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Esperó que fuera una apoplejía. Al menos aún estaría vivo. Pero al fin le comunicaron que había muerto, y fue entonces cuando le contaron las circunstancias. De esa explicación venía la pesadilla que la atormentaba: Guy luchando, retorciéndose de dolor y de miedo, y solo.

Habría preferido creer que un accidente había acabado con la vida de su hermano. Saber que había sido asesinado le partía el alma y reducía su vida a dos cuestiones: por qué y quién. Pero ése era terreno peligroso.

La vida había enseñado a Guy a perseguir lo que quería. Nadie iba a regalarle nada. Pero en más de una ocasión había perseguido lo que quería sin plantearse si lo que quería era lo que realmente debía tener. Los resultados habían hecho sufrir a otros: sus mujeres, sus hijos, sus socios, sus… otras personas.

– No puedes continuar así sin que acabes destruyendo a alguien -le había dicho-. Y yo no puedo quedarme mirando y permitir que lo hagas.

Pero él se había reído de ella cariñosamente y le había dado un beso en la frente. Mademoiselle Brouard la directora, la llamaba. ¿Me pegarás en los nudillos si no obedezco?

El dolor volvió. Le agarró la columna como si le clavaran un pincho en la nuca y luego se heló hasta que comenzó a sentir que aquel frío horrible se transformaba en fuego. Le mandaba descargas, cada una era una serpentina ondulante de enfermedad. Tuvo que salir de la habitación en busca de ayuda.

No estaba sola en la casa, pero se sentía sola y, si el cáncer no la tuviera apresada, se habría reído. Sesenta y seis años y la habían arrancado prematuramente del útero que el amor de su hermano le había proporcionado. Quién habría pensado que las cosas acabarían así aquella noche lejana que su madre le susurró: “Promets-moi de ne pas pleurer, mon petit chat. Sois forte pour Guy”.

Quería cumplir la palabra que le había dado a su madre, como había hecho durante más de sesenta años. Pero ahora tenía que enfrentarse a la verdad: no encontraba la forma de ser fuerte por nadie.

Margaret Chamberlain no llevaba ni cinco minutos con su hijo y ya quería darle órdenes: “Siéntate erguido, por el amor de Dios; mira a la gente a los ojos cuando hables, Adrián; no des golpes a las maletas, maldita sea; cuidado con ese ciclista, cariño; por favor, pon el intermitente, cielo”. Sin embargo, logró poner freno a su aluvión de instrucciones. De sus cuatro hijos, era al que más quería y el que más la exasperaba. Esto último lo atribuía a su padre, que era distinto al de sus otros hijos, pero como acababa de perderlo, decidió pasar por alto la menos irritante de sus costumbres. De momento.

La recibió en lo que en teoría era el vestíbulo de llegadas del aeropuerto de Guernsey. Margaret apareció empujando un carrito con las maletas apiladas encima y lo encontró merodeando por el mostrador del alquiler de coches donde trabajaba una atractiva pelirroja con la que podría haber estado charlando como un hombre normal, si lo fuera. Pero fingía examinar un mapa, perdiendo así otra oportunidad más que la vida le había puesto delante de sus narices.

Margaret suspiró.

– Adrián -dijo-. ¡Adrián! -repitió al no obtener respuesta.

Su hijo oyó la segunda llamada y alzó la vista de su minucioso examen. Devolvió avergonzado el mapa al mostrador del alquiler de coches. La pelirroja le preguntó si podía ayudarle en algo, pero él no contestó. Ni siquiera la miró. Ella volvió a preuntarle. Él se subió el cuello de la chaqueta y le dio la espalda en lugar de responder.

– Tengo el coche fuera -le dijo a su madre a modo de saludo mientras cogía las maletas del carrito.

– Qué tal un “¿Has tenido un buen vuelo, querida mamá?” -le sugirió Margaret-. ¿Por qué no llevamos el carrito hasta el coche, cielo? Sería más fácil, ¿no crees?

Adrián se marchó dando grandes zancadas, maletas en mano. No quedaba más remedio que seguirle. Margaret dirigió una sonrisa de disculpa hacia el mostrador del alquiler de coches por si la pelirroja estaba controlando el recibimiento que le había hecho su hijo. Luego fue tras él.

