– Él es Cherokee River -dijo Deborah.
– El hermano de China -fue la respuesta de Tommy, y le estrechó la mano de esa forma tan típica suya.
– ¿Le estás enseñando la ciudad? -le preguntó a Deborah-. ¿O mostrándole que tienes amigos en lugares cuestionables?
– Ninguna de las dos cosas -dijo-. ¿Podríamos hablar contigo, en privado, si tienes tiempo? Se trata de… una consulta profesional.
Tommy levantó una ceja.
– Comprendo -dijo, y los condujo enseguida al ascensor y a las plantas superiores donde se hallaba su despacho.
Como comisario en funciones, no estaba en su lugar habitual, sino en un despacho temporal que ocupaba mientras su superior se recuperaba de un intento de asesinato ocurrido el mes anterior.
– ¿Cómo está el comisario? -preguntó Deborah al ver que Tommy, con su buen corazón, no había sustituido ni una sola de las fotografías que pertenecían al comisario Malcolm Webberly por las suyas.
Tommy negó con la cabeza.
– No muy bien.
– Qué horror.
– Para todos. -Les pidió que tomaran asiento y él se acomodó a su lado, inclinándose hacia delante con los codos sobre las rodillas. Su pose preguntaba: “¿Qué puedo hacer por vosotros?”, lo cual le recordó a Deborah que era un hombre ocupado.
Así que comenzó a contarle por qué habían ido a verle, y Cherokee fue añadiendo los detalles principales que creyó necesarios. Tommy escuchó como siempre hacía, por la experiencia que tenía Deborah: con los ojos marrones clavados en la persona que estuviera hablando y, al parecer, bloqueando cualquier ruido procedente de los despachos cercanos.
– ¿Cuánto llegó tu hermana a conocer al señor Brouard mientras fuisteis sus invitados? -preguntó Tommy cuando Cherokee terminó el relato.
– Pasaron juntos algún tiempo. Conectaron porque a los dos les gustaba la arquitectura. Pero eso fue todo, que yo sepa. Era simpático con ella. Pero también lo fue conmigo. Parecía bastante amable con todo el mundo.
– Quizá no -observó Tommy.
– Bueno, seguro. Es obvio. Si alguien lo mató.
– ¿Cómo murió exactamente?
– Ahogado. Es lo que averiguó el abogado cuando acusaron a China. Es lo único que averiguó, por cierto.
– ¿Quieres decir que lo estrangularon?
– No. Se ahogó. Se ahogó con una piedra.
– ¿Una piedra? -dijo Tommy-. Dios santo. ¿Qué clase de piedra? ¿De la playa?
– Ahora mismo no sabemos nada más. Sólo que es una piedra y que se ahogó por culpa de ella. O, mejor dicho, que mi hermana, de algún modo, lo ahogó con ella, puesto que la han detenido por asesinato.
– Verás, Tommy -añadió Deborah-, no tiene sentido.
– ¿Cómo se supone que lo ahogó con una piedra? -preguntó Cherokee-. ¿ Cómo iba a ahogarlo alguien con una piedra? ¿Qué hizo él? ¿Abrir la boca y dejar que alguien se la metiera en la garganta?
– Es una pregunta que hay que responder -reconoció Lynley.
– Incluso pudo ser un accidente -dijo Cherokee-. Pudo meterse la piedra en la boca por algún motivo.
– Si la policía ha detenido a alguien -dijo Tommy-, habrá pruebas que demuestren lo contrario. Si alguien le metió una piedra en la garganta, se le rasgaría el paladar, posiblemente la lengua. Mientras que si se la tragó por error… Sí. Entiendo que se inclinaran directamente por el asesinato.
– Pero ¿por qué fueron directamente a por China? -preguntó Deborah.
– Habrá otras pruebas, Deb.
– ¡Mi hermana no ha matado a nadie! -Cherokee se levantó al decir aquello. Nervioso, se dirigió a la ventana, luego se volvió para mirarlos-. ¿ Por que nadie lo entiende?
– ¿No puedes hacer nada? -le preguntó Deborah a Tommy-. La embajada nos ha sugerido que contratemos a alguien, pero he pensado que quizá tú… ¿Puedes llamar tú a la policía y hacerles ver que…? Es decir, está claro que no están evaluando todo como deberían. Necesitan que alguien se lo diga.
Tommy juntó los dedos, pensativo.
