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Y la muerte había llegado.

Paul notó que se le llenaban los ojos de lágrimas y las dejó brotar. No estaba en casa. No estaba en el colegio. Aquí era seguro echarlo de menos. Así que lloró tanto como quiso, hasta que le dolió el estómago y se le irritaron los párpados. Y a la luz de la vela, Taboo le observó fielmente, con total aceptación y un amor perfecto.

Agotado al fin de llorar, Paul se dio cuenta de que tenía que recordar las cosas buenas que le había reportado conocer al señor Guy: todo lo que había aprendido en su compañía, todo lo que había llegado a valorar y todo lo que le había animado a creer.

– Estamos aquí para algo más importante que simplemente pasar por la vida -le había dicho su amigo en más de una ocasión-. Estamos aquí para aclarar el pasado y compartir el futuro.

Una forma de aclarar el pasado iba a ser el museo. Para este fin, habían pasado largas horas en compañía del señor Ouseley y su padre. Gracias a ellos y al señor Guy, Paul había aprendido la importancia de los objetos que en su día habría tirado descuidadamente: la extraña hebilla encontrada en los jardines de Fort Doyle, oculta entre los hierbajos y enterrada durante décadas hasta que una tormenta batió la tierra de un roca; el farol inútil en un mercadillo ambulante; la medalla oxidada; los botones; el plato sucio.

– Esta isla es un verdadero cementerio -le había dicho el señor Guy-. Vamos a hacer algunos trabajos de exhumación. ¿Te gustaría participar?

La respuesta era fácil. Quería participar en todo aquello en lo que participaba el señor Guy.

Así que se involucró en el trabajo del museo con el señor Guy y el señor Ouseley. Fuera a donde fuera en la isla, tenía los ojos bien abiertos por si veía algo con lo que contribuir a la enorme colección.

Al final había encontrado algo. Había ido en la bici hacia el suroeste hasta La Congrelle, donde los nazis habían construido una de sus torres de vigilancia más feas: una erupción futurista de hormigón con rendijas para las armas antiaéreas que derribarían cualquier aparato que se acercara a la orilla. Sin embargo, no había ido en busca de nada relacionado con los cinco años de ocupación alemana, sino a echar un vistazo al último coche que se había despeñado por el acantilado.

La Congrelle era uno de los pocos acantilados de la isla a cuya cima se podía acceder en coche. A otros acantilados había que llegar a pie tras aparcar el coche a una distancia segura, pero en La Congrelle se podía conducir hasta el mismo borde. Era un buen lugar para suicidarse si uno deseaba que pensaran que había sido un accidente, porque al final de la carretera que iba de la Rué de la Trigale al canal, sólo había que girar a la derecha y acelerar los últimos cincuenta metros, atravesar los tojos bajos y cruzar la hierba al borde del acantilado. Una última pisada al acelerador a medida que la tierra desaparecía delante del capó y el coche saltaría y se precipitaría contra las rocas, y daría vueltas de campana hasta que lo detuviera una barrera irregular de granito, chocara contra el agua o se incendiara.

El coche en cuestión que Paul fue a ver había encontrado su final de esta última manera. No quedaba más que metal retorcido y un asiento ennegrecido, un hallazgo un poco decepcionante tras el largo trayecto en bici bajo el viento. Si hubiera habido algo más, quizá Paul habría iniciado el peligroso descenso para investigar. Como no era el caso, exploró la zona de la torre de vigilancia.

Vio que había habido un derrumbamiento de rocas, reciente por el aspecto de las piedras y los destrozos en el terreno del que se habían desprendido. En las piedras recién desnudadas no había ni las armerías ni las collejas que crecían en todos los acantilados. Y en las rocas que habían caído al agua no había guano, aunque los otros trozos más viejos de gneis estaban llenos.

Estar en aquel lugar era sumamente peligroso, y como isleño que había nacido y crecido allí, Paul lo sabía. Pero había aprendido del señor Guy que cuando la tierra se abría al hombre, a menudo revelaba secretos. Por esta razón, buscó por los alrededores.

