Paul creía que en el escondite había suficiente espacio para la granada. Había metido la mano dentro otras veces, guiado por la mano del señor Guy y con sus palabras tranquilizadoras susurrándole al oído: “De momento no hay nada, no te tendería una fea trampa, príncipe”. Así que sabía que había sitio para dos puños cerrados, espacio más que suficiente para depositar la granada. Y la profundidad del escondite bastaba de sobra. Porque Paul no había logrado tocar el fondo por mucho que estiraba el brazo.
Apartó el catre de tijera hacia un lado y dejó la caja de madera con su vela en el suelo, en el centro de la cámara. Taboo aulló frente a esta alteración de su espacio, pero Paul le dio una palmadita en la cabeza y le tocó cariñosamente la punta del hocico. No había nada de lo que preocuparse, dijo su gesto al perro. Aquí estaban a salvo. Ahora nadie lo conocía, sólo ellos dos.
Cogiendo la granada con cuidado, se tumbó en el frío suelo de piedra y deslizó el brazo en el interior de la estrecha fisura. Se ensanchaba unos quince centímetros desde la entrada, y aunque casi no podía ver el interior del escondrijo, sabía dónde se encontraba la segunda abertura por el tacto, así que no previo ningún problema para alojar la granada.
Pero sí lo había. A menos de diez centímetros dentro de la fisura había otra cosa. Primero notó que sus nudillos chocaban con algo, algo firme, que no se movía y que resultaba totalmente inesperado.
Paul soltó un grito ahogado y retiró la mano, pero tardó sólo un momento en darse cuenta de que, fuera lo que fuera, sin duda no estaba vivo, así que no había motivo para asustarse. Dejó la granada cuidadosamente sobre el catre y acercó la vela a la entrada de la fisura.
El problema era que no podía iluminar el hueco y mirar dentro a la vez. Así que volvió a tumbarse boca abajo y deslizó la mano, luego el brazo, de nuevo en el interior del escondite.
Sus dedos lo encontraron, algo firme pero maleable. No era duro, sino suave. Tenía forma de cilindro. Lo cogió y empezó a sacarlo.
“Éste es un lugar especial, un lugar de secretos, y ahora es nuestro, tuyo y mío. ¿Sabes guardar un secreto, Paul?”
Sabía. Claro que sabía. Sabía hacerlo más que bien. Porque mientras lo atraía hacia él, Paul comprendió exactamente qué era lo que el señor Guy había ocultado dentro del dolmen.
La isla, al fin y al cabo, era un paisaje de secretos, y el propio dolmen era un lugar secreto dentro de aquel paisaje mayor de cosas enterradas, cosas calladas y recuerdos que la gente deseaba olvidar. A Paul no le extrañó que, en las profundidades de las edades de una tierra que aún podía dar medallas, sables, balas y otros objetos con más de medio siglo de antigüedad, yaciera sepultado algo mucho más valioso, algo de la época de los corsarios o incluso más antiguo, pero algo precioso. Y lo que estaba sacando de la fisura era la clave para encontrar algo enterrado hacía muchísimo tiempo.
Había encontrado un último regalo del señor Guy, ese hombre que ya le había dado tanto.
– Énne rouelle dé faitot -dijo Ruth Brouard en respuesta a la pregunta de Margaret Chamberlain-. Se utiliza para los graneros, Margaret.
Margaret creyó que esta contestación era deliberadamente obtusa, muy típica de Ruth, quien nunca había llegado a caerle especialmente bien a pesar de haber tenido que vivir con la hermana de Guy durante todo el tiempo que estuvo casada con él. Ruth se había pegado demasiado a Guy, y una devoción tan grande entre hermanos era impropia. Olía a… Bueno, Margaret no quería ni pensar a qué olía. Sí, se daba cuenta de que estos hermanos en concreto -judíos como ella, pero judíos europeos durante la segunda guerra mundial, lo que les permitía en cierta medida un comportamiento extraño, eso no se lo discutía- habían perdido a toda su familia debido a la maldad implacable de los nazis y, por lo tanto, se habían visto obligados a serlo todo el uno para el otro desde muy pequeños. Pero el hecho de que en todos estos años Ruth nunca hubiera desarrollado una vida propia no sólo era cuestionable y previctoriano; era algo que, a los ojos de Margaret, la convertía en una mujer incompleta, en una especie de criatura inferior que había vivido a medias, y en la sombra, por si fuera poco.