– Esta situación no concierne al Reino Unido, Deb. La policía de Guernsey recibe formación aquí, cierto. Y puede solicitar ayuda, también es cierto. Pero iniciar nosotros una investigación desde aquí… Si es lo que esperas, no es posible.
– Pero… -Deborah extendió la mano, sabía que estaba rayando la súplica, lo que le pareció absolutamente patético, y dejó caer la mano sobre su regazo-. ¿Tal vez si al menos supieran que desde aquí hay cierto interés…?
Tommy examinó su rostro antes de sonreír.
– Nunca vas a cambiar, ¿verdad? -le preguntó con cariño-. De acuerdo. Espera. Déjame ver qué puedo hacer.
Llevó sólo unos minutos encontrar el número adecuado en Guernsey y localizar al investigador encargado de las pesquisas. El asesinato era algo tan poco habitual en la isla que lo único que tuvo que mencionar Tommy fue esa misma palabra para que le pusieran en contacto con el investigador al mando.
Pero no consiguieron nada con la llamada. Al parecer, New Scotland Yard ni pinchaba ni cortaba en Saint Peter Port, y cuando Tommy explicó quién era y por qué llamaba, ofreciendo cualquier colaboración que pudiera proporcionar la policía metropolitana, le dijeron -como comunicó a Deborah y Cherokee momentos después de colgar- que “en el canal estaba todo bajo control, señor. Y, por cierto, si necesitaban algún tipo de colaboración, la policía de Guernsey solicitaría ayuda a la policía de Cornualles o de Devon, como hacían normalmente”.
– Estamos algo preocupados, dado que la persona detenida es extranjera -dijo Tommy.
Sí, bueno, ¿no era un giro interesante que la policía de Guernsey también fuera capaz de ocuparse de aquella situación sin la ayuda de nadie?
– Lo siento -les dijo a Deborah y a Cherokee al acabar la conversación.
– Entonces, ¿qué diablos vamos a hacer? -Cherokee hablaba más para sí mismo que para los demás.
– Tenéis que encontrar a alguien que esté dispuesto a hablar con las personas implicadas -dijo Tommy como respuesta-. Si alguien de mi equipo estuviera allí de permiso o de vacaciones, os sugeriría que le pidierais que hiciera algunas indagaciones por vosotros. Podéis hacerlo vosotros mismos, pero estaría bien que contarais con el respaldo de un cuerpo policial.
– ¿Qué tenemos que hacer? -preguntó Deborah.
– Alguien tiene que empezar a hacer preguntas -dijo Tommy-, para ver si hay algún testigo que se le haya pasado por alto a la policía. Tenéis que averiguar si ese tal Brouard tenía enemigos: cuántos, quiénes son, dónde viven, dónde estaban cuando lo asesinaron. Necesitáis que alguien evalúe las pruebas. Creedme, la policía tendrá a alguien que estará haciéndolo. Y tenéis que aseguraros de que no se les haya escapado nada.
– En Guernsey no hay nadie -dijo Cherokee-. Debs y yo lo hemos intentado, antes de venir a verte.
– Entonces, pensad en alguien que no sea de Guernsey. -Tommy lanzó una mirada a Deborah, y ella supo qué significaba.
Ya tenían acceso a la persona que necesitaban.
Pero no iba a pedirle ayuda a su marido. Ya estaba demasiado ocupado, y aunque no lo estuviera, Deborah tenía la sensación de que la mayor parte de su vida estaba definida por los incontables momentos en que había recurrido a Simón: desde la época lejana en que la habían acosado en el colegio y su señor Saint James -un chico de diecinueve años con un sentido del juego limpio bien desarrollado- había aterrorizado a sus torturadores, hasta el día de hoy como esposa que a menudo ponía a prueba la paciencia de su marido, quien sólo le exigía que fuera feliz. Sencillamente, no podía agobiarle con esto.
Así que lo afrontarían solos, ella y Cherokee. Se lo debía a China, pero no era sólo eso: se lo debía a sí misma.
Cuando Deborah y Cherokee llegaron al tribunal penal de Oíd Bailey, por primera vez en semanas, un sol fuerte como un té de jazmín brillaba sobre uno de los dos platos de la balanza de la justicia. Ninguno de los dos llevaba ni mochila ni bolso, así que no tuvieron ningún problema para acceder al edificio. Unas preguntas les proporcionaron la respuesta que buscaban: la sala número tres.