– Cherokee lo sabrá. China lo sabrá. Estaban en casa de Brouard. Conocieron a otras personas. Conseguirán los nombres.
– Pero ¿por qué querrían estas personas hablar con Cherokee? ¿O contigo, en realidad, cuando se enteren de tu relación con China?
– No se enterarán.
– ¿No crees que la policía se lo dirá? Y aunque hablen contigo, y también con Cherokee, y aunque controléis esa parte de la situación, ¿qué haréis con el resto?
– ¿Qué…?
– Las pruebas. ¿Cómo pensáis examinarlas? ¿Y cómo las reconoceréis si encontráis más?
– No soporto cuando te… -Deborah se volvió hacia Cherokee. Dijo-: ¿Nos permites un momento?
Cherokee la miró a ella y luego a Saint James.
– Todo esto os está ocasionando demasiados problemas. Ya habéis hecho suficiente: la embajada, Scotland Yard. Dejadme volver a Guernsey y yo…
Deborah le interrumpió con firmeza.
– Déjanos hablar un momento, por favor.
Cherokee miró al marido y luego a la esposa, luego otra vez al marido. Parecía dispuesto a hablar de nuevo, pero no dijo nada. Se fue a inspeccionar una lista con fechas de juicios colgada en un tablón de anuncios.
Deborah arremetió furiosa contra Saint James.
– ¿Por qué haces esto?
– Sólo quiero que veas…
– Crees que soy una incompetente, ¿verdad?
– Eso no es verdad, Deborah.
– Incapaz de mantener algunas conversaciones con personas que podrían estar dispuestas a contarnos algo que no han contado a la policía, algo que podría cambiar las cosas, algo que podría sacar a China de la cárcel.
– Deborah, no es mi intención que pienses…
– Es mi amiga -prosiguió ella en voz baja y furibunda-. Y quiero ayudarla. Estuvo allí, Simón, en California. Fue la única persona… -Deborah se calló. Miró al techo y sacudió la cabeza como si con eso se desprendiera no sólo de la emoción sino también del recuerdo.
Saint James sabía qué estaba recordando. No necesitaba un mapa para ver cómo había llegado Deborah a su destino. China había sido su amiga del alma y su confesora durante los años en que él mismo le había fallado. Sin duda, también había estado allí cuando Deborah se había enamorado de Tommy Lynley y quizá había acompañado sus lágrimas cuando ese amor acabó.
Él lo sabía, pero no podía sacar el tema, del mismo modo que no podía desnudarse en público y exponer su cuerpo lisiado. Así que dijo:
– Cariño, escucha. Sé que quieres ayudar.
– ¿Ah, sí? -dijo ella con rencor.
– Claro que sí. Pero no puedes andar investigando por Guernsey sólo porque quieras ayudar. No tienes los conocimientos necesarios y…
– Vaya, muchas gracias.
– … la policía no se va a mostrar nada dispuesta a colaborar. Y necesitáis su colaboración, Deborah. Si no revelan ninguna de sus pruebas, no tendréis forma de saber a ciencia cierta si China es realmente inocente.
– ¡No pensarás que es la asesina! ¡Dios mío!
– No pienso ni lo uno ni lo otro. No estoy involucrado como lo estás tú. Y eso es lo que necesitas: alguien que tampoco esté involucrado.
Al escuchar sus propias palabras, Simón sintió que se estaba comprometiendo. Deborah no se lo había pedido y, ciertamente, no se lo pediría ahora, después de aquella conversación. Pero vio que era la única solución.
Deborah necesitaba su ayuda, y Simón había pasado más de la mitad de su vida tendiéndole la mano, con independencia de que ella hubiera aceptado su ayuda o no.
