Paul se limpió las manos en las perneras de los vaqueros. Dejó caer la cabeza y arrastró los pies por la tierra arenosa del borde del estanque. Pensó en las decenas y decenas de personas que asistirían al funeral de Guy Brouard, y se alegró de que no se lo hubieran dicho. Ya era bastante malo sentirse como se sentía en privado ahora que el señor Guy no estaba. Tener que sentirse así en público sería más de lo que podría soportar. Todos esos ojos clavados en él, todas esas mentes que se hacían preguntas, todas esas voces que susurraban: “Es el joven Paul Fielder, el amigo especial del señor Guy”. Y las miradas que acompañarían esas palabras -”amigo especial”-, las cejas levantadas y los ojos muy abiertos que le dirían a Paul que quienes hablaban decían algo más que palabras.
Alzó la vista para ver si Valerie tenía las cejas levantadas y los ojos muy abiertos. Pero no, así que relajó los hombros. Los había tenido tan tensos desde que había huido de Moulin des Niaux, que habían empezado a dolerle. Pero ahora le pareció que las pinzas que le agarraban las clavículas se soltaban de repente.
– Mañana saldremos a las once y media -dijo Valerie, pero esta vez se dirigió al propio Paul-. Puedes venir en el coche con Kev y conmigo, cielo. No te preocupes por la ropa. Kev dice que tiene dos más iguales y que no necesita tres. En cuanto a los pantalones… -Lo examinó pensativamente. Paul sintió el calor en todos los lugares de su cuerpo en los que se posaban los ojos de Valerie-. Los de Kev no te servirán. Te perderías dentro de ellos. Pero me parece que unos del señor Brouard… Bien, no te preocupes por ponerte algo del señor Brouard, cielo. Es lo que él habría querido si lo hubieras necesitado. Te apreciaba mucho, Paul. Pero eso ya lo sabes. No importa lo que dijera o hiciera, él era… Te apreciaba mucho… -Se le trabó la lengua.
Paul sintió su pena como una correa que tiraba de él y le extraía lo que quería reprimir. Apartó la mirada de Valerie hacia los tres patos supervivientes y se preguntó cómo iba a arreglárselas todo el mundo ahora que el señor Guy no estaba allí para mantenerlos unidos, para trazar su rumbo, para saber qué había que hacer de aquí en adelante.
Oyó que Valerie se sonaba la nariz y se giró hacia ella. La mujer le ofreció una sonrisa temblorosa.
– En cualquier caso, nos gustaría que asistieras. Pero si prefieres no ir, no tienes que sentirte culpable. Los funerales no están hechos para todo el mundo y, a veces, es mejor recordar a los vivos siguiendo adelante con nuestra vida. Pero puedes quedarte la camisa igualmente. Tienes que quedártela. -Valerie miró a su alrededor, parecía buscar un lugar limpio donde depositarla-. Te la dejo aquí -dijo cuando vio la mochila de Paul en el suelo. Hizo ademán de meterla dentro.
Paul gritó y le arrebató la camisa de las manos. La lanzó lejos. Taboo ladró con fiereza.
– Vaya, Paul -dijo Valerie sorprendida-. No pretendía… No es una camisa vieja, cielo. Es bastante…
Paul recogió la mochila. Miró a derecha e izquierda. La única salida era por donde había venido, y escapar era esencial.
Capítulo 4
Ruth Brouard observó la huida del chico. Estaba en el estudio de Guy cuando Paul salió por la enramada que marcaba la entrada a los estanques. Estaba abriendo un fajo de tarjetas de pésame del correo del día anterior, tarjetas que no había tenido el valor de abrir hasta ahora, y primero oyó ladrar al perro y luego vio al chico corriendo por el césped debajo de ella. Un momento después, apareció Valerie Duffy, con la camisa que le había llevado a Paul en las manos, un ofrecimiento mustio y rehusado de una madre cuyos propios hijos habían abandonado el nido mucho antes de que ella estuviera preparada para que lo hicieran.
