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Hacia la casa, el sendero surgía de entre los árboles que lo flanqueaban y rodeaba un césped en el centro del cual se levantaba una impresionante escultura de bronce de un chico y una chica nadando entre delfines. Adrián siguió este círculo y detuvo el Range Rover frente a las escaleras que ascendían hasta una puerta blanca. Estaba cerrada y seguía cerrada cuando por fin respondió a la pregunta de Margaret.

– Murió ahogado -dijo Adrián-, en la bahía.

Margaret se quedó perpleja al oír aquello. Ruth le había dicho que su hermano no había regresado de su baño matutino, que alguien lo había abordado en la playa y asesinado. Pero morir ahogado no implicaba ningún asesinato. Que lo estrangularan sí, claro, pero Adrián no había utilizado esa palabra.

– ¿Ahogado? -dijo Margaret-. Pero Ruth me dijo que a tu padre lo asesinaron. -Y por un momento absurdo pensó que su ex cuñada le había mentido para que fuera a la isla por alguna razón.

– Fue un asesinato, sí -dijo Adrián-. Nadie se ahoga accidentalmente, ni siquiera de forma natural, por culpa de lo que papá tenía en la garganta.

Capítulo 5

En la vida hubiera pensando que estaría en este lugar. -Cherokee River se quedó callado un momento para observar la señal giratoria delante de New Scotland Yard. Recorrió con la mirada las letras plateadas y el propio edificio con sus bunkeres protectores, sus guardias uniformados y su aire de autoridad sombría.

– No sé si va a servirnos de algo -admitió Deborah-. Pero creo que vale la pena intentarlo.

Eran casi las diez y media, y por fin empezaba a remitir la lluvia. Lo que era un chaparrón cuando salieron hacia la embajada de Estados Unidos era ahora una llovizna persistente, de la que se refugiaron debajo de uno de los grandes paraguas negros de Simón.

Su estancia había comenzado con bastante optimismo. A pesar del carácter desesperado de la situación de su hermana, Cherokee poseía esa actitud dinámica que Deborah recordaba en la mayoría de los estadounidenses que había conocido en California. Era un ciudadano de los Estados Unidos en una misión a la embajada de su país. Como contribuyente, había dado por sentado que cuando entrara en la embajada y expusiera los hechos, se sucederían las llamadas telefónicas y la liberación de China se efectuaría de inmediato.

Al principio, pareció que la fe de Cherokee en el poder de la embajada estaba muy bien fundada. En cuanto establecieron adonde tenían que dirigirse -a la Sección de Servicios Consulares Especiales, cuya entrada no estaba tras las puertas imponentes y debajo de la imponente bandera de Grosvenor Square, sino a la vuelta de la esquina, en la más apagada Brook Street-, dieron el nombre de Cherokee en recepción, y una llamada telefónica a los despachos interiores de la embajada produjo una respuesta asombrosa y gratamente rápida. Ni siquiera Cherokee había esperado que lo recibiera la jefa de los Servicios Consulares Especiales. Quizá que un subordinado lo llevara ante su presencia, pero no que saliera a recibirlo personalmente a la recepción. Pero eso fue lo que sucedió. La cónsul especial Rachel Freistat -”señorita”, dijo, y su forma de estrechar la mano era vehemente, diseñada para tranquilizar- entró a grandes zancadas en la enorme sala de espera y condujo a Deborah y a Cherokee a su despacho, donde les ofreció café y galletas e insistió en que se sentaran cerca de la estufa eléctrica para secarse.

Resultó ser que Rachel Freistat lo sabía todo. A las veinticuatro horas de la detención de China, había recibido la llamada de la policía de Guernsey. Aquello, les explicó, era el reglamento, un acuerdo entre los países que habían ratificado el Tratado de la Haya. De hecho, había hablado con la propia China y le había preguntado si necesitaba que alguien de la embajada volara a la isla y la atendiera allí.

