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– Tardé meses en encontrar el modo de entrar -le había dicho el señor Guy-. Sabía lo que era. Era fácil saberlo. ¿Qué otra razón explicaría la presencia de un túmulo de tierra en medio de una pradera? Pero ¿encontrar la entrada…? Fue endemoniadamente difícil, Paul. Había detritos apilados (zarzas, arbustos, de todo), y estas piedras de la entrada estaban llenas de maleza. Incluso cuando localicé las primeras debajo de la tierra y distinguí entre la entrada y las piedras de apoyo dentro del túmulo… Meses, mi príncipe. Tardé meses. Pero mereció la pena, creo. Acabé encontrando un lugar especial y créeme, Paul, todo hombre necesita un lugar especial.

Que el señor Guy estuviera dispuesto a compartir su lugar especial había hecho que Paul pestañeara sorprendido. Había notado que una gran oleada de felicidad le bloqueaba la garganta. Había sonreído como un imbécil, como un payaso. Pero el señor Guy había sabido qué significaba aquello. Había dicho:

– Noventa y tres veintisiete quince. ¿Lo recordarás? Así se entra. Sólo le doy la combinación a los amigos especiales, Paul.

Paul había grabado religiosamente esos números en su memoria y ahora los utilizó. Se guardó el candado en el bolsillo y abrió la puerta empujándola. Estaba a poco más de un metro del suelo, así que se quitó la mochila de la espalda y se la colocó en el pecho para tener más espacio. Se agachó para cruzar el dintel y entró gateando.

Taboo pasó delante de él, pero se detuvo, olisqueó el aire y gruñó. El interior estaba oscuro -iluminado sólo desde la puerta por el haz de luz débil de diciembre que no penetraba demasiado en la penumbra-, y aunque el lugar especial había estado cerrado a cal y canto, Paul dudó cuando pareció que el perro no estaba seguro de entrar. Sabía que había espíritus en la isla: fantasmas de los muertos, duendes de las brujas y hadas que vivían en setos y arroyos. Así que aunque no tenía miedo de que hubiera un humano dentro del túmulo, podía haber algo más.

Taboo, sin embargo, no tuvo inconveniente en encontrar algo del mundo de los espíritus. Se aventuró a entrar, olisqueando las piedras que formaban el suelo, y desapareció en el hueco interior, lanzándose de allí al centro de la propia estructura, donde la parte alta del túmulo permitía que un hombre se irguiera. Al fin regresó a donde estaba Paul, dubitativo nada más cruzar la puerta. Meneó el rabo.

Paul se agachó y presionó la mejilla contra el pelo hirsuto del perro. Taboo le lamió la mejilla y se inclinó sobre las patas delanteras. Retrocedió tres pasos y aulló, lo que significaba que creía que habían ido allí a jugar; pero Paul le rascó las orejas, cerró con cuidado la puerta y la oscuridad de aquel lugar tranquilo los sepultó.

Lo conocía suficientemente bien para saberse el camino; con una mano sujetaba la mochila sobre el pecho y con la otra repasaba la pared húmeda de piedra mientras avanzaba despacio hasta el centro. Éste, le había dicho el señor Guy, era un lugar muy importante, una cripta desde donde los hombres prehistóricos enviaban a sus muertos en su último viaje. Se llamaba dolmen e incluso tenía un altar -aunque a Paul le parecía más una piedra vieja y desgastada, elevada sólo unos centímetros del suelo- y una cámara secundaria donde se realizaban los ritos religiosos, ritos sobre los que sólo se podía especular.

Paul había escuchado, mirado y temblado de frío la primera vez que había entrado en el lugar especial. Y cuando el señor Guy había encendido las velas que guardaba en un hueco poco profundo a un lado del altar, había visto a Paul temblando y había hecho algo para remediarlo.

Lo había llevado a la cámara secundaria, que tenía forma de dos palmas juntas y a la que se accedía pasando por detrás de una piedra vertical que parecía una estatua en una iglesia y cuya superficie estaba grabada. En esta cámara secundaria el señor Guy tenía un catre de tijera. Había mantas y una almohada. Había velas. Había una pequeña caja de madera.

