– Supongo que todo depende del testamento -contestó Ruth. Parecía hablar con cautela. Demasiada cautela, pensó Margaret-. El testamento de Guy, quiero decir. Bueno, claro, ¿de quién si no? En realidad, todavía no me he reunido con su abogado.
– ¿Por qué no, querida? -preguntó Margaret.
– Supongo que porque hablar de su testamento hace que todo esto sea real, permanente. Lo estoy evitando.
– ¿Preferirías que hablara yo con su abogado…? Si hay que arreglar papeles, estaré encantada de ocuparme, querida.
– Gracias, Margaret. Eres muy amable por ofrecerte, pero debo ocuparme yo. Debo… y lo haré. Pronto. Cuando… Cuando sienta que es el momento adecuado de hacerlo.
– Sí -murmuró Margaret-. Por supuesto. -Observó que su cuñada pasaba la aguja por el lienzo y la fijaba en su sitio, lo que indicaba que ponía fin a su labor de momento. Intentó parecer la empatia personificada, pero por dentro se moría de impaciencia por saber cómo habría repartido exactamente su ex marido su inmensa fortuna. En concreto, quería saber de qué forma se había acordado de Adrián. Porque aunque en vida se negó a dar a su hijo el dinero que necesitaba para su nuevo negocio, no cabía duda de que la muerte de Guy reportaría unos beneficios a Adrián que no había conseguido en su vida. Y eso volvería a juntar a Carmel Fitzgerald y a Adrián, ¿verdad? Así que por fin vería a Adrián casado: un hombre normal que llevaba una vida normal sin más incidentes peculiares de los que preocuparse.
Ruth se había acercado a un pequeño escritorio, de donde cogió un marco de fotos delicado. Cubría la mitad de un relicario, que miró con nostalgia. Margaret vio que era ese tedioso regalo de despedida que Maman les había dado en el muelle. “Je vais conserver l'autre moitié, mes chéris. Nous le reconstituerons lorsque nous nous retrouverons.”
“Sí, sí -quería decir Margaret-. Ya sé que la echas de menos, maldita sea, pero tenemos asuntos entre manos.”
– Pero cuanto antes mejor, querida -dijo Margaret con delicadeza-. Deberías hablar con él. Es bastante importante.
Ruth dejó el marco, pero siguió mirándolo.
– Las cosas no van a cambiar hablando con nadie -dijo.
– Pero las aclarará.
– Si hay que aclarar algo.
– Necesitas saber cómo quería… Bueno, cuál era su voluntad. Tienes que saberlo. Con un patrimonio tan grande como el suyo, mujer prevenida vale por dos, Ruth. No me cabe la menor duda de que su abogado estará de acuerdo conmigo. ¿Te ha llamado el abogado, por cierto? Al fin y al cabo, él debe saber…
– Oh, sí. Lo sabe.
“¿Y bien?”, pensó Margaret. Pero dijo con dulzura:
– Entiendo. Sí. Bueno, todo a su tiempo, querida. Cuando te sientas preparada.
Que sería pronto, esperaba Margaret. No quería tener que quedarse en aquella isla infernal más tiempo del estrictamente necesario.
Ruth Brouard sabía una cosa sobre su cuñada. La presencia de Margaret en Le Reposoir no tenía nada que ver con su matrimonio fracasado con Guy ni con ninguna pena o arrepentimiento que pudiera sentir por cómo se habían separado ella y Guy, ni siquiera con el respeto que creyera apropiado mostrar ante este terrible fallecimiento. En efecto, el que aún no hubiera mostrado la más mínima curiosidad por quién había asesinado al hermano de Ruth indicaba dónde residía su verdadera pasión. En su mente, Guy tenía un dineral y ella pretendía llevarse su parte. Si no para ella, para Adrián.
“Zorra vengativa” la llamaba Guy. “Tiene un montón de médicos dispuestos a testificar que el chico es demasiado inestable para estar en otro lugar que no sea con su maldita madre, Ruth. Pero es ella la que está echando a perder al pobre chico. La última vez que lo vi, tenía urticaria. Urticaria. A su edad. Dios santo, está loca.”