Margaret decidió que tendría que tener paciencia.
– ¿Para los graneros? -dijo-. No acabo de entenderlo, querida. La piedra sería bastante pequeña para caberle en la boca a Guy, ¿no? -Vio que su cuñada se estremecía al oír aquella última pregunta, como si hablar de ello despertara sus fantasías más oscuras sobre cómo Guy había encontrado la muerte: retorciéndose en la playa, agarrándose en vano la garganta. Bueno, no podía remediarlo. Margaret necesitaba información e iba a obtenerla.
– ¿Qué uso tendría en un granero, Ruth?
Ruth levantó la vista de la labor con la que estaba ocupada cuando Margaret la localizó en el salón de desayuno. Era un lienzo enorme extendido sobre un marco de madera que a su vez descansaba sobre un atril ante el que estaba sentada Ruth, una figura menuda y delicada vestida con unos pantalones negros y una chaqueta negra muy amplia que en su día seguramente había pertenecido a Guy. Tenía las gafas redondas en la punta de la nariz y volvió a subírselas con su mano infantil.
– No se utiliza dentro del granero -le explicó-. Se pone en una anilla con las llaves del granero. Al menos, así se utilizaba en su día. Ahora quedan pocos graneros en Guernsey. Era para mantener a salvo los graneros de los duendes de las brujas. Protección, Margaret.
– Ah. Un amuleto, entonces.
– Sí.
– Entiendo. -Lo que pensó Margaret fue: “Qué ridículos estos isleños”. Amuletos para brujas, paparruchadas para hadas, fantasmas en las cimas de los acantilados, demonios al acecho: nunca había pensado que su ex marido fuera un hombre que se tragara esas tonterías-. ¿Te han enseñado la piedra? ¿ La reconociste? ¿Era de Guy? Sólo lo pregunto porque no me parece propio de él llevar encima amuletos o cosas por el estilo. Al menos, no del Guy que yo conocí. ¿Esperaba tener suerte en algún asunto?
“Con una mujer” fue lo que no añadió, aunque las dos sabían que la frase estaba allí. Aparte de los negocios -mundo en el que Guy Brouard había sido un rey Midas y no necesitaba suerte alguna-, el otro asunto que le había interesado era la búsqueda y conquista del sexo opuesto, algo que Margaret ignoró hasta que encontró unas bragas en el maletín de su marido, colocadas juguetonamente por la azafata de vuelo de Edimburgo a la que se follaba en secreto. Su matrimonio terminó en el instante en que Margaret encontró esas bragas en lugar del talonario que andaba buscando. Lo único que quedó durante los dos años siguientes fueron las reuniones de su abogado con el de él para negociar un trato que financiara el resto de su vida.
– El único asunto que ahora tenía entre manos era el museo de la guerra. -Ruth volvió a inclinarse sobre el marco que sujetaba la labor e introdujo la aguja expertamente por el diseño que había dibujado en ella-. Y para eso no llevaba amuleto. No le hacía falta, en realidad. Todo iba viento en popa, que yo sepa. -Volvió a alzar la mirada, con la aguja preparada para otra inmersión-. ¿Te habló del museo, Margaret? ¿Te lo ha contado Adrián?
Margaret no quería tocar el tema de Adrián con su cuñada ni con nadie, así que dijo:
– Sí. Sí. El museo. Por supuesto. Ya lo sabía.
Ruth sonrió, por dentro y afectuosamente al parecer.
– Estaba orgullosísimo de ser capaz de hacer algo por la isla, algo que perdurara, algo bueno y significativo.
A diferencia de su vida, pensó Margaret. Ella no estaba allí para escuchar elogios a Guy Brouard, patrón de todo y de todos. Sólo estaba allí para asegurarse de que, con su muerte, Guy Brouard se había erigido además en patrón de su único hijo varón.
– ¿Qué pasará ahora con sus planes? -preguntó.