El señor Guy había dicho:

– A veces vengo aquí a pensar, a estar solo para meditar. ¿Tú meditas, Paul? ¿Sabes lo que es descansar la mente? ¿Ponerla en blanco? ¿Sólo tú y Dios y el orden de la vida? ¿Eh? ¿No? Bueno, quizá podamos trabajar en eso, tú y yo, practicar un poco. Toma. Coge esta manta. Te enseñaré el lugar.

Lugares secretos, había pensado Paul. Lugares especiales para compartir con amigos especiales. O lugares donde uno podía estar solo, cuando uno necesitaba estar solo, como ahora.

Sin embargo, Paul nunca había estado allí solo. Hoy era su primera vez.

Avanzó sigilosamente y con cuidado hacia el centro del dolmen y caminó a tientas hasta la piedra del altar. A oscuras, pasó las manos por la superficie plana hasta el hueco de la base, donde estaban las velas. Además de las velas, dentro de este hueco había una lata de Pastillas de Menta Curiosamente Fuertes y, dentro de ésta, estaban las cerillas, resguardadas de la humedad. Paul las buscó y las sacó. Dejó la mochila en el suelo y encendió la primera de las velas, fijándola con cera en la piedra del altar.

Con un poco de luz, sintió menos ansiedad por estar solo en este lugar húmedo y oscuro. Miró las paredes de granito viejas a su alrededor, el techo curvado, el suelo lleno de agujeros.

– Es increíble que los hombres antiguos pudieran construir una estructura como ésta -había dicho el señor Guy-. Nos creemos mejores que los hombres de la Edad de Piedra, Paul, con nuestros móviles, nuestros ordenadores, y cosas por el estilo. Información instantánea que acompaña al resto de cosas instantáneas que tenemos. Pero mira esto, mi príncipe, mira este lugar. ¿Qué hemos construido nosotros en los últimos cien años que podamos afirmar que seguirá en pie dentro de cien mil años más? Nada de nada. Mira, Paul, mira esta piedra…

Y lo había hecho, con la cálida mano del señor Guy sobre su hombro mientras los dedos de su otra mano recorrían las marcas que mano tras mano tras mano antes que él habían grabado en la piedra que montaba guardia en la segunda cámara, donde el señor Guy tenía el catre de tijera y las mantas. Paul se dirigió allí ahora, a ese segundo hueco, con la mochila en la mano. Pasó detrás de la piedra centinela después de encender otra vela y con Taboo pegado a sus talones. Dejó la mochila en el suelo y la vela sobre la caja de madera donde la cera derretida marcaba el lugar de docenas de velas colocadas anteriormente. Cogió una de las mantas del catre para Taboo, la dobló en un cuadrado del tamaño del perro y la puso sobre el frío suelo de piedra. Taboo saltó encima agradecido y dio tres vueltas para hacerla suya antes de tumbarse con un suspiro. Descansó la cabeza sobre las patas y clavó los ojos amorosamente en Paul.

“Ese perro cree que quiero hacerte daño, mi príncipe.”

Pero no. Así era Taboo. Sabía el papel importante que jugaba en la vida de su dueño -único amigo, único compañero hasta que apareció el señor Guy-, y como conocía su papel, le gustaba que Paul supiera que sabía cuál era su papel. No podía decírselo, así que le observaba: todos sus movimientos, en todo momento, todos los días.

Así miraba también Paul al señor Guy cuando estaban juntos. Y a diferencia de otras personas en la vida de Paul, el señor Guy nunca se había molestado porque lo mirara fijamente.

– Te parece interesante, ¿verdad? -le preguntaba si se afeitaba cuando estaban juntos. Y nunca se burlaba de que el propio Paul, pese a su edad, aún no se afeitara-. ¿Cuánto debería cortármelo? -le preguntaba cuando Paul lo acompañaba al barbero en Saint Peter Port-. Ten cuidado con esas tijeras, Hal. Como puedes ver, mi hombre observa tus movimientos. -Y le guiñaba un ojo a Paul y hacía la señal que significaba “Amigos hasta la muerte”: los dedos de la mano derecha cruzados sobre la palma de la mano izquierda.