El aeropuerto constaba de un solo edificio situado junto a una única pista de aterrizaje al lado de diversos campos sin arar. Tenía un aparcamiento más pequeño que el de la estación de tren de su pueblo de Inglaterra, así que fue fácil seguir a Adrián por él. Cuando Margaret lo alcanzó, su hijo estaba metiendo las dos maletas en la parte trasera del Range Rover, que era, descubrió enseguida, el tipo de coche equivocado para conducir por las carreteras estrechas de Guernsey.

Nunca había estado en la isla. Ella y el padre de Adrián llevaban mucho tiempo divorciados cuando él se marchó de Chateaux Brouard y se instaló en la casa de aquí. Pero Adrián había visitado a su padre en numerosas ocasiones desde que Guy se había trasladado a Guernsey, así que resultaba del todo incomprensible por qué conducía un vehículo que tenía prácticamente el tamaño de un camión de mudanzas cuando era obvio que lo que necesitaban era un Mini. Igual que muchas de las cosas que hacía su hijo, la más reciente de las cuales era haber roto la única relación que había logrado tener con una mujer en sus treinta y siete años de vida. ¿Qué había pasado? Margaret aún se lo preguntaba. Lo único que le había dicho era: “Queríamos cosas distintas”, algo que ella no se creyó en absoluto, puesto que sabía -por una conversación privada y muy confidencial con la propia joven- que Carmel Fitzgerald quería casarse, y también sabía -por una conversación privada y muy confidencial con su hijo- que Adrián se consideraba afortunado por haber encontrado a una chica joven, moderadamente atractiva y dispuesta a atarse ciegamente a un hombre de casi mediana edad que nunca había vivido en otro lugar que no fuera la casa de su madre; salvo, por supuesto, esos tres meses terribles en los que vivió solo mientras intentaba estudiar en la universidad… Pero cuanto menos pensara en eso, mejor. Así pues, ¿qué había pasado?

Margaret sabía que no podía preguntárselo. Al menos, no ahora, cuando el funeral de Guy se acercaba rápidamente. Pero tenía pensado hacerlo pronto.

– ¿Cómo está tu pobre tía Ruth, cielo?

Adrián frenó en un semáforo que había junto a un viejo hotel.

– No la he visto.

– ¿Por qué no? ¿Se ha encerrado en su habitación?

Adrián miró el semáforo, con toda su atención puesta en el momento en que cambiara a ámbar.

– Quiero decir que la he visto, pero no la he visto. No sé cómo está. No me lo ha dicho.

No se le había ocurrido preguntárselo, por supuesto. No más de lo que se le habría ocurrido hablar con su propia madre utilizando algo más directo que acertijos.

– No fue ella quien lo encontró, ¿verdad? -dijo Margaret.

– Fue Kevin Duffy, el encargado del mantenimiento.

– Debe de estar destrozada. Llevan juntos… Bueno, siempre han estado juntos, ¿verdad?

– No sé por qué has querido estar aquí, madre.

– Guy fue mi marido, cielo.

– El cuarto -señaló Adrián. Qué pesado era. Margaret sabía muy bien cuántas veces se había casado-. Creía que sólo asistías a sus funerales si morían mientras aún estabas casada con ellos.

– Esa observación es terriblemente vulgar, Adrián.

– ¿En serio? Dios santo, no podemos tolerar la vulgaridad.

Margaret se giró en su asiento para mirarle.

– ¿Por qué te comportas así?

– ¿Así, cómo?

– Guy fue mi marido. En su día lo quise. A él le debo haberte tenido. Así que si quiero honrarle por todo ello asistiendo a su funeral, pienso hacerlo.

Adrián sonrió de un modo que ponía de manifiesto su incredulidad, y Margaret quiso darle una bofetada. Su hijo la conocía muy bien.

– Siempre has creído que mientes mejor de lo que lo haces en realidad -dijo Adrián-. ¿Pensaba la tía Ruth que haría algo…, hum…, insano, ilegal o totalmente demente si tú no estabas aquí? ¿O cree que ya lo he hecho?