– Me contestó que no hacía falta -informó la cónsul especial a Deborah y Cherokee-. Si no, habríamos mandado a alguien enseguida.

– Pero sí hace falta -protestó Cherokee-. La están condenando injustamente. Ella lo sabe. ¿Por qué diría…? -Se pasó la mano por el pelo y murmuró-: No entiendo nada.

Rachel Freistat asintió comprensivamente, pero su expresión daba a entender que había oído la anterior afirmación de que a China “la estaban condenando injustamente”.

– Nuestro margen de maniobra es limitado, señor River -dijo la cónsul-. Su hermana lo sabe. Nos hemos puesto en contacto con su abogado, su defensor lo llaman allí, y nos ha asegurado que ha estado presente en todos los interrogatorios de la policía. Estamos dispuestos a realizar cualquier llamada a Estados Unidos que su hermana quiera que hagamos, aunque ella ha especificado que ahora mismo no quería que llamáramos a nadie. Y si la prensa estadounidense se hace eco de la historia, también gestionaremos todas sus preguntas. La prensa local de Guernsey ya está cubriendo lo sucedido, pero tiene las desventajas del aislamiento relativo y la falta de fondos, así que lo único que puede hacer es publicar los pocos detalles que dé la policía.

– Pero ése es el tema -protestó Cherokee-. La policía está haciendo todo lo posible para incriminarla.

En ese momento, la señorita Freistat tomó un sorbo de café. Miró a Cherokee por encima del borde de la taza. Deborah vio que sopesaba las alternativas disponibles cuando había que dar una mala noticia a alguien, y la mujer se tomó su tiempo antes de decidirse.

– Me temo que la embajada americana no puede ayudarle en eso -le dijo al fin-. Aunque sea verdad, no podemos interferir. Si cree que se ha puesto en marcha toda una maquinaria para mandar a su hermana a la cárcel, tiene que buscar ayuda enseguida. Pero tiene que conseguirla desde dentro de su propio sistema, no desde el nuestro.

– Y eso ¿qué significa? -preguntó Cherokee.

– ¿Una especie de detective privado, tal vez…? -contestó la señorita Freistat.

Así que se marcharon de la embajada sin lograr los resultados que esperaban obtener. Se pasaron la siguiente hora descubriendo que encontrar un detective privado en Guernsey era como encontrar un helado en el Sahara. Tras determinar eso, fueron caminando hasta Victoria Street, donde se encontraban ahora, delante de New Scotland Yard, el edificio de hormigón gris y cristal que se alzaba en el corazón de Westminster.

Entraron deprisa, sacudiendo el paraguas sobre la alfombrilla de goma. Deborah dejó a Cherokee mirando la llama eterna mientras ella se dirigía al mostrador de recepción y comunicaba su petición.

– Comisario Lynley. No tenemos cita, pero si está y puede recibirnos… Soy Deborah Saint James.

Había dos policías uniformados detrás del mostrador y los dos examinaron a Deborah y a Cherokee con una intensidad que sugería la creencia tácita de que los dos llevaban explosivos enrollados al cuerpo. Uno realizó una llamada mientras el otro atendía una entrega de Federal Express.

Deborah esperó hasta que el policía le dijo:

– Aguarde unos minutos.

Así que volvió con Cherokee, quien le dijo:

– ¿Crees que esto servirá de algo?

– Es imposible saberlo -contestó ella-. Pero tenemos que intentar algo.

Tommy bajó personalmente a recibirlos al cabo de cinco minutos, lo que Deborah consideró muy buena señal.

– Deb, hola -la saludó-. Qué sorpresa. -Y le dio un beso en la mejilla y esperó a que le presentara a Cherokee.

No se conocían. A pesar de las veces que Tommy había ido a California cuando Deborah vivió allí, su camino y el del hermano de China no se habían cruzado. Tommy había oído hablar de él, naturalmente. Había oído su nombre y era improbable que lo hubiera olvidado, puesto que era poco común comparado con los nombres ingleses.