Tendría que haber tenido más hijos, pensó Ruth mientras Valerie volvía hacia la casa caminando con dificultad. Algunas mujeres nacían con un ansia de ser madres que nada podía aplacar, y parecía que Valerie Duffy era una de ellas.
Ruth observó a la mujer hasta que desapareció por la puerta de la cocina, que estaba debajo del estudio de Guy, adonde Ruth había ido directamente después de desayunar. Era el único lugar en el que ahora podía sentirse cerca de él, rodeada de las pruebas que le decían, como desafiando la terrible manera como había muerto, que Guy Brouard había tenido una buena vida. En el estudio de su hermano, esas pruebas estaban por todas partes: en las paredes y en las estanterías y sobre un aparador antiguo espléndido en el centro de la estancia. Aquí estaban los certificados, las fotografías, los premios, los planos y los documentos. Archivadas estaban la correspondencia y las recomendaciones para los beneficiarios de la famosa esplendidez de Brouard. Y expuesta en un lugar destacado estaba la que tendría que haber sido la joya final indispensable para completar la corona de los logros de su hermano: la maqueta cuidadosamente construida de un edificio que Guy le había prometido a esa isla que se había convertido en su hogar. Sería un monumento al sufrimiento de los isleños, así lo había descrito Guy. Un monumento construido por alguien que también había sufrido.
O ésa había sido su intención, pensó Ruth.
Cuando Guy no había vuelto a casa tras su baño matutino, al principio no se preocupó. Siempre era puntual y predecible en cuanto a sus hábitos, cierto; pero cuando bajó las escaleras y no lo encontró arreglado en el salón del desayuno, escuchando atentamente las noticias de la radio mientras esperaba la comida, simplemente imaginó que se había pasado por casa de los Duffy para tomar un café con Valerie y Kevin después de nadar. De vez en cuando lo hacía. Le caían bien. Por eso, tras considerarlo un momento, Ruth fue al teléfono del salón de desayuno con un café y un pomelo y llamó a la casa de piedra situada en el límite de los jardines.
Contestó Valerie. No, le dijo a Ruth, el señor Brouard no estaba allí. No sabía nada de él desde primera hora de la mañana, momento en que lo había visto fugazmente cuando iba a nadar. ¿Por qué? ¿No había vuelto? Seguramente estaría en algún lugar de la finca… ¿Entre las esculturas tal vez? Le había dicho a Kev que quería cambiarlas de sitio. ¿Sabía?, ese busto grande del jardín tropical. Quizá intentaba decidir dónde colocarlo porque Valerie tenía claro que el busto era una de las piezas que el señor Brouard quería mover. No, Kev no estaba con él. Kev estaba allí sentado en la cocina.
Al principio, Ruth no se alarmó. Subió al cuarto de baño de su hermano, donde se habría cambiado de ropa tras el ejercicio, y dejado el bañador y el chándal. Sin embargo, no estaban allí. Ni tampoco una toalla húmeda, lo que habría aportado más pruebas de su regreso.
Entonces lo sintió, una punzada de preocupación como si unas pinzas tiraran de la piel de debajo de su corazón. Fue entonces cuando recordó lo que había visto anteriormente desde la ventana mientras contemplaba a su hermano partiendo hacia la bahía: esa figura que había aparecido de debajo de los árboles próximos a la casa de los Duffy cuando Guy pasó por delante.
Así que cogió el teléfono y volvió a llamar a los Duffy. Kevin accedió a bajar a la bahía.
El hombre regresó corriendo, pero no para hablar con ella. Kevin no fue a buscarla hasta que apareció la ambulancia al final del sendero.
Así había comenzado la pesadilla. A medida que pasaban las horas, no hizo más que empeorar. Al principio pensó que le había dado un infarto, pero cuando no dejaron que acompañara a su hermano al hospital, cuando le dijeron que tendría que ir en el coche que Kevin Duffy condujo en silencio detrás de la ambulancia, cuando se llevaron a toda prisa a Guy antes de que pudiera verlo, supo que algo había cambiado de manera espantosa y permanente.