Dejó a Taboo en la cima del acantilado y emprendió el camino por el corte profundo que había dejado el desprendimiento. Procuró agarrarse bien a una pieza fija de granito siempre que se le movían los pies, y de esta manera atravesó la fachada del acantilado, descendiendo como un cangrejo que busca una grieta en la que ocultarse.

Fue a medio camino donde lo encontró, tan incrustado por medio siglo de tierra, barro seco y guijarros que al principio creyó que no era más que una piedra elíptica. Pero cuando lo desprendió con el pie, vio el destello de lo que parecía un metal curvado que surgía del interior del propio objeto. Así que lo cogió.

No pudo examinarlo allí, en la pared del acantilado, así que lo subió a la cima sujetándolo entre la barbilla y el pecho. Allí, mientras Taboo olisqueaba el objeto entusiasmado, utilizó una navaja y, luego, los dedos para descubrir lo que la tierra había mantenido oculto durante tantos años.

¿Quién sabía cómo había acabado allí? Los nazis no se habían molestado en llevarse sus trastos cuando se dieron cuenta de que la guerra estaba perdida y que la invasión de Inglaterra no llegaría nunca. Simplemente se rindieron y, como los invasores derrotados que habían ocupado la isla antes que ellos, dejaron atrás todo aquello que consideraron inconveniente llevarse.

Al estar tan cerca de una torre de vigilancia que en su día habían ocupado soldados, no era de extrañar que sus desechos siguieran sin desenterrar. Si bien aquello no habría pertenecido a nadie, no cabía duda de que era algo que quizá los nazis habrían considerado útil si los aliados, las guerrillas o la resistencia hubieran conseguido desembarcar allí abajo.

Ahora, en la penumbra del lugar especial que él y el señor Guy habían compartido, Paul cogió la mochila. Había querido entregarle su descubrimiento al señor Ouseley en Moulin des Niaux, su primera contribución orgullosa en solitario. Pero ahora no podía hacerlo -no después de lo sucedido aquella mañana-, así que lo guardaría aquí, donde estaría a salvo.

Taboo levantó la cabeza y observó a Paul desabrochar las hebillas de la mochila. El chico metió la mano dentro y sacó la toalla vieja en la que había envuelto su tesoro. Como todos los buscadores de tesoros de la historia, abrió la toalla en la que había enrollado su descubrimiento para inspeccionarlo embelesado una última vez antes de guardarlo en un lugar seguro.

En realidad, la granada de mano seguramente no sería peligrosa, pensó Paul. El clima la habría maltratado a lo largo de los años antes de quedar enterrada en la tierra, y la anilla que en su día habría detonado el explosivo que llevaba dentro probablemente estaría oxidada y resultaría imposible moverla. Pero aun así, no era prudente llevarla consigo en la mochila. No necesitaba que ni el señor Guy ni nadie le dijeran que la prudencia sugería dejarla en un lugar donde nadie la encontrara por casualidad, sólo hasta que decidiera qué hacer con ella.

Dentro de la cámara secundaria del dolmen, donde se ocultaban ahora él y Taboo, estaba el escondite. El señor Guy también se lo había enseñado: una fisura natural entre dos de las piedras que componían la pared del dolmen. Originariamente no estaba allí, le había dicho el señor Guy. Pero el tiempo, el clima, los movimientos de tierra… Nada hecho por el hombre resiste del todo a la naturaleza.

El escondite estaba justo a un lado del catre y para los no iniciados parecía un mero hueco en las piedras y nada más. Pero si se deslizaba la mano bien adentro, se descubría un segundo hueco, más ancho, detrás de la piedra más próxima al catre: allí se encontraba el escondite donde podían guardarse los secretos y tesoros demasiado preciosos para la vista corriente.

“Enseñarte esto significa algo, Paul. Algo más importante que las palabras. Algo más importante que los pensamientos.”