Capítulo 6
Paul Fielder se dirigió a su lugar especial cuando huyó de Valerie Duffy. Dejó las herramientas donde estaban. Sabía que hacía mal porque el señor Guy le había explicado que al menos una parte del trabajo bien hecho era el cuidado y mantenimiento de las herramientas del obrero, pero se dijo que volvería más tarde cuando Valerie no le viera. Se escabulliría por detrás de la casa, hacia la parte que quedaba más alejada de la cocina, y recogería las herramientas y las devolvería a los establos. Si se sentía seguro, tal vez incluso se pondría a trabajar entonces en los refugios. Y comprobaría el cementerio de patos y se aseguraría de que las pequeñas parcelas siguieran marcadas con los círculos de piedras y conchas. Sin embargo, sabía que tenía que hacer todo eso antes de que Kevin Duffy se topara con las herramientas. A Kevin no le gustaría encontrarlas entre los brotes húmedos de hierbajos, juncos y hierba que rodeaban el estanque.
Así que Paul no huyó muy lejos de Valerie. Sólo rodeó la parte delantera de la casa y se adentró en el bosque que quedaba al este del sendero de entrada. Allí recorrió el camino lleno de baches y cubierto de hojas bajo los árboles y flanqueado de rododendros y heléchos, y lo siguió hasta que llegó a la segunda bifurcación a la derecha. Allí soltó la vieja bici junto al tronco de un sicómoro musgoso, parte de un árbol que había caído en su día por una tormenta y que se había convertido en el hogar hueco de criaturas salvajes. A partir de aquel punto, el camino era demasiado agreste para avanzar en bici, así que se ajustó con mayor firmeza la mochila al hombro y partió a pie con Taboo trotando a su lado, contento de emprender una aventura matutina en lugar de tener que esperar pacientemente como solía hacer, atado al menhir prehistórico de detrás del muro del patio del colegio, con un cuenco de agua a su lado y un puñado de galletas, a que Paul saliera a recogerle al final del día.
El destino de Paul era uno de los secretos que había compartido con el señor Guy.
– Creo que ya nos conocemos lo suficiente para algo especial -le había dicho el señor Guy la primera vez que le enseño a Paul el lugar-. Si quieres, si crees que estás preparado, tengo un modo de sellar nuestra amistad, mi príncipe.
Así había llamado a Paul, “mi príncipe”. Al principio no, por supuesto, sino más tarde, cuando llegaron a conocerse mejor, cuando pareció que compartían una especie de afinidad poco común. No era que se parecieran ni que Paul hubiera creído jamás que podían parecerse. Pero entre ellos había existido compañerismo, y la primera vez que el señor Guy le había llamado “mi príncipe”, Paul tuvo la seguridad de que el anciano también sentía ese compañerismo.
Así que había asentido con la cabeza. Estaba bastante preparado para sellar su amistad con aquel hombre importante que había entrado en su vida. No estaba del todo seguro de qué significaba sellar una amistad, pero su corazón saltaba de alegría cuando estaba con el señor Guy y, sin duda, las palabras del señor Guy indicaban que su corazón también saltaba de alegría. Así que significara lo que significase, sería bueno. Paul lo sabía.
El lugar de los espíritus era como llamaba el señor Guy al lugar especial. Era una cúpula de tierra como un cuenco vertical sobre el suelo, cubierta de densa hierba y con un sendero allanado alrededor.
El lugar de los espíritus estaba después del bosque, tras un muro de mampostería, parte de una pradera donde en su día pastaban, las dóciles vacas de Guernsey. Estaba cubierto de hierbajos, y lo estaban invadiendo rápidamente las zarzas y los heléchos porque el señor Guy no tenía vacas que se comieran la maleza y los invernaderos que habrían podido sustituir al ganado se habían desmantelado cuando el señor Guy compró la propiedad.
Paul saltó el muro y cayó en el sendero. Taboo le siguió. El camino pasaba por entre los heléchos hasta el propio túmulo, y allí se dirigieron por otro sendero que serpenteaba hacia el suroeste. El señor Guy le había contado que el sol habría brillado con fuerza e intensidad para los pueblos antiguos que habían utilizado aquel lugar.
A medio camino, en la circunferencia que rodeaba el túmulo, había una puerta de madera mucho más reciente que la propia cúpula. Colgaba de unas jambas de piedra debajo de un dintel también de piedra y estaba cerrada con un candado de combinación atravesado en una aldabilla.