. Taboo había ladrado para proteger a Paul de la furia del señor Ouseley. Se había expuesto a la ira de un desconocido. Y, después, había cruzado corriendo media isla sin dudarlo. Paul dejó caer la bici con indiferencia y se arrodilló para abrazarle. Taboo respondió lamiéndole la oreja, como si su dueño no lo hubiera ignorado y olvidado en su huida. Paul reprimió el llanto al pensar en aquello. Por la experiencia que había tenido durante toda su vida, nadie aparte de un perro podría haber ofrecido más amor a Paul. Ni siquiera Guy Brouard.
Pero en esos momentos Paul no quería pensar en Guy Brouard. No quería analizar cómo había sido el pasado con él, y menos aún contemplar cómo se presentaba el futuro sin el señor Brouard en su vida.
Así que hizo lo único que podía hacer: seguir como si no hubiera cambiado nada.
Como estaba frente a la verja de Le Reposoir, eso significaba coger la bicicleta y entrar en los jardines. Sin embargo, esta vez, en lugar de pedalear, pasó por debajo de los castaños empujando la bicicleta y con Taboo trotando alegremente a su lado. A lo lejos, el sendero de guijarros se abría delante de la mansión de piedra, y la hilera de ventanas parecía recibirlos con un guiño bajo el sol apagado de aquella mañana de diciembre.
En otros tiempos, habría rodeado la casa hasta el pabellón acristalado, habría entrado por allí y se habría detenido en la cocina, donde Valerie Duffy le habría dicho: “Vaya, qué visión más agradable para una dama tan temprano por la mañana”, y le habría sonreído y ofrecido un tentempié. Tendría un bollo casero para él o quizá un panecillo y, antes de que le dejara ir a buscar al señor Brouard a su estudio o a la galería o a cualquier otra estancia, le diría: “Siéntate y dime si esto está a la altura, Paul. No quiero que el señor Brouard lo pruebe sin que me des tu visto bueno, ¿de acuerdo?”. Y añadiría: “Remójalo con esto”, y le daría un vaso de leche o un té o una taza de café o, en alguna ocasión, un tazón de chocolate caliente tan cremoso y espeso que se le hacía la boca agua con sólo olerlo. También tendría algo para Taboo.
Pero esta mañana Paul no fue al pabellón acristalado. Todo había cambiado con la muerte del señor Guy. Así que fue a los establos de piedra detrás de la casa, donde el señor Guy guardaba las herramientas en un viejo cobertizo. Mientras Taboo olisqueaba los aromas detectables que proporcionaban el cobertizo y el establo, Paul cogió la caja de herramientas y la sierra, se puso al hombro los tablones de madera y salió cargado afuera. Llamó a Taboo con un silbido, y el chucho salió disparado hacia el estanque, que se encontraba a cierta distancia de allí, detrás del ala noroeste de la casa. Para llegar al lugar, Paul tuvo que pasar por delante de la cocina, y vio a Valerie Duffy por la ventana cuando miró en esa dirección. Cuando la mujer le saludó con la mano, sin embargo, él agachó la cabeza. Siguió avanzando decididamente, arrastrando los pies por la gravilla como tanto le gustaba hacer, sólo para oír el crujido de los guijarros contra las suelas de sus zapatos. Hacía mucho tiempo que le gustaba ese sonido, en especial cuando los dos caminaban juntos: él y el señor Guy. Sonaban igual, como dos tipos que se iban a trabajar, y la uniformidad de aquel sonido siempre había convencido a Paul de que cualquier cosa era posible, incluso crecer para convertirse en otro Guy Brouard.
No era que quisiera imitar la vida del señor Guy. Sus sueños eran distintos. Pero el hecho de que el señor Guy hubiera empezado sin nada -era un niño refugiado de Francia- y hubiera pasado de no tener nada a convertirse en un gigante en el camino que había elegido en la vida prometía a Paul que él podía hacer lo mismo. Cualquier cosa era posible si se estaba dispuesto a trabajar.
Y Paul estaba dispuesto, lo estuvo desde el momento en que conoció al señor Guy. Cuando tenía doce años y era un chico delgaducho que llevaba la ropa de su hermano mayor que no tardaría en heredar el siguiente hermano, Paul estrechó la mano del caballero de los vaqueros y lo único que fue capaz de decir fue: “Qué blanca”, mientras contemplaba con lamentable admiración la camiseta que llevaba el señor Guy debajo de su suéter azul marino perfecto con cuello de pico. Luego se ruborizó tanto que creyó que iba a desmayarse. “Estúpido, estúpido -gritaron las voces dentro de su cabeza-. Oportuno como una chincheta sin punta e igual de útil, así eres tú, Paulie.”