Así había sido año tras año, con visitas en vacaciones interrumpidas o canceladas hasta que la única posibilidad que le quedó a Guy para ver a su hijo fue hacerlo ante la presencia vigilante de su ex mujer. “Monta guardia, maldita sea -se indignaba Guy-. Seguramente porque sabe que si no lo hiciera, le diría que se despegara de las faldas de su madre… utilizando un hacha si es necesario. A ese chico no le pasa nada que no puedan arreglar unos años en un colegio decente. Y no me refiero a uno de esos lugares con duchas frías por la mañana y azotes en el trasero. Hablo de un colegio moderno donde aprendería a ser autosuficiente, algo que no va a aprender mientras siga pegado a su lado como una lapa.”
Pero Guy no lo consiguió. El resultado fue el pobre Adrián tal como era ahora, con treinta y siete años y ni un solo talento o cualidad que pudieran definirlo. A menos que una sucesión ininterrumpida de fracasos en todo, desde deportes de equipo a relaciones con mujeres, pudiera considerarse un talento. Esos fracasos también podían atribuirse a la relación de Adrián con su madre. No hacía falta ser psicólogo para llegar a esta conclusión. Pero Margaret nunca lo vería así, para no tener que asumir ninguna clase de responsabilidad en los constantes problemas de su hijo. Dios santo, nunca lo reconocería
Así era Margaret. Era de esas mujeres que decían: “No es culpa mía, arréglatelas tú sólito”. Si no podías arreglártelas tú sólito, mejor cortabas toda relación.
Pobre querido Adrián, tener una madre como ella. Al fin y al cabo, que tuviera buenas intenciones no servía de nada, teniendo en cuenta el daño que acababa haciendo por el camino.
Ruth la observó, mientras Margaret fingía inspeccionar el único recuerdo que tenía de su madre, ese medio relicario roto para siempre. Era una mujer corpulenta, rubia, con el pelo bien recogido y llevaba unas gafas de sol en la cabeza… ¿en el gris mes de diciembre? ¡Qué insólito, ciertamente! Ruth no podía concebir que su hermano hubiera estado casado con aquella mujer, pero nunca había podido hacerlo. Nunca había logrado resignarse a la imagen de Margaret y Guy juntos como marido y mujer, no por el sexo que, naturalmente, formaba parte de la naturaleza humana y podía, en consecuencia, adaptarse a cualquier tipo de extraña pareja, sino por la parte emocional, la parte de compromiso, la parte que ella imaginaba -al no haber tenido nunca el privilegio de experimentarla- que era el terreno fértil en el que uno plantaba la semilla de la familia y el futuro.
Tal como se desarrollaron las cosas entre su hermano y Margaret, Ruth había acertado bastante al suponer que eran totalmente incompatibles. Si no hubieran tenido al pobre Adrián en un extraño momento de optimismo, seguramente habrían seguido caminos distintos tras poner fin a su matrimonio, la una agradecida por el dinero que había logrado excavar de las ruinas de su relación y el otro encantado de verla marchar con el dinero siempre que eso significara librarse de uno de sus peores errores. Pero como Adrián era una parte de la ecuación, Margaret no había caído en el olvido. Porque Guy quería a su hijo -aunque le frustrara-, y la existencia de Adrián convertía la de Margaret en un hecho inmutable. Hasta que uno de los dos muriera: Guy o la propia Margaret.
Pero ése era precisamente el tema en el que Ruth no quería pensar y del que no soportaba hablar, aunque sabía que no podría evitarlo indefinidamente.
Como si le leyera la mente, Margaret dejó el relicario sobre la mesa y dijo:
– Ruth, querida, no he podido sacarle ni diez palabras a Adrián sobre lo sucedido. No quiero ser morbosa, pero me gustaría entenderlo. El Guy que yo conocí no tuvo enemigos en su vida. Bueno, estaban sus mujeres, claro, y a las mujeres no nos gusta que nos dejen. Pero aunque hubiera hecho lo de siempre…
– Margaret, por favor -dijo Ruth.
– Espera -se apresuró a decir Margaret-. No podemos fingir, querida. No es el momento. Las dos sabemos cómo era. Pero lo que estoy diciendo es que una mujer, aunque la dejen, una mujer rara vez…, como venganza… Ya sabes qué quiero decir. Entonces, ¿quién…? A menos que esta vez fuera una mujer casada, ¿y el marido se enterara…? Aunque normalmente Guy evitaba a las casadas. -Margaret jugueteaba con uno de los tres pesados collares de oro que llevaba puestos, el que tenía un colgante. Era una perla, deforme y gigantesca, una excrecencia blanquecina que caía entre sus pechos como un pegote de puré de patatas petrificado.